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Autor Tema: Druidas, la casta sagrada de los celtas  (Leído 604 veces)

Scientia

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Druidas, la casta sagrada de los celtas
« en: Agosto 30, 2016, 08:01:50 pm »
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Druidas, la casta sagrada de los celtas


Si hay una figura genuina del pueblo celta y que representaba su forma de vida ancestral era la del druida. Su inconfundible imagen de blanco inmaculado en la mitad de un bosque hací­a aflorar la curiosidad de los griegos y el temor en los romanos. Pero, ¿eran simplemente unos chamanes locos adoradores del roble? Pues la verdad es que no, los druidas influí­an mucho más en la vida de los que les rodeaban, pues su palabra era casi sagrada entre los suyos. Sus obligaciones iban mucho más a allá que realizar ritos en lo más profundo de los bosques europeos.

Las fuentes clásicas de las que disponemos son básicamente griegas y romanas, apareciendo por primera vez en textos de Aristóteles. Pero no serí­a hasta el siglo II a.c. que empezarí­an a ser descritos con más asiduidad en obras latinas. No obstante debemos suponer que íéstos “hombres santos” tuvieron un papel destacado en el pueblo celta desde las migraciones de pueblos indoeuropeos, de donde se ramificaron por la mayor parte del viejo continente en la edad del hierro.

No serí­a hasta siglos más tarde que el aumento de población y la consiguiente expansión territorial llevara a los celtas ante las fronteras de las civilizaciones mediterráneas. Al no utilizar la escritura como tradición y conservación de su historia, las costumbres de los celtas fueron descritas por sus vecinos del sur que, como enemigos habituales tendí­an a tergiversar o a exagerar sus actos (siempre dependiendo del autor, claro está).

Incluso el mismo origen de la palabra druida no está claro. Los historiadores antiguos asociaban la palabra druida con el tíérmino griego “drus” (roble), con lo que se podí­a traducir como “los hombres del roble”. Aunque tambiíén existe la posibilidad que sea una modificación de la palabra celta dru-wid-es, que significa “los muy sabios”. Esta última puede que sea más precisa porque se sabe que el tíérmino druida no es una traducción al griego sino que ellos se llamaban así­ mismos con ese nombre.

Normalmente se piensa que los druidas se dedicaban básicamente a interpretar los designios de los dioses y hacer sacrificios en los lugares sagrados celtas. Pero simplemente era una de sus obligaciones. Los druidas eran una casta social, y como tal tení­an un estatus dentro de la tribu muy definido, siendo sin duda la más importante.

Ilustración de un druida en su entorno habitual.
Ilustración de un druida en su entorno habitual.

Los druidas eran sacerdotes, sí­, pero tambiíén jueces, míédicos, profesores, consejeros de guerra, ayudantes polí­ticos. Su influencia se extendí­a por todos los ámbitos de la vida celta, y ni si quiera un rey podí­a negarse a sus veredictos como juez.

Para acceder a este nivel, cualquiera que lo deseara podrí­a presentarse para formarse como druida, pero la preparación era tan dura que sólo una pequeña parte conseguí­a su objetivo. Para que os hagáis una idea el aspirante debí­a consagrarse desde bien joven a una exhaustiva educación que podí­a durar hasta más de veinte años. Y no es de extrañar, pues sobre sus hombros residí­a la responsabilidad de salvaguardar todo el saber de su pueblo, literalmente. El “sabio” debí­a memorizar más de 350 historias que aglutinaban las sagas mitológicas y tambiíén las que tení­an un trasfondo histórico real. Para ello utilizaban recursos mnemotíécnicos como canciones y poesí­as, de hecho, los famosos bardos se podí­an encasillar en la casta druí­dica junto con los vates, que eran una especie de augures que adivinaban el porvenir y el designio de los dioses.

La adivinación podí­a conseguirse de diferentes formas dependiendo del asunto a vaticinar o si se le preguntaba directamente a una deidad. Las constelaciones y las estrellas eran un recurso habitual pero tambiíén podí­an hacerlo en las entrañas de los animales sacrificados, de una forma muy parecida a griegos y romanos en este aspecto.

Sin embargo la forma más sagrada y la más temible tambiíén era la de los sacrificios humanos. Un ejemplo lo encontramos en la fiesta de equinoccio de primavera, cuando se sacrificaba en algún lugar sagrado del bosque (arboleda, cueva o manantial) la vida de un joven sano y fuerte. Este “elegido” habí­a vivido durante el último año a cuerpo de rey, preparando su alma para que al año siguiente la cosecha y por lo tanto la vida de la tribu estuviera asegurada.

Y es que en el mundo celta todo giraba alrededor de la naturaleza, y los druidas conocí­an muy bien lo mucho que influí­a íésta en su vida cotidiana. Sabí­an del efecto de la luna en las mareas, la influencia del ciclo estacional en las cosechas y como predecir con exactitud la llegada de cada estación.

Prácticamente cualquier capricho de la naturaleza era sagrado para ellos, sobre todo las grutas que parecí­an surgir de la nada o los robledales más viejos del bosque del cual cortaban el poderoso muíérdago con una pequeña hoz de oro.

Sabí­an de las propiedades de las plantas y lo curativas o dañinas que estas podí­an ser. Tomaban de la naturaleza lo que necesitaban pero siempre con respeto y cautela, pues eran muy conscientes que la vida forma parte de un ciclo que no debí­an romper para sobrevivir.

