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Autor Tema: Que nos pasa cada 7 años.  (Leído 475 veces)

Scientia

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Que nos pasa cada 7 años.
« en: Diciembre 11, 2015, 10:04:15 pm »
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Que nos pasa cada 7 años.

Una formidable experiencia terrenal del yo humano expresado en Septenios

“Los años fluyen en el correr del tiempo,
dejando al hombre los recuerdos,
y en los recuerdos se entretejen para el alma,
el ser y el sentido de la vida.
Vivencia el sentido, confí­a en el Ser
y el Ser cósmico se unirá con el núcleo de tu existencia.”
Rudolf Steiner
Extracto del libro La Tierra como Escuela de Roberto Crottogini La biografí­a humana desde un punto de vista espiritual.
Una formidable experiencia terrenal del yo humano expresado en septenios.
En una biografí­a, el desarrollo de los septenios guarda estrecha relación con la transformación de los cuerpos constitutivos del hombre. De esta manera, estas transformaciones darán origen a las sucesivas etapas biográficas o septenios.
Recordemos que la Antroposofí­a es una cosmovisión del hombre, la cual nos permite conocer cada uno de los cuerpos que lo conforman. Estos cuerpos son:
· Cuerpo fí­sico, es lo que visible y conocido.
· Cuerpo etíérico o vital, impregna el cuerpo fí­sico y le da vida.
· Cuerpo astral o cuerpo de sensaciones, que permite que el hombre sienta.
· Yo o individualidad, aquello que nos hace iníéditos y distintos a todos.
Sobre estos cuatro cuerpos se desarrollan los septenios o la biografí­a humana.
Clasificación de los septenios
Básicamente, podemos hacer una triestructuración:
Septenios del cuerpo Del nacimiento hasta los 21 años
Septenios del alma Desde los 21 años hasta los 42 años
Septenios del espí­ritu
Desde los 42 años hasta los 63 años
Las posibles clasificaciones de las distintas edades de la vida son muchas: en decenios, en septenios; la diferencia radica que, en la Antroposofí­a, estos tiempos no están dados arbitrariamente. El tiempo, que demoran los miembros esenciales en hacer su metamorfosis, es lo que determina esta clasificación en septenios. Aproximadamente, cada siete años se produce la transformación de cada uno de los cuerpos que componen al hombre.
Así­ como los chinos dicen: “Aprender, luchar y ser sabio”; en Antroposofí­a, se habla de:
· maduración fí­sica,
· maduración aní­mica y
· maduración espiritual.
Esto quiere decir que se emplean veintiún años en consolidar la estructura del cuerpo fí­sico.
Los primeros tres septenios se llaman septenios del cuerpo, durante los cuales se producen la mayor cantidad de cambios y dan la fisonomí­a correspondiente a esta etapa. Desde la perspectiva de la organización del cuerpo, del crecimiento de los órganos, hasta los veintiún años, podemos decir que:
Primer Septenio
Desde el nacimiento a 7 años
Cuerpo Fí­sico
Septenios del Cuerpo
Segundo Septenio
Desde 7 años hasta 14 años
Cuerpo Etíérico
Tercer Septenio
Desde 14 años hasta 21 años
Cuerpo Astral
Alrededor de esta edad, el cuerpo deja ya de crecer y comienza una transformación de lo que llamamos el alma, el mundo interior. A los 21 años, se produce el nacimiento del Yo y el cuerpo astral es donde se expresa el Yo. Un niño reciíén nacido no tiene conciencia, tiene conciencia cósmica. El Yo no está totalmente presente; a medida que el niño crece, el Yo se acerca cada vez más.
El septenio central, que transcurre entre los 28 y los 35 años, es el perí­odo donde el Yo está más cerca de la organización fí­sica, perí­odo denominado alma racional. Aquí­, el Yo se refleja con mayor fuerza en la personalidad. La persona privilegia el pensamiento y trae, tambiíén, el reflejo de la individualidad; puede ser el momento de mayor orgullo, de máxima ambición y soberbia.
En el septenio de la maduración fí­sica, desde el nacimiento a los 21 años, el individuo conoce o empieza a conocer la vida; en el septenio de la maduración aní­mica, de 21 a 42 años, el individuo acepta la vida y, en el tercer ciclo, el septenio de la maduración espiritual, de 42 a 63 años, recapitula sobre lo vivido. Teóricamente, esto es lo que va sucediendo, cuando no hay alteraciones en los procesos.
Septenios del Cuerpo
· Primer septenio, desde el nacimiento hasta los 7 años
Cuando es concebido, el hombre como embrión, aún no está organizado, no está constituido por los cuatro cuerpos. En el seno materno, ya es fí­sicamente visible; esto es posible gracias a la ecografí­a. La madre aporta vitalidad y, a medida que se alimenta, forma sustancia viviente. Esto es un milagro, nadie puede hacerlo como quiere y, así­, decimos que la vida no es nuestra sino que recibimos vida.
Tanto el embrión como el niño reciíén nacido no tienen conciencia; el reciíén nacido no sabe quiíén es. En el nacimiento, el hombre no sólo es muy parecido a un animalito sino que es mucho más díébil que cualesquiera de los animales de la creación. Los estudios nos muestran que, desde el momento del nacimiento hasta la manifestación del Yo, el hombre podrí­a funcionar como un animal porque posee sólo tres cuerpos: cuerpo fí­sico, cuerpo etíérico y cuerpo astral. Fí­sicamente, el Yo demora más o menos un año en manifestarse. El hombre sostiene su cabeza a los tres meses; se sienta, a los seis meses; se pone de pie, a los nueve meses y camina, a los doce meses; íésta es la influencia del Yo. Poder caminar significa que la columna vertebral del hombre se yergue como consecuencia de la acción del Yo. Merced a su propio Yo, el hombre puede erguirse y comenzar el trabajo de sostenerse.
Como hemos visto, los cuerpos constitutivos del ser humano no están totalmente formados ni están todos presentes en el momento de nacimiento. Así­, describimos la vida de siete en siete años, ya que íéste es el tiempo que necesitan los cuerpos para madurar. Por lo tanto, cada siete años se producen crisis que generan cambios importantes.
