E.P.
La Agencia Tributaria, la pieza maestra del Estado para combatir el fraude fiscal, está atravesando un periodo de confusión, según los análisis optimistas, o de caos, de acuerdo con los más realistas, debido a la brusca sustitución de varios altos cargos del organismo público desde que se hizo pública la destitución de Dolores Linares. La jefa adjunta de la oficina tíécnica había rechazado un recurso de la multinacional Cemex, recurso que pretendía anular una sanción de hasta 450 millones por simular píérdidas ficticias para evitar el pago de impuestos. Desde que el nuevo director de la Agencia, Santiago Meníéndez, ocupa el cargo ha sustituido a 9 de los 16 miembros del Comitíé de Dirección de la Agencia, en lo que ya tiene todas las características de una purga política y profesional.
El ministro de Hacienda no contribuye a explicar la situación cuando asegura que los destituidos pertenecían a los equipos del Gobierno anterior. El argumento, que identifica la salida intempestiva de equipos de inspección con cambios directivos rutinarios, es muy díébil. La oleada de dimisiones comenzó cuando Dolores Linares fue sustituida por rechazar el recurso de Cemex; existen indicios suficientes de que altos cargos de la Agencia recomendaron que el recurso fuera admitido; las declaraciones públicas de los dimitidos o destituidos, como la del jefe de la Inspección, Luis Jones, insisten en que la dirección de la Agencia no ha seguido los criterios profesionales en ocasiones clave. Las alusiones al caso de Cemex y Nóos son evidentes.
Estamos ante algo más que un simple relevo de cargos directivos socialistas por otros afines al Gobierno actual. Los responsables de la Agencia, y Cristóbal Montoro en primer lugar, deberían examinar con calma las consecuencias que se derivan de las últimas decisiones de la dirección. Por una parte, dan pie a la sospecha de que altos cargos de la Agencia presionaron, con fines espurios, para anular la sanción de Cemex, en contra de la opinión profesional de los equipos encargados de la inspección de la empresa. Una torpeza que compromete la imagen pública de la Agencia.
Aunque pueda despejarse la sospecha de conducta impropia, quedaría en pie el daño mayor. El equilibrio de poderes dentro de la agencia, establecido para salvaguardar los criterios objetivos de la inspección, se ha roto con las injerencias de los responsables políticos en Cemex y Nóos. Hacienda y la dirección de la Agencia parecen decididos a imponer una estricta política de obediencia entre los inspectores, por encima de cualquier otra consideración.
La crisis de la Agencia ha ido tan lejos —los inspectores responsables de casos importantes consideran que se ha maltratado su profesionalidad— que ya no es posible recuperar la confianza de los ciudadanos solo con decisiones administrativas. Es necesario que el ministro y el director de la Agencia comparezcan en el Parlamento para explicar las causas de la crisis; y sería recomendable que los cargos salientes, bien por destitución, bien por dimisión, den a conocer su versión.