Por… Scott Lincicome
Los titulares en la prensa que anuncian cada mes la muerte de la inflación esconden una realidad dolorosa que viven las familias estadounidenses: el rápido aumento de los precios de los alimentos.
Las noticias rara vez mencionan esta realidad porque el indicador preferido por lo economistas, el “índice de Precios al Consumidor†(IPC), omite tanto a los alimentos como a la energía debido a preocupaciones acerca de su volatilidad. Aunque esta omisión puede tener sentido desde una perspectiva puramente económica, perjudica a los electores porque varias políticas del gobierno federal que enriquecen a unos cuantos intereses especiales han conspirado para mantener la cuenta del supermercado en EE.UU. alta y en una tendencia al alza.
Pocas dudas pueden quedar de que los precios de los alimentos han aumentado en los últimos años, especialmente en relación a otros productos y servicios. De acuerdo al Banco de la Reserva Federal de St. Louis, la inflación de los alimentos fue de 22% entre enero de 2006 y junio de 2013, mientras que el IPC marcó solamente 15% durante el mismo período. Esta diferencia aumentó despuíés de la recesión, con los precios de los alimentos (9%) superando con creces al IPC (5,9%) desde fines de 2009.
Algunos alimentos básicos experimentaron alzas aún mayores: a lo largo de los últimos cinco años, por ejemplo, el precio promedio de la carne, las aves, el pescado y los huevos aumentó en un 16,2%. El impacto de la inflación en los alimentos sobre las familias estadounidenses es real e importante. Una empresa que realiza consultorías en la industria recientemente estimó que entre 2006 y 2012 la familia típica de cuatro pagó en comida $2.055 adicionales al año a lo que hubiese gastado si estos costos no hubiesen empezado a tener una tendencia al alza.
Este gasto adicional afecta de manera desproporcionada a las familias estadounidenses pobres, particularmente en estos tiempos de desempleo alto y salarios estancados, conforme se ven forzados a utilizar una porción cada vez mayor de sus ingresos que nunca aumentan en alimentos esenciales. Aunque a las fuerzas del mercado les agrada una demanda global creciente y las recientes sequías sin duda han ayudado a empujar hacia arriba los precios de los alimentos, ciertamente las leyes y regulaciones estadounidenses han agravado este problema.
Para empezar, las restricciones comerciales arcaicas que protegen a ciertos productores de alimentos de la competencia internacional inflan los precios de muchos alimentos en EE.UU. De acuerdo a la Comisión Internacional de Comercio de EE.UU., estas barreras artificiales al libre comercio hacen que los lácteos, el azúcar, el atún y otros alimentos sean mucho más caros aquí de lo que son en el extranjero. Por lo tanto, el proteccionismo obliga a que una mamá que trabaja a pagar sustancialmente más por una barra de mantequilla que su contraparte en el extranjero, por ejemplo, y el ingreso de este “impuesto a la mantequilla†va directamente a los bolsillos de los productores de lácteos en EE.UU.
Tan malas como son estas leyes, sin embargo, no sirven para explicar la reciente alza en los precios domíésticos de los alimentos, pues las restricciones comerciales existen desde hace díécadas. Esa culpa recae en cambio sobre una combinación malvada de otras políticas federales. Tal vez la más ofensiva es el respaldo continuo del gobierno al etanol, particularmente a travíés del Estándar de Combustible Renovable (RFS, por sus siglas en inglíés), que requiere que los refinadores agreguen cantidades crecientes de biocombustibles a la gasolina.
Luego de que el RFS se convirtiera en ley en 2006, la capacidad de producción de etanol —y la demanda de maíz como materia prima— se disparó, creando así un efecto dominó de incrementos de precio en el maíz y otros cultivos básicos como la carne, el pollo y los lácteos, y finalmente, en la cuenta del supermercado de los estadounidenses. De hecho, la Oficina del Presupuesto del Congreso (CBO, por sus siglas en inglíés) concluyó en 2009 que la política de etanol de EE.UU. era responsable de hasta un 15% del incremento total en los precios domíésticos de los alimentos y que beneficiaba a un puñado de agricultores y productores de biocombustibles a costa de las familias estadounidenses y de la economía en general.
Estudios posteriores han confirmado la conclusión de la CBO, y, con el RFS decretando cada vez porciones mayores de etanol en nuestros tanques, las cosas solo han empeorado. Mientras tanto, el lobby de los biocombustibles y la nueva administradora de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglíés), Gina McCarthy, han trabajado para obstaculizar esfuerzos en el congreso y en el ámbito regulatorio para relajar al RFS y su impacto sobre las billeteras de los consumidores.
Las tasas de interíés extremadamente bajas y el dinero fácil tambiíén contribuyen a los crecientes precios de los alimentos al aumentar los costos energíéticos y facilitan una especulación intensa en el mercado agrícola de EE.UU. por parte de los agricultores y las empresas de inversiones en Wall Street. Alentando todavía más estas inversiones están los precios de los cultivos, influidos por el etanol, y el hecho de que la tierra agrícola se beneficia de muchos subsidios federales, especialmente el tipo de seguro de cosecha que el congreso y el senado acaban de expandir en la última Ley Agrícola.
Como resultado, ha surgido una “burbuja de tierra agrícolaâ€. Los bancos de la Reserva Federal de Kansas City y Chicago reportaron en 2012 que el precio de la tierra irrigada en sus distritos aumentó 30% y 16%, respectivamente. Mientras tanto, los precios de la tierra de cultivo en Iowa y Nebraska casi se han duplicado desde 2009. Por lo tanto, los inversores en tierra agrícola han utilizado críédito barato para comprar tierra cuyo creciente valor es fomentado por los mandatos de etanol y protegida con un seguro subsidiado por el contribuyente. Esto, a su vez, conduce a precios de alimentos todavía más altos, alentando así todavía más especulación.
Atrapadas en este círculo vicioso están las familias estadounidenses que no tienen el lujo de ser parte de la estafa del etanol o de tener efectivo disponible y las conexiones necesarias para invertir en tierra agrícola subsidiada. Para ellos, la “bonanza de los alimentos†es inconveniente, conducida en parte por el compadrazgo y las malas políticas. Así que puede ser que la inflación general estíé controlada, pero eso no significa que las políticas federales no estíén causando problemas serios para una porción considerable de la ciudadanía, particularmente para aquellos en la escala más baja del estrato económico. Estos problemas definitivamente están ahí; solo basta con mirar más allá de los titulares.
Suerte en sus inversiones…