Nuestro primer planteo es determinar quíé pasó en los tres primeros septenios y cómo ellos se reflejarán en el resto de nuestras vidas. Las experiencias por las que atraviesa un ser humano en las primeras etapas de su vida se reflejarán en los últimos años de la misma. Lo importante de este planteo es descubrir los procesos de enfermedad o las situaciones problemáticas que surgen, determinar cuáles son sus raí­ces y tratar de analizar estas cuestiones desde otros puntos de vista, más allá de un enfoque estrictamente psicológico.
Despuíés de nueve meses de embarazo, el niño no está totalmente formado; son necesarios, aproximadamente, treinta y tres meses para hablar de una evolución mí­nima completa. En ese tiempo culmina la formación del sistema nervioso. Todo lo que es normal para un niño antes de los dos años resulta patológico en el adulto: sus reflejos, la circulación sanguí­nea; todo esto necesita una transformación. En los primeros siete años, el niño conforma y consolida su cuerpo fí­sico; a partir de ahora, su cuerpo fí­sico está completo. í‰ste es, además, el septenio durante el cual aparecen las enfermedades infantiles. El niño, al nacer, trae el cuerpo vital de la madre, al cual quemará con las altas temperaturas de las enfermedades infantiles. La fiebre que se manifiesta, en estos primeros años de vida, no tiene nada que ver con la fiebre que se desarrolla en los otros perí­odos de la vida.
Las enfermedades infantiles tienen el propósito de que el niño desarrolle su propio cuerpo vital, a partir de los siete años, abandonando el cuerpo vital donado por su madre. Esto es el principio de su proceso de individualización. Por lo tanto, es importante no interrumpir estas enfermedades cuando aparecen. Entonces, a los siete años se produce una transformación muy importante: el niño ha completado la formación de sus órganos; la formación de su cuerpo. A partir de ahora, las fuerzas que estaban dedicadas al crecimiento se liberan, transformándose en fuerzas delpensamiento; es decir, las fuerzas vitales que ayudaron al crecimiento formarán la conciencia del niño y, desde este momento, podrá pensar. Por esta razón, es muy importante no interrumpir la evolución fí­sica del niño aplicando estas fuerzas del crecimiento al pensar.
Septenios del Cuerpo
· Segundo septenio, desde los 7 a los 14 años
Desde los siete a los catorce años, se desarrolla el septenio del cuerpo vital. Este nuevo nacimiento, invisible para nosotros, está señalado por dos hechos fundamentales:
· se completa el proceso de cambio de dientes
· el sistema nervioso ya está conformado
A partir de los siete años, el niño está más despierto al mundo, ya ha desarrollado su capacidad de aprendizaje y, así­, podrá iniciar su vida escolar. Esto es posible porque las fuerzas formadoras del cuerpo vital o cuerpo etíérico se liberan de la tarea de configurar órganos y sistemas, correspondientes al cuerpo fí­sico, y se transforman en fuerzas de pensamiento
El cuerpo vital es la base del temperamento, razón por la cual el segundo septenio se caracteriza, tambiíén, por la manifestación de los temperamentos. Son cuatro los temperamentos, a saber:
· temperamento melancólico, con preponderancia del cuerpo fí­sico, se expresa en el predominio de los órganos de los sentidos, tendiendo a los sabores ácidos
· temperamento flemático, con preponderancia del cuerpo etíérico, se expresa en el predominio del sistema glandular, tendiendo a los sabores salados
· temperamento sanguí­neo, con preponderancia del cuerpo astral, se expresa en el predominio del sistema nervioso, tendiendo a los sabores dulces
· temperamento colíérico, con preponderancia del Yo, se expresa en el predominio del sistema sanguí­neo, tendiendo a los sabores amargos
El temperamento es una cuestión de destino; es decir, el hombre, a lo largo de su biografí­a, deberá trabajar su temperamento. Cada ser humano tiene, en su interior, los cuatro temperamentos, predominando, en íél, uno de ellos. En el suceder de la vida y con el trabajo del Yo, debiera lograrse la armoní­a de los cuatro temperamentos. Durante el desarrollo de este septenio, el niño tiene la posibilidad de adquirir hábitos, no sólo los hábitos de comer, dormir, sino tambiíén hábitos de conducta, como: no criticar, respetar a los otros, saber perdonar. Por lo tanto, la labor de los educadores, no sólo la de los maestros sino tambiíén la de los padres, adquiere fundamental importancia.
Septenios del Cuerpo
· Tercer septenio, desde los 14 a los 21 años
A los catorce años ha terminado la escolaridad primaria y se prepara para ingresar en uno de los septenios más dramáticos que tendrá que vivir: el tercer septenio, que transcurre entre los catorce y los veintiún años.
A partir de los catorce años, aparecen las formas corporales caracterí­sticas y determinantes de ambos sexos: la menstruación, en las niñas; la aparición del vello; el cambio de voz, en los varones. Algunos hablan de bisexualidad otros de asexualidad; se dirí­a que los sexos se confunden, estableciíéndose amistades muy profundas e í­ntimas entres seres del mismo sexo. Es una etapa durante la cual no hay una clara discriminación sexual.
En el embrión, hasta los dos meses de gestación, están los esbozos genitales del hombre y de la mujer; luego, uno de los sexos se atrofia, desarrollándose el restante. Por lo tanto, venimos de un mundo espiritual en el cual no hay diferenciación sexual. Lo sexual aparece despuíés, en el plano fí­sico. Las fuerzas espirituales son las que promueven el funcionamiento glandular con la secreción hormonal, determinando que ese ser, que ha encarnado, sea hombre o mujer. Por consiguiente, un ser humano, por el hecho de ser mujer, segregará hormonas femeninas y su condición femenina guarda una estrecha relación con las experiencias a desarrollar en su vida terrenal. El código geníético es el resultado del plan que se trae del mundo espiritual, tiene relación con el Yo, con la individualidad, y no con el cuerpo fí­sico. Es el resultado del destino del ser.
