Por... Dalibor Rohac
¿Por quíé la comida en algunos países es mucho mejor que en otros?
En un ensayo clásico (en inglíés), Paul Krugman proponía la hipótesis de que la comida británica se volvió mala debido a la urbanización rápida combinada con las mejoras tecnológicas del siglo diecinueve en la preservación de alimentos. Mover millones de personas a las ciudades requería alterar su dieta para que esta incluya más alimentos enlatados, o pasteles de carne y vegetales que no requerían de refrigeración. Para el momento en que los ingleses podían pagar alimentos frescos, ya no recordaban a quíé sabían estos. En cambio, en Francia, la urbanización avanzó a un paso más lento, y muchos hogares mantenían fuertes lazos con el campo y la agricultura —y, por lo tanto, una memoria colectiva del sabor de la buena comida.
Para explicar el declive culinario estadounidense, Tyler Cowen sugiere (en inglíés) que la prohibición jugó un papel importante al perjudicar a la industria de restaurantes. No permitir la venta de alcohol implicaba que los márgenes de ganancia de los restaurantes se redujeran, causando que muchos de ellos cerraran y previniendo que otros subsidien de forma cruzada la experimentación culinaria. Despuíés de la Segunda Guerra Mundial, los avances en la oferta de alimentos hicieron que la comida chatarra y las comidas congeladas estuviesen ampliamente disponibles a un precio conveniente. Esto, sumado al auge de la participación de las mujeres en la fuerza laboral, causó que la demanda de estos productos creciera. Finalmente, el “baby boom†significó que los hogares estadounidenses empezaron a acatar con mayor frecuencia los gustos alimenticios de los niños —a esto se debería la omnipresencia de la salsa de tomate, las comidas fritas y los macarrones con queso.
Somos afortunados de vivir en el momento en que la corriente está cambiando. En ambos lados del Atlántico, “los verdaderos alimentos†están volviendo a imponerse. Mientras que el movimiento de los “foodies†(aficionados a la comida gourmet) muchas veces viene acompañado de muchas cosas sin sentido —especialmente cuando se involucran quienes hacen las políticas (en inglíés) y sus esposas (en inglíés)— queda claro que tanto la comida británica como estadounidense es muy superior a lo que era hace tan solo diez años.
Sin importar lo que uno piense acerca de esto, la verdadera catástrofe culinaria de los últimos cien años ocurrió en otro lugar —específicamente en la otrora Unión Soviíética y sus varios satíélites. Luego de díécadas de planificación central, las tradiciones culinarias locales fueron destruidas por los alimentos insípidos, tristes, y grises producidos en escala industrial. Durante mi infancia en Checoslovaquia, nada reflejaba más esto que las terribles “ensaladas†ahogadas en mayonesa —en las cuales la cebolla picada era prácticamente el único ingrediente fresco— o un brebaje espesado con harina y denominado UHO, o univerzální hnÄ›dá omáÄka (“salsa cafíé universalâ€), que se servía con cualquier plato de comida caliente.
Mientras que en Occidente el auge de las comidas congeladas y la comida chatarra era un fenómeno determinado por la demanda popular de no querer esforzarse mucho al momento de preparar sus alimentos, de tener opciones convenientes de alimentos, en el bloque soviíético la desagradable comida industrial era impuesta como parte de un programa ideológico de rediseñar cómo vivía la gente. En sus muy deliciosamente escritas y personales “memorias culinariasâ€, Mastering the Art of Soviet Cooking, Anya von Bremzen explica cómo las cantinas eran parte de los esfuerzos iniciales por parte de los bolcheviques soviíéticos para crear un Nuevo Hombre Soviíético, efectivamente aboliendo la vida privada y convirtiendo a cada persona en una abnegada rueda productiva en la gran maquinaria de una sociedad centralmente planificada. Aunque en retrospectiva esto suena como una mala broma, según los partidarios de las cantinas, estas representaban un gran avance nutricional:
“Cuando cada familia come por cuenta propiaâ€, advertía una publicación titulada “Abajo con la cocina privadaâ€, “la nutrición científicamente sólida se vuelve imposibleâ€.
Von Bremzen, que creció durante los años de Krushchev y Brezhnev, dice que las cantinas comunales estaban entre los primeros cambios introducidos por el ríégimen de Lenin:
Para 1921 miles de ciudadanos soviíéticos estaban comiendo en público. Según todos los indicios, estas stolovayas [cantinas] eran asuntos horrorosos —más escalofriantes que aquellos de mi infancia en el Socialismo Maduro con el penetrante tufo de repollo guisado y alguna Tía Klava agitando un sucio trapo de limpieza debajo de mi nariz conforme yo tenía arcadas a lo largo del almuerzo de tres platos, con su inevitable final con una desolada compota de frutos secos o una gelatina almidonada llamada kissel.
Pero, tristemente, en los primeros días del comunismo soviíético, la comida insípida y desagradable hubiese sido la última de las preocupaciones de las personas ordinarias. Seis millones de rusos murieron en la hambruna de 1921, y millones de ucranianos (los cálculos de los expertos varían) murieron de hambre durante el Holodomor de 1932-1933 como resultado directo de la colectivización de la agricultura.
Si el libro de von Brezmen aporta un relato un tanto deprimente acerca del declive de una de las grandes tradiciones culinarias de Europa, el libro de cocina polaca de Anna Applebaum y Danielle Crittenden muestra el renacimiento culinario que se dio luego de la caída del comunismo. La variedad de recetas modernas y vibrantes del libro, construidas alrededor de ingredientes frescos, puede apreciarse de mejor manera considerando cómo era la comida polaca hace tan solo una generación:
Antes de 1989, Polonia era un país de huelgas, cortes de electricidad y escasez. Los supermercados polacos vendían sal, pescado enlatado, vinagre y pocas cosas más. En los restaurantes polacos, meseros lúgubres presentaban a sus clientes menús largos, invariablemente destacando platos que no estaban disponibles.
íšltimamente, los polacos, checos y otros ciudadanos de la Europa Oriental poscomunista están re-descubriendo los mercados de agricultores (en inglíés), las versiones modernizadas de platos tradicionales (en inglíés), y la idea del “terruño†(ambiente natural que influye directamente en la composición de la uva y la posterior expresión del vino) en una escala sin precedente. A uno le provoca agregar que, así como el renacimiento de la buena comida británica y estadounidense, el retorno culinario de Europa Oriental no requirió de algún empujón inteligente desde la política pública. Cuando se trata de la comida, simplemente abrir los mercados, en conjunto con el surgimiento de una clase sofisticada de consumidores, resulta en milagros.