Por... Lucy Kellaway
¿Cuál es la propiedad más valiosa que uno posee?
Si asumimos la pregunta en tíérminos monetarios, la respuesta probablemente es nuestro hogar. Igualmente, se podría decir que es nuestra salud, nuestra familia, nuestro tiempo — o mente. Sin embargo, según un nuevo libro por Carmine Gallo, experiodista, la propiedad más valiosa no es ninguna de estas cosas. Es nuestra historia personal.
Las historias pertenecen a las novelas, no al mundo corporativo
Hasta a los matemáticos y los científicos se les insta ahora a que presenten su trabajo como una historia. Lo más absurdo de todo es que ahora esta locura se ha propagado entre los auditores.
Aunque tengo el mayor respeto por mi propia historia, ya que la utilizo con bastante frecuencia en mis columnas, verla como mi propiedad más valiosa es una idiotez. Muestra que la moda de contar historias ha ido demasiado lejos.
Escribí por primera vez sobre esta moda hace una díécada. Recuerdo ridiculizar a una estadounidense inocente que había escrito un libro, ‘Around the Corporate Campfire’, en el cual ella instaba a las personas a “desarrollar historias incandescentes, basadas en valores que se puedan propagarse rápidamente como un incendio forestal y las impulsen hacia su visiónâ€.
Ella tenía razón sobre la propagación del fuego. En realidad, la fogata corporativa se ha propagado tan peligrosamente que es hora de llamar a los bomberos.
Algo síé sobre las historias ya que soy una narradora profesional. Es decir, soy periodista, y lo que producimos son relatos e historias. Pero ahora todo el mundo es narrador. Los doctores ya no existen sólo para diagnosticar tumores cerebrales; se supone que tambiíén desarrollen historias. Igual en el caso de los arquitectos. Esto me irrita personalmente, ya que vivo en una casa diseñada por un arquitecto visionario que gotea cada vez que llueve, haciíéndome añorar un menor enfoque en los relatos, y más en diseñar estructuras impermeables.
Hasta a los matemáticos y los científicos se les insta ahora a que presenten su trabajo como una historia. Lo más absurdo de todo es que ahora esta locura se ha propagado entre los auditores.
El director de Recursos Humanos en KPMG reciíén escribió un blog en el cual íél describe con orgullo la “iniciativa de mayor propósito†de su firma — que ha resultado en que los empleados envíen 42,000 historias personales sobre cómo están cambiando el mundo. Se podría decir que esto es enternecedor, aunque ya que KPMG fue la firma que hizo las auditorías de HBOS, Countrywide Financial y Quindell, uno se preocupa si se están distrayendo del menor propósito de hacer su trabajo diario competentemente.
Pero lo que más me angustia es que algunos novelistas de gran renombre están apoyando la moda. Si unos pocos escritores empobrecidos les sacan plata a corporaciones enloquecidas por las historias, está bien. Pero la semana pasada leí en Fast Company que Mohsin Hamid ha sido nombrado jefe ejecutivo de narración en la consultoría de imagen Wolff Olins. Esto es tan triste como inexplicable.
¿Cómo puede ser que el hombre que escribió el brillante y cómico ‘Cómo hacerse asquerosamente rico en el Asia emergente’, acepte tal pomposo y ridículo título? Los narradores nunca pueden ser jefes de nada, mucho menos funcionarios. No tienen lugar en el mundo corporativo.
Existe una relación inversa entre la frecuencia con la que las empresas hablan de la narración y su competencia lingí¼ística. Los anuncios de empleos rutinariamente especifican “sobresalientes habilidades narrativasâ€, mientras que en LinkedIn una empresa llamada DialogTech busca un jefe de narración que “creará material de mercadotecnia creativo e innovador que resuene con nuestro público objetivo y los compele a comprometerse con nuestras marcas a travíés de múltiples puntos de contactoâ€. ¡Excelente: 14 lugares comunes en una frase!
Las historias en el lugar correcto son algo excelente. La Biblia tiene algunas bastante buenas. Todo periodista sabe que si hay que escribir un artículo aburrido sobre cambios en los impuestos hay que sazonarlo buscando una persona real que se emocione sobre cómo el cambio va a hacer su vida imposible o fantástica.
A todos nos gustan las historias porque nos gusta la emoción, y porque son fáciles de seguir con nuestros atontados cerebros. Animan las cosas. Nos ponen de buen humor. Nos inspiran.
Esto es afirmar lo obvio. No tiene magia alguna. No hay necesidad de una moda — o de Gallo en ‘The Storyteller’s Secret’ — para vendernos teorías tontas sobre como “la narración magistral dispara neuroquímicos en nuestros cerebros que nos hacen prestar atención (hidrocortisona) y sentir empatía (oxitocina)â€.
El problema con las historias es que para tener efecto tienen que ser buenas, y la mayoría de las personas no sirven como narradores. Otro problema es que mientras más interesante sean las historias, menos probabilidad tienen de ser verdad.