Durante este septenio tan difí­cil, se desarrolla el cuerpo astral o cuerpo de sensaciones; es decir, el ser humano comienza a tener nuevos sentimiento y sensaciones. Básicamente, comienza el aprendizaje para quererse o para distinguirse a sí­ mismo. El joven se encuentra inmerso en un mar de sensaciones y, así­, frente al mundo, actuará según su gusto o disgusto; es decir, aparecen las polaridades. El joven de esta edad vive el deseo. A partir de los veintiún años, esta situación se modifica porque nos acercamos al nacimiento del Yo.
Septenios del Alma
· Desde los 21 hasta los 42 años
A partir de los veintiún años, nos acercamos al nacimiento del Yo. Todo este proceso conduce a separar al joven de la madre.
A travíés de las distintas etapas de la vida del niño, la madre lo siente de diferente manera. La madre percibe al niño y ese estar percibiíéndolo es una conexión vital. A los siete años, cuando nace el cuerpo vital del niño, la madre va desconectándose un poco del niño, proceso necesario para su desarrollo y crecimiento. A los catorce años, surge el cuerpo aní­mico del niño y, a partir de este momento, la madre percibe a su hijo de una manera diferente; hasta puede dudar de si ese ser es verdaderamente su hijo. Esta sensación se acrecienta al llegar a los veintiún años, cuando la madre puede sentir que desconoce totalmente al joven que tiene a su lado. Cuando la madre dice conocer mucho a su hijo; en realidad, sólo conoce al embrión de ese ser, conoce los pasos previos necesarios para que ese ser llegue a ser la individualidad que ahora es con sus veintiún años. A partir de este momento, podremos observar quiíén es en verdad la persona que comienza a manifestarse, un personaje que la madre aún no conoce. Los padres, como constituyentes del medio que rodea al niño, influyen pero no pueden conocer los impulsos que reciíén aparecen a los veintiún años. Esto es lo nuevo para cada uno de ellos.
Alrededor de los veintiún años, muchos jóvenes sufren crisis violentas relativas a su propia identidad. Muchos jóvenes sienten que deben liberarse de las imágenes fuertes de su padre o su madre, para lo cual abandonan la casa paterna. En este septenio, la mayorí­a de las personas inicia su carrera profesional, iniciando una etapa de experimentación, una etapa en la cual se adquieren experiencias de vida. Es una etapa de gran creatividad, de una gran satisfacción por vivir y probar todo aquello que fue aprendido, especialmente, en la fase anterior. El joven está ?abierto? hacia su entorno, sus capacidades todaví­a son ilimitadas y, por lo tanto, todo es posible para íél.
El desafí­o que debe enfrentar el joven, en esta etapa de su vida, es tratar de alcanzar el equilibrio interno, su seguridad interna, independientemente del medio que lo rodea.
Estos son los tres septenios centrales de la Biografí­a Humana, aquellos que corresponden a la conformación del alma. Pueden ser descriptos como los septenios de la vida aní­mica ya que, desde los veintiún años, el Yo se hace presente plenamente en la vida de nuestras sensaciones. El alma es nuestro mundo interno al cual sólo nosotros tenemos acceso.
Existen tres niveles en la conformación del alma que llamaremos:
· Alma sensible, se desarrolla entre los veintiún y los veintiocho años;
· Alma racional, se desarrolla entre los veintiocho y los treinta y cinco años;
· Alma consciente, se desarrolla entre los treinta y cinco y los cuarenta y dos años.
Durante el septenio del alma sensible el ser humano comenzará a controlar su vida aní­mica; es el momento del autodominio. Aquellos juicios impregnados de simpatí­a o antipatí­a son tomados con mayor seguridad. El Yo aún no se constituyó en el centro del alma, pero el individuo quiere saber cómo son realmente las cosas, quiere aprender a conocer la vida y el mundo. Busca con empeño una posición en la vida, afirmarse en su trabajo o en su profesión, compartir sus dí­as con alguien y, tambiíén, formar una familia. El joven percibe en sí­ una gran creatividad y satisfacción de vivir. El septenio del alma racional es el centro de la biografí­a y durante el cual el pensar actúa de manera más intensa. Lentamente, el Yo se emancipa del alma, ha disminuido la violencia de los deseos y de los impulsos. Por lo general, el individuo se torna escíéptico y le es muy difí­cil acceder a un pensar que no sea cientí­fico ? racional. Modifica su relación con los otros, ya que terminada la juventud la vida se torna más seria.
Durante el septenio del alma consciente se desarrolla la autoconfianza, lo cual demanda un trabajo de la voluntad. Con este septenio culmina el proceso de maduración del alma humana. A partir de este momento, el individuo siente la exigencia de ser íél mismo; no es ya el simple hecho de hacer y lograr lo correcto sino de hacer y lograr aquello que tenga valor. En el plano fí­sico suele producirse una disminución de la vitalidad y de la capacidad de trabajo; inconvenientes que pueden superarse con el aumento de la autoexigencia, lo cual tendrá un costo en el futuro. Es una etapa en la cual aparece frecuentemente la sensación de vací­o; vací­o que predispone al encuentro consigo mismo. Es un perí­odo de aceptación de sí­ mismo y de los otros, constituyendo un verdadero ejercicio para lograr la autoconfianza.
Septenios del Espí­ritu
· Síéptimo septenio, desde los 42 años a los 49 años
Este septenio, regido por Marte, es el septenio de la acción. Hemos llegao a los 42 años; comienza el desarrollo del espí­ritu. El hombre y la mujer se convierten en principiantes o aprendices, comenzando a recorrer el largo camino del despertar espiritual.
Esta etapa de la vida se caracteriza por la transformación consciente del Cuerpo Astral y no meramente por el hecho de ?haber durado? una cantidad de años a partir del nacimiento fí­sico.
Hay una gran diferencia entre el esfuerzo consciente individual que cada ser humano realiza, en un lapso aproximado de siete años, en beneficio de la transformación de uno de sus miembros esencialres, y la suposición de que cada siete años ocurren o “deben ocurrir” determinados fenómenos en la vida de un individuo.
Si el hombre o la mujer, que se aproximan a esta etapa clave para el desarrollo de sus potencialidades espirituales, no hacen esta transformación sufrirán una gran falencia.