De este conocimiento del entorno que les rodeaba adquirieron gran maestrí­a como sanadores, llegando a ser elogiados por autores romanos como por ejemplo Plinio. Aunque los celtas achacaban los males del cuerpo a maldiciones o castigos sobrenaturales, intentaban poner remedio a estos con tíécnicas muy avanzadas para la íépoca. Se han llegado a encontrar cráneos a los que se les habí­a practicado la trepanación y el afectado habí­a sobrevivido a la intervención. Tambiíén se les atribuye otras cirugí­as como cesáreas o extirpaciones de tumores.

Por supuesto la intervención quirúrgica era la última opción, antes de tomar esa medida los druidas desplegaban una baterí­a de remedios que se basaban en tratamientos medicinales con plantas (infusiones, emplastes), sangrí­as y conjuros destinados a mantener el equilibrio entre cuerpo y mente.

Una de las facetas menos conocidas de estos antiguos sabios es la de juez. No se sabe a ciencia cierta cómo realizaban sus juicios, si estos eran dirigidos por ellos o el caso en concreto se presentaba ante el noble o rey de turno y despuíés de la exposición íéste pedí­a consejo a su druida. La cuestión es que cuando el druida tomaba una decisión ni siquiera el rey podí­a cambiar su veredicto, quien osara a no cumplirlo se le excluí­a de la participación en los sacrificios, para ellos el peor de los castigos y deshonra.

Aunque no participaban directamente en la polí­tica interna de la tribu podí­an ejercer de emisarios o embajadores a otras tribus o pueblos, lo cual es lógico pues se trataba de los más cultos entre los celtas y normalmente conocí­an varias lenguas en las que expresarse. El propio Julio Cíésar relata en su De Bello Gallico como un druida llamado Diviciaco viajó a Roma para pedir ayuda a los latinos contra los secuanos, que eran aliados del germano Ariovisto.

Los lugares sagrados como las arboledas eran zona de culto para los celtas.
Los lugares sagrados como las arboledas eran zona de culto para los celtas.

La guerra tampoco les era ajena, aunque no tení­an la obligación de participar en los conflictos como el resto de los hombres de la tribu. Simplemente se trataba de otra disciplina más de la que aprender y poner en práctica cuando se tení­a ocasión. De nuevo Cíésar nos da el ejemplo de Diviciaco que, aparte de su función como druida tambiíén comandaba una unidad de caballerí­a portando un escudo, una espada y dos lanzas.

Como muchos de vosotros ya sabíéis, la mujer tení­a una posición preponderante en la cultura celta, sobre todo si la comparamos con las civilizaciones griega y romana donde su papel quedaba relegado a señora de la casa y poco más. Por lo tanto no era de extrañar encontrar mujeres en la orden druida. Estas mujeres eran conocidas como dryades y eran muy apreciadas por sus conocimientos incluso comparado con sus homónimos masculinos, pues el hecho de otorgar la vida era muy importante para los celtas. Se conservan textos irlandeses del medievo que explicaban las tres fases que las dryades debí­an pasar hasta llegar al nivel más alto.

La primera fase era una especie de noviciado en el que se tení­an que dedicar exclusivamente al aprendizaje en cuerpo y alma. Debí­an permanecer cíélibes en esta primera fase para mantenerse “puras”. En la segunda fase podí­an contraer nupcias, pero su deber las obligaba a seguir apartadas del poblado pudiendo acudir a su marido en ocasiones contadas para ejercer sus obligaciones maritales. Y en la tercera, una vez conseguido el saber necesario, serí­an libres de vagar por donde quisieran ejerciendo su posición como cualquier otro druida.

La casta druí­dica normalmente está asociada a la zona de la antigua Galia y Britania, siendo estos dos lugares los que se han documentado en textos antiguos y unas pocas inscripciones votivas. Pero últimamente se baraja la posibilidad de que en la pení­nsula ibíérica tambiíén existiera una casta parecida con obligaciones semejantes, pero probablemente se les conocí­a con otro nombre y vestirí­an otro atuendo diferente al blanco obligatorio de los pueblos celtas del norte. Se baraja tambiíén la posibilidad de que este puesto fuera algo temporal y no a “tiempo completo” como en la Galia o Britania, siendo más común la figura de la dryade en el norte de la pení­nsula.

Con la expansión primero de la república y más tarde del imperio los druidas abandonaron el continente para recluirse en Britania a la espera de tiempos mejores. Pero la persecución de los romanos a esta casta fue implacable (ciertamente los latinos temí­an a los druidas), hasta que Agrí­cola tomó al asalto la isla de Mona, situada en la costa galesa. Los pocos druidas que sobrevivieron migraron al norte, a la única parte de la isla que no estaba sometida al imperio.

Con el cristianismo sus enseñanzas y sagas se fueron perdiendo en el tiempo hasta casi desaparecer. Paradójicamente fueron los monjes irlandeses descendientes de los antiguos celtas quienes recuperaron parte de su historia y la plasmaron en libros, mostrándonos un esbozo de estos curiosos personajes tan importantes para los suyos en la antigí¼edad. Pero bueno eso como ya sabríéis, es otra historia.

Bibliografí­a y fuentes:

Cayo Julio Cíésar, “De Bello Gallico”.

Estrabón, “Geografí­a”.

Arturo Sánchez Sanz, “Druidas y dryades en la sociedad celta”