Por... Alfredo Bullard
"Nada ha cambiado desde hace 30 años. Las casas igual de viejas, los pueblos igual de pobres, las caras igual de largas". He escuchado esa frase infinidad de veces; yo era un niño en el asiento trasero del auto. La primera vez no tenía más de seis o siete años y el chofer la repetía una y otra vez, en cada uno de los viajes y en cada viaje en cada uno de los pueblos que atravesábamos.
Estábamos en la Panamericana Norte y era la díécada de los setentas. De esta manera expresaba mi padre, detrás del volante, su sentimiento de pertenencia a una generación frustrada. Frustrada porque en un país olvidado, la gente siente que nadie se acuerda de ella. Yo miraba por la ventana lateral y confirmaba con mis ojos lo que mis oídos escuchaban. La última vez que pintaron esas casas (si alguna vez lo hicieron) debió haber sido hace 30 años. Bodegas pobres vendían gaseositas y chocolates en escaparates cubiertos de polvo, la gente caminaba arrastrando los pies y camiones desvencijados se verían mejor en un museo que atravesando el desierto costeño.
Eran pueblos amargados, de prosperidad esquiva y progreso ausente. Dejaban una sensación polvorienta en todo. No solo no se pintaban las casas, ni siquiera se las limpiaba. El tiempo había, poco a poco, sepultado el orgullo de cada pueblo bajo toneladas de dejadez y uno veía que no había nada (y cuando digo nada quiero decir nada) nuevo. Estaban petrificados en un pasado que anclaba su futuro.
Años despuíés cambiíé mi sitio en el auto, ahora yo era el que conducía en los noventas y mis hijos iban en el asiento posterior. Lo que nos dicen los padres se vuelve verdad, así no lo sea. Y lo repetimos con la seguridad que luego nuestros hijos y nuestros nietos tambiíén lo repetirán: "Nada ha cambiado desde hace 30 años. Las casas igual de viejas, los pueblos igual de pobres, las caras igual de largas". En realidad debería haber dicho 60, sumando a los 30 vividos por mi padre, los 30 que pasaron luego de que escuchíé la frase por primera vez. Pero más de medio siglo ya es muy duro para condenar a un país a la parálisis. Ya no sería un país pasmado, sería un país difunto.
Mis hijos confirmaban, moviendo la cabeza, que lo que veían era lo que escuchaban. Los mismos muros sin pintar, el mismo polvo sin limpiar y las mismas caras sin cambiar. Poco orgullo y mucha dejadez. Mucho pasado y poco futuro.
Hoy (año nuevo del 2014) recorro la misma Panamericana en mis vacaciones, la misma carretera que siempre atravesó pueblos tan inmóviles como sus bermas, y mi hijo menor va en el asiento de atrás. Pero ya no puedo repetir (ni íél escuchar) la misma frase. Mucho ha cambiado desde entonces, demasiado. Viejas casas han abierto el paso a nuevas. Muchas de las viejas que quedan están pintadas y la agroindustria replica en el desierto las mismas imágenes que años atrás envidiaba cuando viajaba por la costa chilena llena de ordenados verdes enclaustrados en cercos bonitos y modernos.
Camiones más grandes y modernos han ido remplazando a los destartalados y la misma Panamericana está creciendo, engordando, siendo cada vez menos trocha y más autopista. Pueblos grandes como Chimbote, Trujillo, Chiclayo o Piura comienzan a parecer más ciudades. Centros comerciales, supermercados, fast foods y hasta cines (virtualmente extintos en provincias) proliferan llenos de vida y de gente.
No síé si será sueño, ilusión óptica o simple efecto de lo real maravilloso latinoamericano, pero me parece que las personas sonríen más, caminan más rápido y se visten con ropas más nuevas y coloridas. Quizás no saben quiíén, pero sienten que alguien se acordó de ellos.
Hay mucho que hacer. Estamos lejos de ser lo que podemos ser, pero la carretera que atraviesa la provincia costera está lejos de ser la misma que era ayer. Hoy se puede viajar por la Panamericana con la esperanza de que tus hijos descubrirán cosas nuevas en el próximo viaje.