Nos encontramos con que el individuo debe reconocer el comienzo de la declinación fí­sico-biológica, lo cual se puede presentar de distintas maneras:
· Mayor desgaste fí­sico.
· Aumento del cansancio frente a los mismos esfuerzos.
· Aumento de peso, ya que no es posible controlarlo como ocurrí­a con anterioridad.
· Posibilidad de una incipiente caí­da del cabello.
· Notoria disminución de la visión.
· Píéridida de la memoria.
· Decaimiento de las fuerzas vitales.
· Desequilibrios hormonales.
· Tendencia a la sequedad de la piel; por lo tanto, aparecen las arrugas;
· Un elemento infaltable en este perí­odo es la sensaión de vací­o que acompaña a todas estas manifestaciones fí­sicas y aní­micas. Este vací­o, que puede ser vivido como soledad, trata de compensarse con gratificaciones buscadas en el mundo exterior (viajes, cambio de automóvil, de casa y, con frecuencia, cambio de pareja).
No obstante el esfuerzo desmedido para sobreponerse a la disminución de las fuerzas vitales, detrás de este proceso de negación siempre está latente la posibilidad de la depresión / cáncer o de la hiperexcitabilidad / infarto, supeditada al destino individual de la persona. Y así­, una concepción puramente materialista de la vida tornará al hombre o a la mujer en esclavos de la casualidad, el azar, la buena o la mala suerte. Sin embargo, cualquiera sea el concepto de vida que se tenga, a partir del síéptimo septenio el mundo espiritual comenzará a llamar a la puerta y cada vez lo hará con más fuerza.
Lo descripto hasta aquí­, corresponde a costumbres habituales y generales observadas en nuestra sociedad; una sociedad que lucha matenalmente por sobrevivir, muy enejenada de sí­ misma como para poder percibir el llamado del espí­ritu. Pero afortunadamente hay, cada vez más, individuos cuyo Ser interior puede escuchar ese llamado.
El desarrollo social estará directamente relacionado con la elección del camino a seguir: la actitud podrá orientarse hacia fines realmente altruistas o podrá cae en la tentación del uso y del abuso del poder.
En los tres Septenios del Espí­ritu -síéptimo, octavo y noveno- las tareas y las metas deberán estar comprendidas dentro de una cosmovisión total. Ahora, se generarán la humildad, la aceptación y el amor. Las realizaciones deben ser patrimonio del espí­ritu y no meramente de la materia. El trabajo individual se halla en el mundo fí­sico, no podrí­a ser de otro modo ya que somos cuerpos fí­sicos; pero la esenciadel acto de trabajar pertenece a un orden de leyes no materiales. En este septenio es imprescindible armonizarse con las leyes cósmicas.
En este primer septenio de desarrollo espiritual, el alma se pone al servicio del espí­ritu. El alma es lo que nos conecta la mundo fí­sico para que el espí­ritu pueda expresarse. A su vez, el espí­ritu, para poder utilizar el cuerpo necesita necesita sentir y transformar ese cuerpo (el alma) que representa su conexión con el plano fí­sico. Este constituirá el trabajo interior del septenio: la transformación del Cuerpo Astral; es decir, nuestro cuerpo de sensaciones, para permitir el advenimiento del Yo espiritual, el más elevado de nuestros cuerpos suprasensibles.
Septenios del Espí­ritu
· Octavo septenio, desde los 49 años a los 56 años
En plena crisis de los 50, el hombre y la mujer se acercan a los umbrales de un nuevo proceso. Se trata de un fenómeno sociocultural y familiar muy fuerte que determina, drásticamente, la transferencia a otro grupo social: el de la tercera edad, la edad madura o, peor aún, el de la vejez.
En la mujer, el hecho biológico dominante está dado por el cese de su perí­odo menstrual o menopausia. Por supuesto, este proceso será vivenciado individualmente de manera muy diferente según sea su preparación interior y su disposición aní­mico-espiritual. En el caso del hombre, un fenómeno biológico parecido se produce merced a los problemas de la próstata, aunque íéstos no son inexorables en su aparición ni poseen igual jerarquí­a sociocultural que la menopausia.
En la actualidad, se han desarrollado una serie de investigaciones sobre estos temas. Desafortunadamente, gran parte de las conclusiones a las que íéstas arribaron desemboca en alguna sustancia quí­mica que, al emplearla en el organismo humano, reproduce los efectos producidos por la hormona o el neurotransmisor que ha comenzado a declinar naturalmente. Sin embargo, estas ?soluciones parciales para sentirse mejor? y no brindan ninguna respuesta valedera a los interrogantes básicos del hombre y de la mujer de esta edad.
El problema del climaterio masculino y femenino no se resuelve en plano quí­mico-biológico, aún cuando algunas modificaciones, en este sentido, otorguen un alivio pasajero a determinados sí­ntomas. Tampoco es una cuestión estrictamente psicológica. Quiere decir, entonces, que se han dado respuestas al cuerpo fí­sico en el terreno de la bioquí­mica; se ha dado respuesta a una parte del alma en el ámbito de la psicoterapia; pero no hay respuestas para el espí­ritu en el plano trascendente. Y íéste es un trabajo individual, de perseverancia y de elevación de la propia conciencia.
He aquí­, precisamente, lo que se abre para el ser humano tras esta nueva crisis: la íépoca central de los tres Septenios del Espí­ritu. Lo que antes era una insinuación, en este octavo septenio, es una norma. Aquella vaga necesidad de una respuesta espiritual que empezó a ceñir el alma despuíés de los 40, se transforma ahora en una presión constante sobre nuestras actividades cotidianas. Es el reflejo del segundo septenio (7 a 14 años), cuando se consolidaba el incipiente cuerpo etíéreo individual. Así­ como a los 7 años se producí­a el nacimiento del cuerpo etíéreo del hombre, ahora es necesario prepararse para transformar ese cuerpo etíéreo. Sobre la base de aquella estructura, hemos administrado vitalidad al cuerpo fí­sico y hemos adquirido poco a poco los hábitos y las costumbres. Aquí­ debemos recordar que es mucho más difí­cil cambiar un hábito o una costumbre -ámbito del cuerpo etíéreo- que modificar una cualidad aní­mica -ámbito del cuerpo astral-. Es más sencillo revertir una tendencia egoí­sta -cuerpo astral- que el hábito de la crí­tica -cuerpo etíéreo-.
