Por... Carlos Ruperto Fermín
Desde que el verbo se hizo carne, la evolución fue el camino predilecto de la Humanidad. Las tribus, las civilizaciones y las sociedades, buscaban con desesperación el desarrollo técnico, científico e intelectual, para vencer el salvaje instinto animal del colonialismo, y agraciar el ecuánime proverbio existencial de las metrópolis.
Cazar, matar y vivir, para alimentar la esperanza de sueños, promesas y fortalezas, que encontraban en la inteligencia de la naturaleza, una tierra fértil para sembrar las primeras huellas de la suprema territorialidad, que jamás se confundía con las renovadas huellas del peligroso terrorismo.
La piel y los huesos de nuestros ancestros, olfateaban el descomunal arrebato de una cadena evolutiva en apogeo, que utilizaba la sabiduría celestial del sol y de la luna, para seguir tallando las piedras con el metal fundido, y para continuar fundiendo el metal con esas piedras preciosas.
Poco a poco, las luciérnagas buscaban el arte de la iluminación. Homo rudolfensis, Homo ergaster, Homo erectus.
Poco a poco, los caballeros ganaban el arte de la gallardía. Homo floresiensis, Homo neanderthalensis, Homo sapiens.
Todos concentraron sus fuerzas físicas y sus poderes espirituales, para que la historia de aprendizaje floreciera a dos pasos agigantados, que fosilizaron la irracionalidad de los colosales dinosaurios, y que estudiaron el origen de las diminutas bacterias.
La electricidad, el telégrafo, la penicilina, el disco láser, las guitarras, los satélites, el fonoautógrafo y las aeronaves, nos demostraron que los cerebros podían celebrar la victoria del progreso, y podían erradicar el libertinaje de la guerra, de los tanques, de las bombas, de los relámpagos y de los cohetes.
Tras sorprendernos por nuestra inagotable capacidad de invención, llegó un maldito punto de inflexión en el corazón de la raza humana, que amenazaba con vivir de los prodigiosos esfuerzos del pasado, para convertir los rojizos combustibles del contaminado presente, en una conformista solución al triste futuro por recorrer.
El pan y circo que trajo consigo el proceso de industrialización global, justificaba conllevar un estilo de vida totalmente nauseabundo, donde la mediocridad social que exhibía el furioso proletariado, era la mejor respuesta cognitiva del cuerpo y del alma, para drenar todas las frustraciones y todos los abusos laborales, que los asalariados sufrían por culpa de un infernal sistema capitalista.
En un abrir y cerrar de ojos, la brecha evolutiva se transformó en una acelerada máquina de involución, que intoxicaba las neuronas de los individuos y violentaba la razón del pueblo, gracias al sagrado veneno de una endemoniada enfermedad llamada Transculturación, que convertía el sabor de las hamburguesas en billetes de lotería.
Las cervezas y sus borracheras, los eructos y sus flatulencias, los gritos y sus promiscuidades, los balones y sus futbolistas, los toros y sus cobardes, los elefantes y sus mantequillas, los caudillos y sus dictaduras, las mujeres y sus bikinis, los ateos y sus traiciones, los hermanos y sus hijastros, las mentiras y sus verdades.
Una magnífica ignorancia arruinaba el clamor de los viajes astrales, y el gen de la sensatez se transmutaba en un simbolismo de estupidez, donde todos podíamos maldecir el trineo de Santa Claus, sin miedo de perder el bonito regalo de la chimenea.
En pleno siglo XXI, cada segundo se escucha el metafórico llanto de una nueva criatura, que luego de yacer nueve meses en absoluta oscuridad, tuvo que ver la luz de un Mundo ahogado en la sobrepoblación, en el egoísmo, y en el consumismo.
Ese niño tiene nombre y apellido, pero no tiene rostro sano. Esa niña sabe leer y escribir, pero no tiene acento ortográfico. Esos niños y esas niñas tienen familia y familiares, pero no tienen un dulce hogar.
