Por... Lucy Kellaway
Cuando trabajaba en Wall Street a principios de los años 1980, recuerdo ver las filas de hombres de traje sentados en sillas altas leyendo el Wall Street Journal con actitud altanera mientras que hombres en delantales sucios trabajaban afanosos a sus pies.
El jueves pasado, por primera vez en mi vida, acudí a un servicio de lustrado de zapatos. Me sentíé en un banco afuera de St. Mary-le-Bow en Cheapside y un hombre se agachó a mis pies y se puso a trabajar con el betún Kiwi, paños y cepillos.
Nunca se me había ocurrido hacer tal cosa antes. Esto se debe en parte porque no me doy cuenta de los zapatos sucios hasta que están vergonzosamente estropeados, cuando generalmente me dedico a lustrarlos yo misma. Además, hay algo desagradable en la idea de tener a alguien postrado a mis pies.
Cuando trabajaba en Wall Street a principios de los años 1980, recuerdo ver las filas de hombres de traje sentados en sillas altas leyendo el Wall Street Journal con actitud altanera mientras que hombres en delantales sucios trabajaban afanosos a sus pies. Mi alma liberal del norte de Londres siempre se escandalizaba ante tal espectáculo.
Pero sucedió que la semana pasada un colega me dijo que le había lustrado los zapatos un hombre que le dio la impresión de ser uno de los trabajadores más contentos que había conocido en su vida. Intrigada, decidí hacerle una visita.
A principios de semana había estado en una cena de etiqueta y me sentíé al lado de una mujer que tenía un cargo principal en uno de los grandes bancos del distrito financiero de Londres. Le preguntíé si le gustaba ser banquera – y me colmó el oído de desilusión y miseria. Cualquiera que piense en seguir una carrera en los servicios financieros, dijo ella, está totalmente loco.
Primero, el peso de las regulaciones hacía la vida imposible. Entonces estaba la política de la oficina y la interminable necesidad de protagonizar. El sexismo era endíémico. Y la burocracia y la cultura de encubrirse estaban tan atrincheradas que el cambio era imposible. Había ganado suficiente dinero en dos díécadas en el trabajo para nunca tener que trabajar más, y se alegraba de haber dado aviso de su retiro.
Cuando ella comenzó a trabajar en su banco, un joven graduado universitario francíés se apareció en una iglesia apenas 100 yardas (91 metros) de la sede de cristal y marfil donde ella trabajaba y pidió permiso para lustrar zapatos en su patio. Durante casi 20 años ha llegado a las 11:30 a.m. cada día, ha alzado una sombrilla verde, y se ha dedicado a cuidar el cuero de los zapatos de las multitudes del almuerzo en la City of London.
Este trabajo, uno hubiera pensado, debería ser el peor de todos. Lustrar zapatos es lo que hacen los niños de Mumbai cuando han perdido a su padre y necesitan evitar morirse de hambre. Es peor que subir a limpiar una chimenea – esto por lo menos no requiere denigrarse a los pies de otra persona.
Pero Marc cuenta algo diferente. Cuando llegó a Londres a principio de los años 1990 soñaba con trabajar en los medios de comunicación. Pero ya que la empresa donde era pasante no pagaba nada, se pagaba su trabajo lustrando zapatos. Despuíés de cierto tiempo descubrió que la empresa de medios era un embuste; halló mayor satisfacción con una lata de betún y un cepillo.
Mientras frotaba y cepillaba mis cortas botas negras, le preguntíé precisamente quíé era lo que le gustaba tanto de su trabajo. “No tengo que ser brillanteâ€, dijo. “Puedo ser tan tonto como quiera. No estoy aquí para impresionar a nadieâ€.
í‰ste es un punto excelente. Yo paso la mitad de mi vida tratando de impresionar a la gente – y es fatigante. Lo único peor que pretender que uno es brillante es trabajar con personas que lo pretenden más eficientemente que uno. Y eso era con lo que luchaba mi compañera de cena.
Otra cosa buena de su trabajo, íél dijo, era la satisfacción del trabajo mismo. Uno toma un par de zapatos sin vida y ocho minutos despuíés se ven centelleantes. Me relaciono con esto tambiíén. Una de las mejores cosas de ser periodista – al contrario de banquero – es la satisfacción que viene de producir trabajo que es finito y que se puede ver.
En tercer lugar, y probablemente lo más importante de todo, es que lustrar zapatos, en marcado contraste con la banca, les da placer a los clientes. Al salir caminando en mis botas relucientes, me sentí mejor, más inteligente, más en control. Hacer que alguien se sienta bien siempre es una fuente de satisfacción. Es por eso que los peluqueros y cosmetólogos siempre están en posiciones más altas en la lista de profesiones felices que los asesores de gestión y los abogados corporativos. Como periodista, yo tambiíén trato de darles placer a los lectores, pero nunca soy testigo de cómo las personas disfrutan mis artículos. Con la limpieza de zapatos el placer es instantáneo y lo ves delante de tus narices.
En cuarto lugar, la charla es agradable. Según Marc la mayoría de las personas en la City of London están muriíéndose por una buena conversación, y ansiosos de contarle al limpiabotas todo tipo de cosas interesantes – y a veces maliciosas.
Finalmente, íél decide sus propias horas. Por eso íél lustra zapatos a la hora del almuerzo cuando hay mucho negocio, y trabaja de traductor el resto del tiempo. No hay gerentes, no hay política. Lo único mejor de ser banquero es el dinero. Marc cobra ₤4.50 por lustrado (6.92 dólares), lo cual quiere decir que gana alrededor de ₤30 (46.1 dólares) la hora.
No ha ganado lo suficiente para retirarse. Pero no le importa porque en realidad no quiere hacerlo.