En este octavo septenio se produce la culminación de la reflexión y del pensar, que ya no están exigidos por la acción como en el perí­odo de 42 a 49 años.
Además este es el septenio del desarrollo moral; una verdadera transformación del cuerpo etíéreo trae aparejada una profundización de lo moral. La moral no se fundamenta en sermones, ya que si esto fuera posible no habrí­a inmoralidad sobre la Tierra. Dice Rudolf Steiner: “Saber lo que hay que hacer, lo que es moralmente correcto, es lo que menos importancia tiene en la cuestión moral; lo importante es que existan dentro de nosotros impulsos que, en virtud de su poder interior, de su fuerza interna, se conviertan en actos morales, es decir se proyecten al mundo exterior como realidad moral.”
En estos tres últimos septenios, se hace cada vez más evidente la dualidad del ser humano. Puede manifestarse un hombre con predominio de apetencias y necesidades solamente materiales: es el hombre que “duerme” o que, simplemente, “existe” y para quien la vida es una caja de sorpresas, de casualidades ilimitadas, un continuo esquivar de obstáculos o un aprovechar la ausencia de ellos, sin que despierte en íél la conciencia del aprendizaje que la vida ofrece. Pero tambiíén puede emerger el otro hombre: aquel en el que germinaron las semillas sembradas durante el septenio anterior cuando era un principiante en el camino espiritual y ese proceso lo conduce ahora al despertar de su maestro interior.
En esta pugna es fundamental el trabajo de autoconocimiento desarrollado por cada uno. Ahora ya no importa lo que el hombre quiera realizar sino lo que los otros necesitan de íél. La creatividad se expande con una cosmovisión de la Totalidad. Una nueva filosofí­a de vida se puede instalar y, tambiíén, puede aparecer una nueva concepción del mundo. En este septenio hay dos temas centrales: el despertar del maestro interior y la enseñanza; ambos indisolublemente ligados por su esencia. Ese maestro que ha despertado es el arquetipo de lo humano. Maestro es el que puede cambiar a los otros. Su despertar en nosotros hace verdad la promesa tácita de reunificación, de reencuentro con nosotros mismos. Este maestro ya no es el guí­a sino que es el consejero que da instrucciones para lograr la disciplina interior, a la vez que procura un decidido desarrollo del pensar. Y la consecuencia directa de este despertar permite la posibilidad del enseñar como ideal y de aconsejar con amor.
Septenios del Espí­ritu
· Noveno septenio, desde los 56 a los 63 años
Estamos ahora en el umbral de una nueva crisis muy especial dado el grado de conciencia que puede alcanzar el hombre a esta edad. La crisis puede manifestarse en el ámbito de lo humano y de lo espiritual. En el primer caso, la crisis se puede producir como corolario de una vida poblada de desaciertos o equivocaciones que no han podido ser reparadas. El ámbito de esta manifestación es el referido a los ví­nculos; es decir, la sociedad toda en la que se desarrolla cada biografí­a. Sobrellevar estas situaciones conflictivas suele demandar grandes esfuerzos y, si no se resuelven, una incipiente depresión puede ser la consecuencia.
La crisis espiritual se produce por una apertura de conciencia, por un despertar del espí­ritu que llamamos fase mí­stica de la evolución: el individuo siente un llamado imperativo de ciertos impulsos espirituales que no logra concatenar con la vida llevada hasta es presente. Estos impulsos pueden obedecer a ideales tales como la verdad, la fraternidad, la justicia o la libertad.
A medida que el ser huamno se acerca a las últimas etapas de cada experiencia de vida, las crisis aní­micas debieran ser de menor envergadura mientras crecen en importancia las experiencias vinculadas al mundo trascendente o espiritual. Tarea nada fácil y que supone un sabio desapego del mundo exterior y una marcada inmersión en el mundo interior. El noveno septenio es el indicado para realizar una sí­ntesis de todo lo vivido; tambiíén, es propicio para hacer una sí­ntesis de toda la biografí­a y aprehender con claridad las tres funciones aní­micas: sentir, pensar y actuar.
La comprensión puede llegar a travíés de un trabajo consciente o inconsciente. La comprensión inconsciente se puede lograr a travíés de la propia experiencia vivida y suele ser la más habitual. La comprensiónconsciente, en cambio, exige de la persona una participación activa, una observación atenta del mundo y de sí­ mismo y una concepción integral del hombre. En este noveno septenio es importante que el hombre aprenda a tomar clara conciencia de estas actividades esenciales del alma.
El pensamiento sirve para captar los conceptos y relacionarlos. Es una actividad subjetiva que tiene por objeto una realidad objetiva. El propio pensar es una actividad espiritual por excelencia por la que el hombre participa de una realidad inmaterial: el mundo de los conceptos. El hombre los capta, no los produce. Cuando se llega a ciertos niveles de interiorización nos damos cuenta de la poca importancia que tiene la necesidad de refutar a nuestro interlocutor con el mezquino deseo de afirmar nuestra personalidad. Y así­ como tratamos de penetrar el mundo espiritual de los conceptos a travíés del pensar, así­ debemos conocer quíé es el sentir en nosotros. En esta etapa tenemos que tener muy clara la diferencia entre lo que pensamos y lo que sentimos; debemos descubrir cuándo un deseo latente impulsa la construcción de un juicio para justificarlo. A esta edad, tanto los deseos como las pasiones, deben ser metamorfoseadas en sentimientos nobles y elevados. Lo mezquino deberá ser desplazado por sentimientos altruí­stas (alter = otro). En este septenio es muy importante la luz que emana de un ideal, como la verdad o la libertad, para que el ser humano sea guiado y logre desarrollar a pleno las grandes metas humanas que viven impresas en su espí­ritu.
