Por... Alfredo Apilánez
Crack del 29: tempestades de acero
Según relata el ilustre economista John Kenneth Galbraith en su trepidante historia de la Gran Depresión, en agosto de 1929, dos meses antes del estrepitoso crack de la bolsa neoyorquina, fue recibida con gran alborozo la noticia de la instalación de emisoras de radio en los trasatlánticos que surcaban el océano. El milagro tecnológico evitaba a los especuladores de Wall Street sufrir la ansiedad generada por no poder operar en el desquiciado parqué neoyorquino durante los interminables seis o siete días que duraba el viaje a Europa. Un poeta anónimo celebró así la prolongación del festín bursátil al puente del trasatlántico en alta mar:’ Nos apiñábamos dentro de la cabina observando las cifras sobre el tablero; era medianoche en el océano y una tempestad rugía amenazadora’.
Noventa años después, esta extraordinaria revolución en las comunicaciones no deja de producir una sonrisa. Como refiere un artículo reciente: “¿Cuántas cosas puede hacer una persona durante un parpadeo? Muy pocas. Pues bien, en el mercado hay margen para hacer casi 50.000 operaciones en el lapso de tiempo que se tarda en abrir y cerrar los ojos. El uso de potentes ordenadores basados en programas algorítmicos permite escupir miles de órdenes de compra y venta en microsegundos. Este tipo de estrategia, conocida como ‘comercio de alta frecuencia’, supone ya más del 50% del volumen de la negociación diaria en Wall Street. Con cada movimiento, su objetivo es ganar 0,001 euros…Un martillo pilón con el que hacer dinero si se acierta con el modelo”. Tal abismo tecnológico pareciera imposibilitar el establecimiento de arriesgadas analogías entre las dos épocas. O quizás no sea así y, por debajo de las apariencias, haya tal vez notables similitudes entre el pujante fordismo de la belle époque y el capitalismo cognitivo de las plataformas y startups de nuestros días.
“Muchas cosas iban mal, pero el desastre parece haberse debido principalmente a tres causas: la pésima distribución de la renta -el 5 por ciento de la población con rentas más altas recibió aproximadamente la tercera parte de toda la renta personal de la nación-; la desastrosa estructura bancaria, constitutivamente frágil y excesivamente apalancada y especulativa y, last but not least, los míseros conocimientos de economía de la época que, por apego a los viejos dogmas del laissez faire, maniataron cualquier posibilidad de una política activa. El temor de una fantasmagórica inflación fortaleció los llamamientos en favor de un presupuesto equilibrado y la negativa a intervenir del gobierno agravó la deflación y la depresión”. Este sucinto resumen que hace Galbraith describe las causas de la formidable crisis de… ¡hace 90 años! ¿No nos resultan extraordinariamente familiares? ¿Tanto se parece el vetusto capitalismo financiarizado de la crisis de las subprime al lozano fordismo que colapsó en el crack del 29?
Aunque la pervivencia del arcaico patrón oro –que para Keynes no representaba otra cosa que una ‘bárbara reliquia’-, el feroz proteccionismo y los agudos desequilibrios monetarios, derivados de las deudas acumuladas tras la primera conflagración mundial en el mundo ‘sin patrón’ de entreguerras, no permiten llevar muy lejos la analogía, las similitudes siguen siendo notables. Es evidente que hay un patrón común entre ambas hecatombes, cuya punta del iceberg es la vorágine especulativa y la exuberancia irracional, que alimentan la ilusión de lo que Marx llamó la explosión del capital ficticio: el dinero que se reproduce a sí mismo sin “mancharse” en la producción, pugnando por emanciparse del trabajo vivo. El mismo ‘martillo pilón’ en las tiras agujereadas de los primitivos teletipos que en las enormes pantallas de los superordenadores del trading de alta frecuencia. Y la misma brusca interrupción de la euforia: “El lunes 21 de octubre de 1929, el mercado bursátil sobrevaluado comenzó su caída. Logró una breve recuperación a mediados de semana, pero 7 días más tarde, el Martes Negro, volvió a derrumbarse: se pusieron a la venta 16 millones de acciones y no había compradores. El juego se había acabado”. Idéntico final abrupto del festín especulativo erigido sobre la montaña de hipotecas basura, empaquetadas en creativos productos de ingeniería financiera y esparcidas por todo el sistema financiero mundial, que reflejaban las escenas de pánico posteriores a la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre negro de 2008. Y, por debajo del aparatoso derrumbe del castillo de naipes, la misma causa profunda expresando la contradicción esencial del sistema de la mercancía. En palabras de Marx: “La razón última de todas las crisis sigue siendo la pobreza y el consumo restringido de las masas, en oposición al impulso de la producción capitalista para desarrollar las fuerzas productivas como si sólo el poder de consumo absoluto de la sociedad constituyera su límite”. La crisis derivada de la enloquecida especulación financiera representando pues, no una situación excepcional debida a una confluencia de infortunios, sino la dinámica ordinaria de un sistema tendente a desconyuntarse.
