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Autor Tema: El gran escape…  (Leído 149 veces)

OCIN

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El gran escape…
« en: Septiembre 17, 2014, 10:35:05 pm »
Por…  Angus Deaton



En un proceso que empezó hace algunos 250 años, gran parte de la humanidad ha logrado superar la pobreza más absoluta y la muerte prematura que caracterizó su existencia durante miles de años. En su nuevo libro, El gran escape: Salud, riqueza, y los orí­genes de la desigualdad (The Great Escape: Health, Wealth, and the Origins of Inequality), Angus Deaton, el Profesor Dwight D. Eisenhower de Asuntos Económicos e Internacionales en la Universidad de Princeton, explica por quíé estamos viviendo vidas más largas y saludables. En un foro de Cato en diciembre de 2013, íél describió cómo, al mismo tiempo, ese progreso ha creado desigualdades que pueden tener impactos tanto positivos como negativos.

ANGUS DEATON: El tí­tulo de mi libro está basado en una metáfora de la pelí­cula de Steve McQueen llamada “El gran escape”. Para aquellos de ustedes que no se la han visto, la pelí­cula está basada en la historia real de personas que escaparon de un campo para prisioneros de guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Básicamente, los protagonistas cavaron túneles debajo del campo y cerca de doscientas personas escaparon a travíés de estos túneles. Por supuesto que no todos lograron escapar así­ que muchas personas se quedaron atrás y esto creó mucha desigualdad.

A lo largo de la historia, los más importantes episodios de progreso humano han sido lo que yo denomino “los grandes escapes”. Las dimensiones más obvias son los escapes de la destitución material, de la mala salud, y de la muerte prematura. Me enfoco principalmente en la salud y en la riqueza, pero vale la pena mencionar que hay muchos otros ejemplos.

Hoy, por ejemplo, hay más personas viviendo bajo una democracia que nunca antes. Hay enormes reducciones a gran escala en la violencia alrededor del mundo y a lo largo de los siglos, las cuales contribuyen considerablemente al bienestar humano. Hemos visto aumentos gigantescos en la educación, particularmente —pero no exclusivamente— entre las mujeres. En muchas partes del mundo, las escuelas a las que ellas asisten dejan mucho que desear. Pero es un buen punto de partida y refleja una tendencia que es relativamente nueva. Finalmente argumento que las mejoras en la apreciación que la gente tiene de sus vidas tambiíén han acompañado este progreso. En resumen, la gente sabe que sus vidas son mejores y se lo contarán.

Ahora, tal como en la pelí­cula, gran parte de estos episodios solo han permitido que algunos escapen —dejando muchos otros atrás— pero al final del dí­a, esa es la naturaleza del problema. El progreso no se da por igual. En este sentido, es uno de los grandes generadores de desigualdad. Pero es muy difí­cil reprochar este tipo de desigualdad. ¿Por quíé si unos escapan y otros no, serí­a el mundo un peor lugar? En realidad no lo es.

Permí­tame ser claro: hay algunas razones para estar preocupados. Lo que más me preocupa acerca de la desigualdad de ingresos en EE.UU. es que se puede convertir en una desigualdad polí­tica. Si los muy ricos usan su riqueza para influir el proceso polí­tico, entonces el resto de nosotros sufrirá. Ese es el peligro. La gente que goza de buena salud no va a socavar la salud de aquellos que no la tienen. Pero los súper-ricos pueden someter el proceso polí­tico a su beneficio y perjudicarnos al resto de nosotros. Los estudios muestran que los polí­ticos responden mucho más a los constituyentes ricos que a los pobres.

Dicho esto, quisiera dedicar algo de tiempo a discutir nuestros mal concebidos esfuerzos para abordar la desigualdad global. Siendo de Escocia, muchas veces he notado que los europeos suelen tener apreciaciones más positivas acerca de sus gobiernos que los estadounidenses, para quienes son algo común los fracasos y la impopularidad de sus polí­ticos federales, de los gobiernos a nivel de los estados y de las administraciones locales. Aún así­ los gobiernos estadounidenses recaudan impuestos a todo nivel y, en retorno, proveen servicios sin los cuales no podrí­an vivir fácilmente sus vidas. No todos estos servicios son tan buenos como podrí­an ser, ni tampoco son apreciados de igual forma por todos. Pero, en general, los ciudadanos reconocen que estos ayudan a hacer más llevaderas sus vidas. La gente en gran medida paga sus impuestos, y si la forma en que el dinero recaudado es gastado ofende a algunos, se genera un vigoroso debate público, y las elecciones regulares le permiten a la gente alterar sus prioridades.