Si el hombre tiene clara conciencia del pensar y del sentir, le resultará más sencillo cómo debe actuar, cómo debe ser usada su voluntad, en este tramo de la biografí­a signado especialmente por la realización. Pero, ¿quíé es la voluntad? Es una fuerza que anida en las profundidades inconscientes del alma. Es la fuerza de la acción, es el acto volitivo.
Podemos identificar a la voluntad a medida que se expresa en los miembros esenciales del ser humano. Su primera expresión la denominamos instinto y opera en el ámbito del Cuerpo Fí­sico haciíéndose cargo de los impulsos vitales (crecimiento, alimentación y reproducción) y, así­, fue caracterizada en el primer septenio. Cuando esta fuerza es penetrada por el Cuerpo Etíérico, se convierte en apetito o impulso. La acción repetida del impulso genera el hábito. En el segundo septenio, es cuando su acción se manifiesta con claridad; pero es, en el tercer septenio, cuando se hace consciente al establecer contacto con el Cuerpo Astraltransformándose en deseo.
Cuando esta fuerza de lo volitivo entra en el dominio del Yo, se transforma en motivo, ocupando los tres septenios centrales, los septenios del alma. Y, aquí­, se establece una clara diferncia con lo animal: tanto el hombre como el animal pueden tener deseos, pero sólo el hombre puede tener motivos. De ahí­ en más, en los septenios del espí­ritu, la voluntad adquiere connotaciones elevadas de acuerdo con el nivel que alcance cada uno de los gíérmenes superiores del Yo:
· Aspiración, en el nivel del Yo Espiritual (síéptimo septenio)
· Propósito, en el nivel del Espí­ritu Vital (octavo septenio)
· Resolución, en el nivel del Hombre Espí­ritu (noveno septenio)
Como corolario de la conciencia de las funciones aní­micas a desarrollar, en este septenio, repetimos que la comprensión del pensar, del sentir y del actuar, puede ser fruto de un trabajo inconsciente o consciente. Hacer el trabajo plenamente consciente nos impulsará de lleno a penetrar el conocimiento de los mundo superiores.
Este septenio está regido por Saturno; lo dominante es la resolución que se expresa a travíés de la realización. La realización es la fuerza para que el Yo pueda hacer lo que el espí­ritu quiere en mí­; es la realización del acto, la posibilidad de realizar por sí­ mismo.
La forma fí­sica, que surgí­a en el primer septenio, es vivida ahora espiritualmente. Las que antes eran fuerzas creadoras, ahora se transforman en fuerzas de la conciencia. Ya hemos dicho que, detrás del aspecto fí­sico visible, conformado por la sustancia, se entretejen las fuerzas espirituales propias de la materia integradas en el Cuerpo Etíéreo, en el Cuerpo Astral y en la organización del Yo. Y, así­, el cuerpo fí­sico se transforma en un verdadero recíéptaculo de fuerzas espirituales. Por supuesto que la percepción de esta metamorfosis de fuerzas dependerá del desarrollo espiritual alcazado por cada persona.
La presenilidad, posible en este septenio, puede acompañarse con problemas de salud, fí­sicos o psí­quicos. Si estos se hacen presentes y el individuo no ha hecho un trabajo de apertura espiritual, es muy fácil que toda su atención se centre en sí­ mismo, tornándose egoí­sta, perdiíéndose para sí­ y para el mundo. Este tipo de situaciones inhiben las posibilidades de percepción espiritual y el hombre se encamina hacia un verdadero proceso de deterioro y esclerosis psicofí­sica. La vivencia de la muerte es muy clara, lo cual lleva a una nueva crisis. Aparece otra depresión: la de la vejez. Una adecuada transformación de la fuerzas fí­sicas en fuerzas de la conciencia es una buena prevención para este tipo de depresiones.
En este noveno septenio, se establece una conexión con el primero; hay una iluminación de la vida infantil y una reconciliación con todas sus manifestaciones. Si el hombre o la mujer del noveno septenio no fueron buenos padres o madres, pueden descubrir ahora, como abuelos o abuelas, las delicias de esta etapa de la vida.
Los septenios y sus transformaciones
Los tres primeros septenios (septenios del cuerpo), desde el nacimiento hasta los veintiún años, se reflejarán en los tres septenios de la madurez. Este será un reflejo consciente; es decir, aquí­ comienza a actuar la conciencia que la persona pone en marcha para que se produzcan determinados cambios en ella.
Así­ como a los catorce años comienza la menstruación, a los cuarenta y nueve años comienza la menopausia.
Así­ como a los catorce años, aní­micamente, el joven compite, el varón y la mujer se diferencian y los grupos que forman se destruyen entre sí­; a partir de los cuarenta y dos años, las personas tienen, en general, otra manera de relacionarse, tienden a formar comunidades y trabajar con ideales comunes.
Así­ como a los catorce años, comienza la vida sexual; a los cuarenta y dos años, puede empezar a caducar el interíés por la sexualidad, a caducar con un sentido de transformación.
A los catorce años, todo lo relacionado con el cuerpo tiene enorme importancia, mientras que, a partir de los cuarenta y dos años, este interíés se transforma en algo que podemos llamar espiritual y comienza a plantearse el tema de la muerte.
A partir de los cuarenta y dos años, aparecen crisis que pueden ser fí­sico – aní­micas. Una crisis fí­sica consiste en sentir que el cuerpo fí­sico ya no responde como antes y, en este caso, la persona puede reaccionar de dos maneras:
· luchando contra esta situación, pudiendo matarse en el esfuerzo.
· aceptando lo que le ocurre y, así­, adoptar una nueva actitud frente a la vida. En este caso,
surgirán las necesidades espirituales.
El septenio de los cuarenta y nueve a los cincuenta y seis años tiene como espejo el septenio de los siete a los catorce años.
Así­ como a los siete años el niño comienza su escolaridad; a partir de los cuarenta y nueve años el ser humano necesita enseñar, se transforma en maestro. Esta es una necesidad vital; el ser humano necesita ser escuchado, necesita transmitir algo, en suma, necesita dar.
