Hace poco más de un año, desde luego antes de que Mario Draghi pronunciara sus profíéticas palabras “Haríé todo lo necesario para salvar al euroâ€, un ministro de Rajoy decía en petit comitíé a este diario: “Basta con que alguien del BCE salga y diga al mundo que no está dispuesto a dejar caer el euro para que la crisis entre en vías de soluciónâ€. ¡Bingo! 18 meses despuíés de aquellas palabras, los mercados financieros están cerca de la normalización (las letras a un año se vendieron ayer al 0,678%).Y lo que es mucho más importante: las expectativas de que el euro se rompa (la verdadera tragedia para España) se han disipado.
O expresado en otros tíérminos, el fin de la crisis financiera (otra cosa es la economía real) ha permitido a la economía española empezar a salir del agujero. Hasta el extremo de que la inversión extranjera ha vuelto a llegar de forma relevante. Entre enero y agosto de este año, nada menos que 18.757 millones de euros, prácticamente el doble que hace un año en el mismo periodo. La cifra es todavía muy inferior a la que se registraba en los años del boom, pero refleja con nitidez en el cambio que se ha producido en la percepción sobre España.
Hoy la palabra ‘rescate’ (pese a que lo reclamaron los empresarios del Ibex) se ha borrado del diccionario económico y nadie apuesta por que España, pese a que la deuda pública ha escalado hasta cerca del 100% del PIB, tenga problemas de financiación. Ni el sector público ni las grandes empresas, que han podido refinanciarse sin dificultades y a menores tipos de interíés desde que el BCE puso sobre la mesa un billón de euros. O lo que es lo mismo, una cantidad equivalente al PIB de España, lo que da idea de su tamaño. Otra cosa es que ese dinero llegue a las pymes, toda vez que se han roto los canales de transmisión de la política monetaria.
No hay sólo, sin embargo, razones externas para explicar el cambio de percepción de los inversores extranjeros sobre España. Tambiíén hay razones internas. En primer lugar, la estabilidad política que ofrece un Gobierno con mayoría absoluta (un problema que han sufrido Italia, Grecia o Portugal). Ni el caso Bárcenas ni el proceso independentista catalán han tenido un peso determinante en la percepción sobre España más allá de pequeños movimientos aislados. Tampoco los episodios de descoordinación en el área económica del Gobierno ante la ausencia de un vicepresidente.
Y en segundo lugar, la política de reformas (en especial en todo lo relacionado con el díéficit público) que tanto gusta a los mercados. Simplemente porque saben que una economía más saneada garantiza el cumplimiento de los compromisos de pago, y eso explica que el dinero, que diría Emilio Botín, se pelee por entrar en España. Ahora los mercados tienen seguridad de que cobrarán las rentabilidades prometidas, lo que justifica que la fuga de capitales que se produjo inmediatamente antes de las palabras de Draghi se haya taponado.
Cajas en bancarrota
En este caso, la palabra clave vuelve a ser ‘rescate’, pero restringido al sistema financiero. A los 42.000 millones de euros que vinieron de Europa para salvar a las cajas que entraron en bancarrota hay que sumar los cerca de 50.000 que necesitará la Sareb (y que financia el BCE) para que el ‘banco malo’ pueda digerir el inmenso atracón de ladrillo.
Algo podrá recuperar el sector público, pero una parte se quedará en el camino y tendrá que ser costeada por los contribuyentes, aunque, como sostiene el ministro De Guindos, el saneamiento era una condición necesaria (aunque no suficiente) para recuperar la confianza en la economía española. La expresión, en el fondo, esconde casi toda la estrategia de política económica del Gobierno, que no ha sido otra que lograr que los mercados volvieran a ver a España como un país fiable.
La caída en la segunda recesión, de hecho, tiene mucho que ver con eso. Cuando los inversores en 2011 percibieron que el euro se podía romper, castigaron a los países perifíéricos con especial dureza (salida de capitales), pero cuando observaron que el riesgo era menor, volvieron a invertir. Y eso explica una brutal caída de los diferenciales con Alemania. No sólo en España (235 puntos básicos de prima de riesgo), tambiíén en Grecia (706 puntos), Portugal (425) o Irlanda (180).