Todo esto es tan obvio que difí­cilmente necesita ser dicho —al menos para aquellos que viven en paí­ses ricos con gobiernos efectivos. Pero la gran mayorí­a de la población mundial no vive en esos paí­ses. En gran parte de ífrica y Asia, los estados carecen de la capacidad de proveer servicios y protecciones que la gente en paí­ses ricos da por hecho. El contrato entre el Estado y los gobernados —imperfecto en los paí­ses ricos— muchas veces está totalmente ausente en los paí­ses pobres. En gran parte del mundo, por ejemplo, la policí­a abusa de la gente que se supone que debe proteger, extorsionándola en busca de dinero o persiguiíéndolos en virtud de órdenes de patrones poderosos. Incluso en un paí­s de ingreso medio como la India, las escuelas y clí­nicas estatales se enfrentan a un masivo e impune ausentismo.

Los doctores privados le dan a la gente lo que creen que desean —inyecciones, medicina intravenosa y antibióticos— pero el Estado no los regula y muchas veces quienes proveen esta atención carecen totalmente de preparación.

A lo largo del mundo en ví­as de desarrollo, los niños mueren porque nacen en el lugar equivocado —no de enfermedades exóticas e incurables, sino de enfermedades comunes en la infancia que nosotros hemos sabido cómo tratar desde hace casi un siglo. De igual forma, sin capacidad estatal, la regulación y las instituciones para hacer cumplir la ley no funcionan de manera adecuada y los negocios se encuentran en una situación donde se les vuelve difí­cil funcionar. Sin cortes civiles que funcionen de manera adecuada, no hay garantí­a de que los empresarios innovadores podrán tener derecho a las recompensas por sus ideas.

La ausencia de la capacidad estatal es una de los principales factores determinantes de la pobreza y de la privación alrededor del mundo. Sin estados efectivos que trabajen con ciudadanos activos e involucrados, hay poca probabilidad de que se de el crecimiento que se requiere para abolir la pobreza global. Desafortunadamente, los paí­ses ricos del mundo están empeorando las cosas. La ayuda externa socava el desarrollo de la capacidad de los estados locales.

Esto es más obvio en los paí­ses donde el gobierno recibe grandes cantidades de ayuda externa directa. Estos gobiernos no necesitan un contrato con sus ciudadanos, no necesitan de un parlamento ni de un sistema de recaudación tributaria. ¿Por quíé le prestarí­an atención a las necesidades de su propia gente? A los únicos que le tienen que responder es a los donantes. Pero incluso esto falla en la práctica.

Bajo presión de sus propios ciudadanos —que con razón quieren ayudar a los pobres— los paí­ses ricos sienten la necesidad de desembolsar dinero tanto como los gobiernos de los paí­ses pobres desean recibirlo, incluso más. ¿Quíé hay de saltarse a los gobiernos y darle la ayuda directamente a los pobres? Los efectos inmediatos probablemente serán mejores, especialmente en los paí­ses donde poca ayuda externa de gobierno a gobierno de hecho llega a los pobres. Y esto requerirí­a una sorprendentemente pequeña cantidad de dinero —alrededor de 15 centavos de dólar de cada adulto en el mundo rico— para lograr que todos estíén por encima de por lo menos la lí­nea de destitución que se ubica en un dólar al dí­a.

Pero esta no es la solución. Los pobres del mundo no pueden permitir que sus sanidad sea administrada para siempre desde el extranjero. Lo que falta en estos paí­ses no es dinero. La gente pobre necesita un Estado para tener mejores vidas; remover al gobierno de la ecuación puede que mejore las cosas a corto plazo, pero dejarí­a sin resolver el problema subyacente. La ayuda externa está simplemente llena de consecuencias no intencionadas. Socava precisamente lo que la gente pobre más necesita: un Estado efectivo que funcione para ellos hoy y mañana.

En resumen, el mundo es un mejor lugar de lo que solí­a ser, a pesar del hecho de que muchos todaví­a no han logrado el gran escape. ¿Quíé podemos hacer para ayudar a acelerar ese proceso? Una cosa que podemos hacer es presionar a nuestros propios gobiernos para que dejen de hacer esas cosas que dificultan que los paí­ses pobres dejen de ser pobres. Reducir la ayuda externa es una de esas cosas, pero tambiíén lo es limitar el comercio de armas, mejorar las polí­ticas comerciales y de subsidios en los paí­ses ricos, proveer asesorí­a tíécnica que no estíé atada a la ayuda externa, y desarrollar mejores drogas para las enfermedades que no afectan a las personas ricas.

Los paí­ses pobres, al igual que sus contrapartes ricos, necesitan su propio Estado efectivo —no uno que sea concebido para ellos por el resto del mundo. No podemos ayudar a los pobres haciendo de sus Estados díébiles instituciones todaví­a más díébiles.

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