Desempolvando la arcaica rueda de la fortuna, encontré un divertido videojuego para la consola PlayStation llamado “Pepsiman”, que tiene como protagonista a la mascota oficial en Japón de la bebida gaseosa Pepsi, siendo un alocado y musculoso superhéroe que deberá utilizar todas sus habilidades, para socorrer a los fanáticos que desde Tokio hasta Nueva York, mueren por saciar la sed con una chispeante Pepsi.
El videojuego inicia con la reproducción de una escena callejera pregrabada, donde vemos al típico estereotipo del hombre tonto, gordo y adicto a la comida chatarra, quien se detiene frente a una máquina dispensadora de refrescos Pepsi, esperando calmar su ansiedad por consumir más bebidas azucaradas, pero sin saber que su terrible adicción por beber una Pepsi, lo atraparía dentro de la humillante historia virtual.
La tarea principal de Pepsiman, es correr como un loco por las calles, mientras atrapa todas las latas de Pepsi que circundan el camino. Su adicción por el clásico refresco estadounidense, hará que Pepsiman abuse de su suerte y arriesgue su propia vida, para no perder el sabor de una simple lata de Pepsi.
En su desesperado intento por recuperar las ochocientas latas, Pepsiman asumirá el riesgo de ser atropellado por camiones, de ser aplastado por pesados tractores, de ser ensuciado por kilos de basura doméstica, de ser quemado por el fuego de un incendio, de ser corneado por un mamífero, y hasta de ser triturado por compuertas eléctricas.
Pepsiman deberá saltar sobre barriles, deberá saltar sobre tuberías, deberá saltar sobre azoteas, deberá saltar sobre motocicletas, y deberá saltar sobre troncos de madera, para coger en el menor tiempo posible, todas las irresistibles y metalizadas latas de Pepsi.
La gran misión de Pepsiman será llegar vivito y coleando, hasta el final de las cuatro etapas del videojuego, donde se ubican las máquinas dispensadoras de refrescos Pepsi. Allí encontrará a una genial muchedumbre que aplaudirá su vertiginosa hazaña, que premiará su asombrosa valentía, y que lo invitará a seguir progresando en su absurda aventura.
Sabemos que Pepsiman obtiene la energía y la adrenalina necesaria para cumplir las misiones, bebiendo todo el contenido líquido de una refrescante lata de Pepsi, que incluye: ácido fosfórico, benzoato de sodio, acesulfame de potasio, agua carbonatada, color caramelo y cafeína.
Sin embargo, es consabido que la ingesta de las tradicionales bebidas azucaradas, no te ayuda a lucir unos espectaculares bíceps y tríceps como los de Pepsiman.
Por el contrario, la bebida gaseosa Pepsi está llena de sustancias químicas, que destruyen el sistema inmunológico, bloquean el aparato digestivo y afectan la salud cardiovascular del organismo, deteriorando el funcionamiento de los riñones, del páncreas, del colon, de la vesícula, del hígado y del intestino, por lo que generan en los consumidores una serie de enfermedades como: la diabetes, la obesidad, la insuficiencia renal, la hiperglucemia, la gastroenteritis, la osteoporosis, la taquicardia, las fístulas anales, los tumores malignos, y las jaquecas.
Me pregunto cuántos de nosotros vivimos la vida como Pepsiman. Me pregunto cuántos de nosotros corremos como locos por las calles, solo para conseguir el placebo de metas frívolas y mundanas. Me pregunto cuántos de nosotros sufrimos la misma histeria colectiva, que produce Pepsiman en el obtuso discernir de sus fanáticos.
A medida que Pepsiman avanza en las cuatro etapas, seguiremos observando el comportamiento del hombre tonto y gordo, que conocimos desde la apertura del videojuego. Ese personaje de origen 100% americano, vive echado como un animal en el sofá de su casa, y se atreve a lucir una bonita camiseta que dice: “Otro día en el paraíso”.
El hombre tonto y gordo ocupa su tiempo viendo la televisión, rascándose la barriga, riéndose como un demente, comiendo como un cerdo sus papas fritas y pizzas, gritando un cúmulo de sandeces, y pataleando sobre el cojín.