El saneamiento financiero, como le gusta recordar al ministro Montoro, se visualiza en un dato. En los años de la expansión crediticia el díéficit de la balanza de pagos llegó a representar el 10% del PIB (unos 100.000 millones de euros), mientras que en 2013 España registrará un superávit exterior equivalente al, 1,9% (Programa de Estabilidad). O lo que es igual, España ya no sólo no tiene que pedir a los mercados dinero (necesidades de financiación), sino que tiene capacidad de financiación (unos 19.000 millones), cifra, en todo caso, todavía muy insuficiente para pinchar la enorme burbuja de deuda externa que se creó en los años del boom.
La Posición de Inversión Internacional (la diferencia entre lo que España invierte en el exterior y lo que le prestan) supone todavía algo más del 90% del PIB, prácticamente el triple de lo que aconsejan los organismos internacionales para que sea sostenible. Lo que significa lisa y llanamente que los agentes económicos (empresas y familias) tendrán que devolver dinero a sus prestamistas durante mucho tiempo. Nada menos que 955.100 millones de euros. El proceso de desapalancamiento será la largo, y eso lastra el consumo privado. Aunque la buena noticia es que, en un contexto de demanda interna extremadamente complejo, las empresas se han volcado en la exportación, lo que hace que el sector exterior haya sido el componente más dinámico.
Un millón menos de empleos
El ajuste de la inversión, en todo caso, ha sido mayúsculo. Y eso explica que la economía real (al contrario que la financiera) no haya despegado en los dos últimos años. Lo que ha sucedido en el mercado laboral lo refleja de manera nítida. Entre otras cosas porque el empleo es un indicador retrasado de actividad, que sólo reacciona cuando los indicadores adelantados son una realidad. Y lo que dice la Encuesta de Población Activa (EPA) es que el último trimestre de 2011, en el momento en que Rajoy entró en la Moncloa, había en España 17,80 millones de ocupados. Hoy, sin embargo, hay 984.000 puestos de trabajo menos, lo que da una idea del colapso que se ha producido en el mercado de trabajo pese a la reforma laboral.
Tanta destrucción de empleo es lo que explica que la tasa de paro se haya disparado hasta el 25,98%, frente al 22,85% que existía al acabar el año 2011. Y eso que se ha producido una fuerte caída de la población activa (-353.000). Si no se hubiera registrado este fenómeno, el aumento del desempleo habría sido mucho mayor. Lo que ha cambiado, sin embargo, es la tendencia a medida que la política de ajustes en el gasto público se ha suavizado y en coherencia con los fortísimos ajustes de plantillas que han hecho las empresas, donde los despidos (globalmente) están a punto de acabar. La mayor parte del ajuste está hecho.
El ritmo de destrucción de empleo (afiliados a la Seguridad Social) en tíérminos anuales se sitúa en el -2.2%, prácticamente la mitad que hace un año, pero todavía por encima del -1,3% que se registró en media anual de 2011. A este ritmo es muy probable que alrededor de la próxima primavera la economía española vuelva a crear puestos de trabajo en tíérminos netos. Pero, hasta entonces, se seguirá destruyendo empleo.
La consecuencia de tan adverso comportamiento del mercado de trabajo no puede ser otra que unos problemas enormes del sector público para equilibrar el gasto. Hasta el punto de que España, pese a los ajustes y la subida de impuestos (IVA, IRPF, IBI…) continúa siendo el país de la UE con mayor díéficit público. Sin duda porque la economía española ha estado en recesión durante nueve trimestres consecutivos, lo nunca visto en su reciente historia económica. El año 2012 se cerró con un desequilibrio presupuestario equivalente al 10,6% del PIB, aunque si se excluyen las ayudas a la banca (que no son recurrentes) se estaría hablando del 6,8%. En todo caso, casi el doble que en la Eurozona, donde se alcanza el 3,7%.
La causa de tan abultado díéficit tiene que ver con el gasto público, que equivale al 47,8%, pero sobre todo con la parquedad a la hora de recaudar pese a la subida de la presión fiscal. La recaudación apenas representa el 37,1% del PIB, lo que significa algo más de nueve puntos menos que en la Eurozona. Es decir, que si el sector público fuera capaz de recaudar lo mismo que en la zona del euro, el díéficit (con el actual nivel de gasto) sería prácticamente inexistente (un 1,5% del PIB), lo que refleja claramente las dificultades para encauzar las cuentas públicas.