Así­ como entre los siete y los catorce años empiezan los hábitos; entre los cuarenta y nueve y los cincuenta y seis años será muy importante trabajar sobre los hábitos adquiridos, ya que, en este septenio, se desarrolla una fuerza que nos permite cambiar nuestros hábitos. En el último septenio, entre los cincuenta y seis y los sesenta y tres años, se producen alteraciones sobre todo en lo que respecta a la memoria. Es muy común que las personas de esta edad olviden hechos recientes; sin embargo, están revitalizando hechos que ocurrieron entre el nacimiento y los siete años, hechos que se recuerdan con gran claridad.
A partir de los cuarenta y dos años y a lo largo de los septenios que siguen es muy importante recuperar las vivencias infantiles, no sólo recuperarlas sino revitalizarlas y transformarlas. Una caracterí­stica de la niñez es el asombro, así­ como tambiíén el egoí­smo. Por lo tanto, en esta etapa de nuestras vidas es ideal percibir la necesidad del otro, desarrollar nuestra capacidad para escucharlo y, de este modo, lograr el asombro. Precisamente, gracias a estas vivencias el mundo se desplegará ante nosotros y podremos transformar el egoí­smo infantil en la capacidad para reconocer al otro.
A partir de los cuarenta y dos años es fundamental comenzar un trabajo constante con el desapego y con el perdón. El desapego cobrará una importancia cada vez mayor a medida que pasan los años ya que con el paso del tiempo la persona tiene menos necesidades materiales. El desapego constituye una muy buena señal en el camino de la evolución personal.
El trabajo con el perdón es mucho más difí­cil y requiere una preparación espiritual.
Trabajo espiritual para los Septenios del Espí­ritu
Existen cinco cualidades que se manifiestan en una evolución sana de un proceso biográfico de madurez, ancianidad y muerte. Estas son: unicidad, desapego, amor al prójimo, agradecimiento y perdón.
La sensación de unicidad ocupa el centro del alma del hombre y de allí­ se desprenden las otras cuatro caracterí­sticas. La idea de que la unicidad ocupa el centro del alma ha surgido al observar que, cuando la persona llega a experimentarla, las otras cualidades pueden ser alcanzadas sin dificultad. Ocupar el centro significa que la persona se siente ubicada allí­ reiteradamente y hace de esto un aspecto central de su vida.
Al hablar de la sensación de unicidad nos referimos a esa especial sensación de unidad con el Todo. Pero, ¿quíé es el Todo? En realidad, no hay conceptos que puedan definirlo, ya que en el caso de lograrlo, lo definido dejarí­a de serlo; simplemente, el Todo Es.
Las personas, que han hecho abandono de su cuerpo fí­sico en una situación de extremo riesgo, como un accidente o una operación quirúrgica, describen lasensación de unicidad como la sensación de no poseer un cuerpo y, a la vez, de sentirse parte del Universo. El cuerpo es el Cosmos mismo y la sensación de unicidad se manifiesta con la esencia de las cosas y no con las cosas en sí­. Las cosas del mundo fí­sico se vivencian como una consolidación material de aquella esencia. Sin embargo, no es una fusión cósmica con píérdida de conciencia; siempre existe la conciencia de sí­ mismo participando y gozando de esta experiencia iníédita.
Cuando la experiencia cesa y se retorna al cuerpo, por lo general, se duda de lo vivido, ya que el imperio de los sentidos y nuestro condicionamiento cultural no dejan resquicios para experiencias suprasensibles. Pero lo más valioso de estas experiencias es el cambio de vida de quienes las han vivido y su necesidad de conocimiento acerca de los mundos espirituales.
Existe otra forma de acercarse a esta sensación de unicidad y es la que verdaderamente interesa en todo proceso biográfico. No se manifiesta bruscamente y no posee ni la fuerza ni la intensidad de las experiencias relatadas por las personas que atravesaron por dichas situaciones de extremo riesgo. Es un proceso que se instala lentamente, a partir de la cuarta díécada de la vida, debiendo ser cultivado cuidadosamente. En este caso, si la persona abre sus sentidos a esta nueva sensación de unicidad, decidiíéndose a profundizarla conscientemente, se habrá iniciado el verdadero camino del principiante que aspira a la fraternidad y unidad en el camino espiritual. Para este proceso son de gran ayuda la meditación diaria y la observación constante de sí­ mismo. De esta manera, es posible romper con la esclavitud de la conciencia de vigilia y apreciar la causalidad.
Al tomar conciencia de esta causalidad, que obra en nuestra existencia, nos preparamos para abordar el concepto de karma. Sólo así­, la vida adquiere sentido como escuela y cada tropiezo será bienvenido por el mensaje que encierra. Todo hecho deberá relacionarse con la causalidad y el orden universal y, así­, la persona logrará instalarse, poco a poco, en la sensación de unicidad emergente. Más aún, todo conocimiento adquirido debe apuntar a la unión con el Todo y aquel conocimiento antiguo deberá ser reformulado en relación con la Totalidad.
Cuando este estado de unicidad ocupa el centro del alma se percibe una agradable sensación de paz y un germinar de sentimientos serenos de amor y fraternidad universal.
Estas sensaciones de unidad y de paz interior suelen despertar el desapego. ¿Quíé es el desapego?
· Es un cambio de valores.
· Es la transformación de valores materiales en valores espirituales.
· Es un valor que está en el centro, equidistando entre la posesión y la indiferencia.
El verdadero despego produce una sensación de paz y esta misma sensación lo incentiva. La actitud de desapego estimula en la persona la alegrí­a de descubrir que necesita cada vez menos para estar cada vez mejor. Desapegarse no significa no tener, significa no depender de lo que se tiene. Los valores materiales susceptibles de ser trabajados internamente como actitud de desapego abarcan todos los sbjetos fí­sicos que nos rodean, desde los más insignificantes hasta los más grandes. Mucho más difí­ciles de ser abandonados son los valores aní­micos, porque son más sutiles y están menos expuestos al campo iluminado de nuestra conciencia; por ejemplo, los roles que ejercemos diariamente, el prestigio alcanzado o el manejo del poder.
