Por... Isaac Katz
La semana pasada el INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía) dio a conocer las cifras al cuarto trimestre del año pasado del índice Global de Productividad Laboral estimado con base en horas trabajadas. Los resultados son bastante malos. Respecto del cuarto trimestre del 2012, el índice de productividad agregada cayó en 1,8%, mientras que por sectores, en el primario se incrementó en 0,7%, en el secundario disminuyó en 4,3% (con una caída de 2,5% en la construcción y de 0,5% en la industria manufactura) y, finalmente, en el sector terciario, el índice se redujo en 1,2%. Con cifras desestacionalizadas, este índice ha venido cayendo desde el segundo trimestre del 2013.
Por otra parte, la empresa de consultoría McKinsey, en un estudio titulado "A tale of two Mexicos: Growth and prosperity in a two-speed economy" (en inglíés), presenta que la tasa promedio anual de crecimiento del valor agregado por trabajador empleado entre 1999 y 2009, cayó en las empresas con 10 o menos empleados en 6,5%, aumentó en 1% en las empresas con entre 11 y 500 empleados y, para las empresas con más de 500 empleados, se incrementó en promedio en 5,8%.
El crecimiento de cualquier economía se deriva, principalmente, de tres fuentes: una acumulación de capital derivado de la inversión en infraestructura, planta, maquinaria y equipo, una mayor cantidad de trabajadores y del capital humano que estos posean y de un incremento en la productividad de los factores de la producción, la productividad factorial total que se deriva de una mayor eficiencia en la producción y, de manera crucial, de un sostenido progreso tecnológico. El muy magro crecimiento que la economía mexicana ha experimentado durante las últimas tres díécadas, con el PIB por habitante prácticamente estancado, se explica solamente por la acumulación de los factores de la producción; la productividad factorial total ha, por el contrario, diminuido.
Es claro que el arreglo institucional bajo el cual se desenvuelve la actividad empresarial en Míéxico está muy lejano del óptimo, uno que permita el crecimiento de las empresas, uno que incentive la adopción de tecnologías más modernas de producción. De acuerdo al Censo Económico 2009, el 94,7% de las empresas en nuestro país tenían 10 o menos empleados, aportando únicamente el 2,3% del total de remuneraciones pagadas, mientras que las empresas con más de 100 trabajadores representaron en 0,4% del total pero las remuneraciones pagadas a sus trabajadores representaron el 66,1% del total (supongo que las cifras del censo 2014 no serán significativamente diferentes).
Crear una empresa, que íésta opere legalmente (que estíé registrada en el Servicio de Administración Tributaria y en el Instituto Mexicano del Seguro Social) y que posteriormente crezca es extremadamente costoso, derivado de una excesiva regulación (que da lugar a una tambiíén excesiva corrupción), un sistema tributario deficientemente diseñado y un sistema de seguridad social que funciona como un impuesto al trabajo formal; de ahí que la mayor parte de los establecimientos en Míéxico operen en la ilegalidad, eufemísticamente llamadas informales. Las principales características de estas empresas son: muy pocos empleados (menos de 10) para evitar ser fiscalizadas, principalmente por el IMSS; operan con tecnología obsoleta; y, nunca logran generar, por su mismo tamaño, economías a escala. El resultado es, obviamente, una muy baja productividad y prácticamente nada de aportación al valor agregado de la economía y al crecimiento. Que casi 95% de las empresas de este país sean así, explica porquíé la productividad factorial total simplemente no aumenta.
O se reducen las barreras para la legalización y crecimiento de las empresas o Míéxico seguirá experimentando un mediocre crecimiento, a pesar de las grandes reformas.
Este artículo fue publicado originalmente en Asuntos Capitales (Míéxico) el 4 de abril de 2014.