Por... Juan Carlos Hidalgo
De visita en Denver, hace una semana, aprovechíé para ir a ver de primera mano la manera en que acabará la guerra contra las drogas. No fui a ADX Florence, prisión de supermáxima seguridad, a dos horas de distancia, donde se encuentran recluidos algunos de los narcos más peligrosos de Amíérica Latina.
Más bien, visitíé un dispensario de marihuana legal en un barrio de la ciudad, ubicado junto a restaurantes, tiendas de mascotas y librerías.
La experiencia fue tan cotidiana que cuesta creer que en nuestros países llevemos díécadas desangrándonos por evitar lo que ahí ocurre. Tras constatar que teníamos más de 21 años, nos pasaron al interior del local donde esperamos en un sillón a que un representante nos atendiera. En los estantes relucían diferentes productos a base de cannabis: siropes, galletas, gomitas, aceites y, por supuesto, múltiples presentaciones de hierba. Un menú describía las propiedades recreativas y medicinales de las distintas variedades de marihuana. La clientela iba y venía tranquila como en cualquier otro negocio.
En el 2012, los estados de Colorado y Washington legalizaron la marihuana para fines recreativos vía referendo. Ya que los primeros dispensarios en Colorado abrieron sus puertas en enero del 2014, aún es temprano para establecer patrones a largo plazo sobre consumo y crimen. No obstante, la medida mantiene altos niveles de popularidad: una encuesta reciente muestra que la apoya un 55% de los votantes.
El mayor impacto se ha sentido en las arcas del gobierno estatal. En el último año fiscal se recaudaron $70 millones en impuestos sobre la marihuana, y parte de esos recursos se invirtió en campañas de prevención y educación para jóvenes.
Sin embargo, hay que tener cuidado con los argumentos fiscalistas a favor de la legalización. Los impuestos sobre los productos cannábicos son altos (27,9%), lo cual hace que la marihuana legal sea más cara que la ilegal. No sorprende, entonces, que continúe existiendo un gran mercado negro, que se calcula en un 41% de la demanda.
Pero más allá de algunos ajustes que probablemente requiera la ley, en Denver pude ver cómo opera una política que no criminaliza a las personas por su preferencia o dependencia a una sustancia, que recurre al mercado para disminuir las ganancias —y el poderío— del crimen organizado y que respeta la libertad de los individuos. Atestigí¼íé, en suma, una alternativa sensata a la absurda guerra contra las drogas.