Las razones espirituales del desapego son casi obvias: la conciencia superior sabe de lo efí­mero de la existencia fí­sica; basta elevarse a otro nivel de conciencia para que el desapego del mundo fí­sico se constituya en un hecho lógico y necesario. Desde el punto de vista de la conciencia de vigilia u objetiva, hay un solo acontecimiento en la vida que no resiste la menor objeción por parte de la razón, esto es la muerte del cuerpo fí­sico. Es muy comprensible, entonces, que a partir de la segunda mitad de la vida esta tremenda verdad humana cobre fuerza inconscientemente en el alma. Todo desapego del mundo de los sentidos, antes de enfrentar la muerte fí­sica, facilitará enormemente el tránsito hacia el otro plano de conciencia y permitirá, en futuras encarnaciones, disfrutar serenamente del proceso tan temido.
La sensación de unicidad y la actitud de desapego confluyen en un sentimiento muy elevado el amor al prójimo.
“Amarás al Señor, tu Señor, y al prójimo como a ti mismo” encierra una verdad oculta: el re-conocimiento de la Divinidad en el otro así­ como en nosotros mismos. Reconocer a Dios en el otro y en nosotros sólo es posible merced a una profunda devoción y reverencia que despierta en el hombre la emanación divina que vive en su Espí­ritu.
El amor al prójimo se cultiva y crece. Es un largo camino que parte del egoí­smo para llegar al altruí­smo, al otro. Desde un punto de vista es un proceso que, por un lado, recibe aportes de la unicidad y del desapego y, por otro lado, del agradecimiento y del perdón. Es una sensación que se instala en nuestro Ser y se manifiesta como sensibilidad ante la necesidad ajena. Cuando esta sensibilidad se expande en el alma, se expresa en el mundo como acto de generosidad.
La sensación de amor al prójimo siempre despierta un sentimiento de sana alegrí­a, un verdadero bálsamo aní­mico-espiritual.
¿Y quíé podemos decir del agradecimiento y del perdón?
El agradecimiento es una sensación muy poco cultivada en el alma humana. El agradecimiento nace de los hechos más insignificantes, como respirar, caminar conscientemente, oir el canto de un pájaro, presenciar una puesta de sol, recostarse sobre el tronco de un árbol o acariciar a un animalito. Todo esto despierta un sentimiento de amor y fraternidad universal que incentiva el amor al prójimo, pudiendo trascenderse lo humano para llegar a lo divino.
El perdón provoca una sensación de benevolencia. Si analizamos el vocablo en detalle nos encontramos que la palabra perdón se compone de una preposición inseparable: per, que rrefuerza su significado y de un verbo que tiene una profunda sognificación en sí­ mismo como acción de desprendimiento y entrega, donar. Sin embargo, en el mismo vocablo permanece en silencio otro significado el de don. El sentido de la donación es el de la dádiva u ofrenda, como así­ tambiíén es una cualidad del ser huamno. Por lo tanto, el perdón es una verdadera cualidad del hombre que le permite desprenderse tanto de objetos materiales como del orgullo personal; desapego, para ofrecer una dádiva; amor al prójimo, que estimula en el espí­ritu la sensación de agradecimiento que lo une con el Todo, unicidad.
Aquí­ hablamos del perdón como una actitud del alma en relación con el mundo; una actitud libre que, en cada momento, podemos elegir asumir o rechazar. La actitud interior de perdonar encierra un doble aspecto: aní­mico y espiritual. En el aspecto aní­mico produce un alivio y una liberación, es un desprenderse de algo que a su vez nos mantení­a atrapados y esclavizados. Nos desprendemos de sentimientos tales como odio, humillación, dolor.
En el aspecto espiritual, el trabajo consciente del perdón nos abre las puertas del aprendizaje, nos torna flexibles y compresivos con respecto a la naturaleza humana. Es un excelente instrumento para cincelar aspectos oscuros del alma y nos abre el camino a la indulgencia y la compasión. La compasión se apoya en la humildad y es el profundo sentimiento de amor cristiano hacia el semejante, sin guardar relación con el sentimiento de lástima.
Saber que el otro es nuestro espejo, que los mismos errores que hoy criticamos fueron nuestras equivocaciones ayer, que en nuestro corazón y en el de nuestros semejantes brilla la misma luz, es suficiente para que se agigante el sentimiento de unicidad y amor al prójimo. Por estos motivos, los tres septenios de Espí­ritu constituyen, en cada encarnación, la oportunidad de que el Yo evolucione un poco más para acercarse a sus verdaderas metas espirituales.
Por lo tanto, el perdón es una verdadera cualidad del hombre que le permite desprenderse tanto de objetos materiales como del orgullo personal; desapego, para ofrecer una dádiva;amor al prójimo, que estimula en el espí­ritu la sensación de agradecimiento que lo une con el Todo, unicidad.
La Vida continúa: ¿ancianidad o vejez?
A partir del noveno septenio (63 años en adelante) comienza una etapa signada por una nueva polaridad: el predominio de las tribulaciones fí­sicas y aní­micas donde “todo duele o molesta” o la aparición del sol de la sabidurí­a donde el agradecimiento a la Vida preside todos nuestros actos.
Es una etapa difí­cil, pero no imposible, para introducir cambios sustanciales en la propia vida. La muerte del cuerpo fí­sico constituye un hito cercano; se puede optar entre la añoranza de la lozaní­a perdida ( himno a la decreptitud) o expandir la conciencia más allá del destino final de dicho cuerpo (himno al Amor). De nosotros depende seguir el camino de la ancianidad o la vejez.
El diccionario de la Real Academia presenta a los dos conceptos (ancianidad y vejez) como sinónimos, pero ofrece algunos ejemplos sutiles que llevan a la reflexión.
Lo obvio es, en este caso, tambiíén significativo: Anciano (letra A) figura al comienzo y Viejo (letra V) al final.
La palabra “anciano” deriva de “ante”, y ya se utilizaba a mediados del siglo XIII; otros sinónimos que aparecen son “patriarca” y “abuelo”, los cuales transmiten en sí­ mismos una sensación de ancianidad sabia y respetable.
Por su parte, la palabra “viejo” ostenta tambiíén algunos sinónimos tales como “deslucido” y “estropeado por el uso”, que hacen innecesario agregar comentario alguno. Etimológicamente deriva del vocablo “vetus”, y su evolución fue la siguiente:
En el siglo X