Por… Hernán Bí¼chi
Las cifras conocidas en los últimos días corroboran que Chile entró en una profunda desaceleración económica. El Imacec (Indicador Mensual de Actividad Económica) de julio es el más bajo desde marzo de 2010, cifra afectada por el terremoto del 27 de febrero de ese año. El crecimiento a julio utilizando dicha serie bordea un magro 2%.
Los datos recientes de cuentas nacionales con cifras para el primer semestre muestran un valor tambiíén cercano a dicha cifra, al compararse con el año anterior y un crecimiento menor al 1% en la serie desestacionalizada trimestre a trimestre. La demanda interna refleja caídas tanto en doce meses como en la serie desestacionalizada trimestral por tres trimestres consecutivos.
En el Informe de Política Monetaria (IPoM) de septiembre el Banco Central vuelve a rebajar su estimación de crecimiento para el año a un valor de 1,75 a 2,5% cuando en marzo pronosticaba entre un 3 y 4%. En medio de esta desaceleración la tasa de inflación sigue elevada, alcanzando a agosto un 4,5% en doce meses y proyecta un 4,1% a diciembre. Más allá de los datos coyunturales el Central realiza una nueva estimación de la tendencia de crecimiento de largo plazo, rebajándola en 0,5% dando un nuevo rango de 4% a 4,5%
A pesar de estas cifras y su aparente falta de relevancia para el ciudadano común que probablemente no las conoce, tienen una importancia dramática para la vida diaria. A poco andar se reflejarán en sus opciones de empleo y de ingreso. A modo de ejemplo, las cifras de desempleo en la construcción alcanzan ya 10,4%, la más alta desde 2010.
El Gobierno plantea que esta desaceleración no es atribuible a sus decisiones, sino que es un proceso que venía ocurriendo desde 2013 y que afecta tambiíén a otros países. Más aún, la Presidenta nos informó que lo intuían desde antes de asumir. Si así era, su gobierno está equivocado en creer que las propuestas electorales y su posterior concreción no están teniendo impacto. Si tenía clara la fragilidad de la economía, arriesgó mucho con propuestas radicales de cambio.
Es efectivo que factores del pasado están afectando la evolución de hoy. El ciclo expansivo iniciado con la recuperación del 27-F debía moderarse. El precio del cobre menos espectacular y las dificultades para desarrollar proyectos tienen un efecto. Pero el Gobierno podía cambiar esa realidad incluso antes de asumir a travíés de propuestas que lo corrigieran. Con políticas adecuadas debiera expresarse en plenitud el hecho de que Chile cuenta con buenos recursos cupreros y de infraestructura.
Pero sus propuestas, como la tributaria próxima a publicarse, son negativas para la inversión, el empleo y el ahorro. El Gobierno hace alarde de que, con las modificaciones acordadas, su proyecto —que tenía serios problemas de diseño y operativos— otorgará certezas que debieran afectar positivamente las expectativas. No es posible coincidir con ello. La certeza que hoy existe es que, tributariamente, Chile pasó de ser un país bueno para invertir a uno de los más gravosos y riesgosos en tíérminos de certeza jurídica en este aspecto. Dada su lejanía y lo pequeño de su economía, ello será un lastre permanente y será considerado por los empresarios en sus decisiones diarias. El impacto se sentirá hoy y en el futuro.
Simultáneamente a la tributaria, el Gobierno lanzó su reforma educacional. Se argumenta que las intenciones de mejorar la formación de capital humano influirán a la larga en el progreso y con ello serán un golpe favorable a las expectativas. Desafortunadamente los cambios en educación tienen efectos en la siguiente generación.
El menor dinamismo por las dificultades para invertir y ahorrar lo sentiremos antes, y el círculo vicioso de estancamiento hará utopía las promesas de mejor educación. Pero la situación se agrava porque las propuestas están dirigidas a aplacar ideologías alejadas de la realidad y garantizan que la educación empeorará.
Mejorar la formación de las nuevas generaciones requiere una discusión calmada y para la cual no hay soluciones simples. Dificultar la libre elección, el aporte de los padres o estatizar escuelas no ayuda. Más aún, es un hecho probado que una vez alcanzada la cobertura universal, el solo aumento del gasto no genera beneficios. Un estudio reciente en EE.UU. revela que un aumento a más del doble en el gasto por alumno corregido por inflación no ha ido acompañado por mejoras en rendimiento, sino que estos se han deteriorado.
Por la senda que vamos, publicadas las leyes, tendremos claro que nuestro futuro educacional es aún más dudoso e incierto. Difícilmente generará un incentivo para aportar al país.
No debiera extrañar al Gobierno que con la serie de cambios propuestos aún pendientes —incluso constitucionales— la ciudadanía espere que suceda lo mismo. ¡Las dudas darán paso a la convicción de que hemos dado un gran paso atrás!. El efecto en el mediano plazo será menor progreso —que tal vez al Gobierno no le importe, pues habrá concluido su gestión—, pero tambiíén tendrá como consecuencia que la desaceleración será más larga y pronunciada, y quizá tenga cara de recesión. Como tantas visiones de los 60 que reflotan hoy en el país, quienes plantean que no importa sacrificar el progreso con tal de distribuirlo parecen estar imponiendo su agenda. Si lo logran, el resultado será el mismo que antes, un país más pobre y desigual.
Suerte en sus inversiones…