Por… Dalibor Rohac
Primero, solo eran una manada de conservadores malhumorados y el libertario Nigel Farage quienes eran receptivos al creciente descontento popular de los 2000 con la manera en que la Unión Europea (UE) estaba siendo gobernada. Vistos como un movimiento al margen y como parte del folclor político inglíés, pocos esperaban que el euro-escepticismo llegase a tener mucha influencia.
La revelación de Nigel Lawson, anterior ministro de economía, parece ser algo que cambiará el juego. Escribiendo acerca de abandonar la Unión Europea, el miembro del partido Tory concluyó que “las ganancias económicas superarían sustancialmente los costosâ€. Lord Lawson pronto fue seguido de dos ministros del gabinete —el Secretario de Educación Michael Gove y el Secretario de Defensa Philip Hammond— quienes tambiíén indicaron que ellos favorecerían la salida de Gran Bretaña.
Finalmente, escribiendo en el Financial Times, el columnista Wolfgang Munchau reconoció que “una salida no tendría que ser un desastre si los tíérminos son negociados con habilidad†—una expresión que solo hace algunas semanas hubiese aparentado estar fuera de lugar en las páginas de opinión de un periódico que tradicionalmente había defendido al euro y a la integración europea con un entusiasmo ferviente. Por primera vez en años, parece que los ingleses están dispuestos a tener una discusión abierta acerca de los costos y beneficios de ser parte de la UE, sin correrse el riesgo de ser denominados como extremistas políticos.
Mientras que hasta ahora este cambio ha sido en gran medida un suceso inglíés, no tiene que seguirlo siendo —de hecho, no debería ser así. Para muchos países en Europa, los costos de ser parte de la UE son muy evidentes —particularmente para aquellos que son parte de la eurozona y que se espera que contribuyan hacia los rescates de los países insolventes en la periferia de la eurozona. Tampoco este cambio debería ser solamente, o predominantemente, acerca de una elección binaria entre ser parte de la UE versus abandonarla. Mientras que muchas economías pequeñas y abiertas del continente europeo podrían beneficiarse del mercado común, debería haber un espacio para el debate abierto acerca de la gobernabilidad de al UE y sus defectos.
En lugar de fomentar tal debate, los europeos durante mucho tiempo fueron alimentados con el mantra de una unión cada vez más estrecha. Se asumía que los problemas de la UE serían resueltos mediante una integración más profunda y una coordinación de políticas más estrecha. La unión monetaria fue parte de ese proceso, así como tambiíén lo fue el creciente cuerpo de directrices de la UE, regulando todo desde asuntos relacionados a la privacidad hasta los costos del roaming para los celulares. Al inicio de la crisis, una unión bancaria y fiscal fueron propuestas como soluciones para los desbalances macroeconómicos que se estaban volviendo evidentes en la periferia de la eurozona. Solo un pequeño grupo de políticos trató de cuestionar ese consenso. Con excepciones, los euro-escíépticos no eran un grupo agradable, dado que fueron dominados por grupos como el Frente Nacional en Francia o los Verdaderos Finlandeses. Los escíépticos más serios muchas veces tuvieron vergí¼enza de expresar sus preocupaciones por miedo a ser aislados y agrupados con personas como el francíés de extrema derecha Marine Le Pen.
Sin embargo, una mayor integración no se ha logrado. En 2013, se espera que la economía de la UE se contraiga en un 0,1 por ciento, luego de un año de crecimiento negativo. El desempleo está en niveles tan altos que no tienen precedente, con el desempleo entre los jóvenes en algunos países ubicándose por encima del 50 por ciento. En lugar de convertirse una potencia económica, Europa está fallando. Hoy, parece haber una oportunidad de tener una conversación seria acerca de lo que ha resultado mal con el proyecto europeo. El Primer Ministro inglíés David Cameron puede ayudar a fijar el tono de la discusión, pero otros líderes europeos necesitan unirse tambiíén. Muchas áreas necesitan desesperadamente un cambio.
Considere la regulación. La Comisión Europea estima que la carga administrativa que la legislación a nivel de la Unión Europea impone a las empresas es de $160.000 millones —y eso no incluye los costos económicos que la regulación crea al distorsionar los incentivos para producir e innovar. Alrededor de 38 por ciento del presupuesto de la UE para 2014-2020 —o $470.000 millones— se gastará en subsidios agrícolas. La lista es mucho más larga. Los últimos años hemos visto la creación de un fondo permanente de rescate para los miembros de la eurozona en problemas fiscales, con muy poco análisis de costo-beneficio para justificarlo. Hay una incesante y silenciosa acumulación de poder por parte de las instituciones europeas, que puede ser ilustrada mediante una nota reciente de la Comisión Europea en la que la comisión le pide a los estados miembros que sometan su formulación de políticas públicas al control de la UE: “La Comisión considera importante que los planes nacionales de cualquier reforma de política económica sean evaluados y discutidos al nivel de la UE antes de que las decisiones finales sean tomadas a nivel nacionalâ€.
Por demasiado tiempo, se burlaban tanto de los disidentes que estos se callaban. Con el equilibrio político cambiando en Gran Bretaña, sin embargo, ya no es posible simplemente ignorar el descontento con la dirección que han elegido las elites políticas de Europa. Aunque los habitantes de los corredores de poder en Bruselas todavía puede que no se hayan dado cuenta, el momento de renegociar el “contrato social†está guiando al Continente ahora.
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