A lo largo del videojuego, Pepsiman escuchará los reclamos de los bomberos, policías y aeronautas, que confían en su intercesión para resolver los problemas. Mientras que el inconsciente hombre tonto y obseso, se obsesiona conscientemente con sus latas de Pepsi, y por costumbre las transforma en un motivo de religión.
Cuando concluye el apasionante videojuego, se nos informa que Pepsiman logró esquivar todos los obstáculos, pudo saciar la sed de todos sus queridos fanáticos, y alcanzó superar todas las misiones con éxito.
También descubrimos que fue tan grande el éxtasis emocional del hombre tonto y gordo, que no pudo observar la asquerosa realidad que estaba enfrentando.
Vimos que su casa era un tremendo nido de suciedad, lleno de latas de Pepsi que cubrían todos los rincones del domicilio. Finalmente, el hombre tonto y gordo decidió eructar sus gases estomacales, para satisfacer a su ego y consumir una nueva Pepsi.
Pero el hombre tonto y gordo, bebió tantos refrescos de Pepsi, que tuvo que ir corriendo hasta el baño de su casa, para expulsar rápidamente la orina y las heces fecales.
El videojuego se despide con la imagen en primer plano de una lata de Pepsi, mientras escuchamos el clásico sonido del retrete descargado, que sin lugar a dudas, encaja a la perfección con el simbolismo de la decadencia social actual.
Me pregunto cuántos de nosotros vendemos la dignidad, para gozar otro fascinante día en el paraíso. Me pregunto cuántos de nosotros vendemos la dignidad, para escuchar el famoso sonido de un inodoro descargado. Me pregunto cuántos de nosotros vendemos la dignidad, para eructar todos los cochinos gases en un calientito sofá.
El videojuego “Pepsiman” fue comercializado a finales del siglo XX, específicamente en el año de 1999, siendo un profético ejemplo de la crisis del siglo XXI.
Aunque los japoneses quisieron parodiar el estilo de vida de los americanos, por medio de un videojuego que glorificaba la clásica estupidez americana, es importante destacar que la mediocridad mental del superhéroe Pepsiman, refleja una idiosincrasia que ya rompió las fronteras norteamericanas, y que actualmente se halla esparcida en Japón, en Australia, en Sudáfrica, en Portugal, en España, en Brasil, en Venezuela, en Argentina, y en cualquier suburbio geográfico del sacudido planeta Tierra.
La excéntrica vulgaridad del hombre Pepsi, es un espejo retrógrado de la involución de la Humanidad.
El hombre Pepsi es perezoso, holgazán y tramposo. Siempre anda apurado, nervioso y descontrolado. No comprende, no analiza, no reflexiona.
Aunque el hombre Pepsi está plagado de vicios y antivalores, increíblemente, es objeto de culto para todas las ovejas que huelen su trasero.
Los malos son superhéroes, y los buenos son antihéroes.
Según las sagradas páginas del diccionario, la cultura es el conjunto de conocimientos adquiridos por una persona o grupo social, que permite desarrollar el juicio crítico.
Estamos viviendo dentro de la cultura del Hombre Pepsi. Una cultura que siempre festeja tu analfabetismo, si tienes el caballo de un impresionante Ferrari. Una cultura que siempre festeja tu hipocresía, si tienes una poderosa tarjeta de crédito. Una cultura que siempre festeja tu halitosis, si tienes el aliento para resistir el santísimo orgasmo.
Bailar reguetón sin preservativos, escupir en la iglesia como un puerco, ver pornografía sin lavarse los genitales, rascarse el culo por capricho, llenarse de caries los amarillentos dientes, masturbarse con una sensual pierna, fumar el tabaco que toda la gente fuma, reprobar el año escolar por flojera, golpear al hijo como golpeaba el padre, comprar las noticias de la desinformación, y drogar el astuto cántico de los pájaros.
En el entorno irreal de los videojuegos computarizados, Pepsiman es un verdadero superhéroe para los jugadores. En el entorno real de las carreteras asfaltadas, Pepsiman también es un superhéroe para todos los ciudadanos.
El hombre Pepsi es un dios que se puede ver, que se puede tocar, y a quien se le puede rezar. Muy distinto a los dioses que castigan sin dar las caras, y que ofrecen la compasiva eternidad de las galaxias, cuando ya estamos sepultados cuatro metros bajo tierra.
Suciedad. Rebeldía. Fanatismo. Simplismo. Perversión.
Así es la sofisticada cultura del hombre Pepsi, y todos queremos pertenecer a su bella multiculturalidad, porque mientras más seguidores tengamos en nuestras redes sociales, pues más populares serán nuestros muros de soledad, nuestros perfiles de delincuencia, y nuestras fotografías de miseria.
Vemos que el hombre Pepsi del siglo XXI, es incapaz de reciclar los desechos sólidos, es incapaz de ahorrar un litro de agua potable, es incapaz de disminuir el consumo de energía eléctrica, es incapaz de rescatar a los perros de la calle, es incapaz de tocar el clarinete bajo la lluvia, y es simplemente incapaz de ser capaz.
Yo sé que te enamoraste del hombre Pepsi, y su incapacidad es una romántica noche de terciopelos, para los millones de imitadores que copian y pegan su vagabundería.
Todos queremos conseguir el amor eterno en la vida, pero dígame cuál es el precio que ostenta ese bendito amor.
Amor es comprarte una joya en una joyería, amor es regalarte un viaje a bordo de un crucero, amor es beber oro en una discoteca, amor es medir el tamaño de las cosas.
Dígame cuánto dinero hay que pagar para conseguir amor eterno. Dígame cuántas rosas hay que comprar para cuidar ese amor eterno. Dígame cuántos chocolates hay que robar para santificar el amor eterno.
Esa persona con quien compartes la cama, realmente no te quiere, solo quiere tu dinero.
Esa persona que besas hasta ya no respirar, realmente no te quiere, solo quiere tu dinero.
Esa persona que vive perdonando tus pecados, realmente no te quiere, solo quiere tu dinero.
Nos usamos los unos a los otros, simplemente nos usamos.
La prostitución es la fórmula secreta del hombre Pepsi. Siempre se prostituye a los pies de la corrupción, del narcisismo, de la politiquería, de la codicia y del vandalismo.
Me pregunto cuánto dinero gastamos diariamente, para comprar el sabor de las bebidas azucaradas como Pepsi, sabiendo que frente a las máquinas dispensadoras de los refrescos, hay miles de compatriotas latinoamericanos que sufren el sinsabor de la pobreza.
El hombre Pepsi odia la cultura de la paz, no soporta la cultura de la solidaridad, y vomita la cultura del perdón.
El hombre Pepsi ama la cultura de la moda, idolatra la cultura del sofá, y defiende la cultura del descarte.
Es un cretino tan despiadado como los cuellos clericales romanos, que siempre critican con la lengua del domingo, pero nunca construyen con las manos del lunes.
Por desgracia, todos los días el hombre Pepsi recibe más pulgares levantados. Es un santo cuya festividad se celebra los 365 días del año, y cuyo legado gozará de monumentos alegóricos a su divino sacrificio.
El árbol genealógico de la especie humana, fue abruptamente talado por el cancerígeno hombre Pepsi. Un falso profeta que superó la materia gris de Einstein, Edison y Tesla, porque fue privilegiado con el don de la publicidad, para vivir un día contigo y un día conmigo.
No sabemos quién suplantará el imperio del hombre Pepsi. Las páginas del Universo son un tétrico misterio. Pero todos sabemos que las plumas del destino, ya no pueden tolerar tantas lágrimas de indiferencia.
Y no es necesario que corras como un loco para salvarte, porque en el infierno hay suficiente espacio, para caminar bien despacio y en silencio.
Jeremías siempre tuvo la razón. Violencia y destrucción.