Hay, empero, una diferencia esencial entre las dos situaciones: la capacidad del puesto de mando del capital global para cronificar su degradación, evitando a duras penas la catástrofe de los años treinta, mediante el uso de la fábrica de dinero y la política monetaria a cargo del gran demiurgo del capitalismo actual, la todopoderosa banca central independiente. Abismal contraste pues entre la torpeza paralizante de los gestores políticos y monetarios ante el crack del 29 y la astuta pericia de los actuales encargados de la gobernanza de la fábrica de dinero.
“Liquidad trabajo, liquidad stocks, liquidad agricultores y propiedad inmobiliaria. El lujo y la buena vida desaparecerán. La gente trabajará más, tendrá una vida más moral. Los valores se ajustarán y la gente emprendedora cogerá los restos del naufragio de la gente menos competente”. Había que ‘purgar la podredumbre’ para que el organismo se regenerara. Este alegato fustigador, con tono de maldición bíblica, corresponde nada menos que al secretario del Tesoro de EEUU en 1929, que encabezada el grupo conocido como ‘los liquidadores’, defensores acérrimos de la acendrada creencia en el laissez faire laissez passer como la única vía de regeneración de las partes podridas del gangrenado organismo económico.
La batalla contra la Gran Depresión fue la crónica de la impotencia e incompetencia de los encargados de prevenirla y de paliar sus efectos: “El Consejo de la Reserva Federal de aquellos tiempos era un organismo de sobrecogedora incompetencia” describe inclementemente Galbraith. Coincidiendo, dicho sea de paso, con el diagnóstico de Milton Friedman, el padre del monetarismo neoliberal y de la ominosa doctrina del shock, que, en su monumental obra sobre la historia monetaria de EEUU, achaca unilateralmente a la torpeza y rigidez de la Fed la responsabilidad de la debacle. La inacción de la fábrica del billete verde, anclada en arcaicos principios prekeynesianos y premonetaristas, y la fragilidad del sistema financiero –atomizado, sin garantía de depósitos y sin prestamista de última instancia, funciones claves de la red “salvabancos” de la banca central actual- amplificaron la onda expansiva y agravaron la parálisis deflacionaria de los años 30. El historiador marxista Eric Hobsbawn remacha el clavo de la impericia de los timoneles ante el aparatoso naufragio del capitalismo de la belle époque: “Nunca se hundió un barco con un capitán y una tripulación más ignorantes de las razones de su mala fortuna y más impotentes para hacer algo en contra de ellas”.
Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal en los años de la debacle de las hipotecas basura, se disculpó ante Friedman, en nombre de su institución, por la desastrosa política monetaria llevada a cabo durante la durísima depresión de los años treinta: “Tenía usted razón. Fue culpa nuestra. Lo sentimos mucho. Pero gracias a usted, no volveremos a hacerlo”. Y ciertamente, cuando los cimientos del edificio volvieron a resquebrajarse, amenazando de colapso al sistema financiero mundial, a fe que cumplió su palabra: Bernanke fue, al mando de la Reserva Federal, el arquitecto de la colosal inyección de dinero fresco –la famosa ‘expansión cuantitativa’, QE, por sus siglas en inglés- que apuntaló el tambaleante sistema financiero estadounidense tras el crack de Lehman Brothers.
Sin embargo, a diferencia de los escarmentados gestores del puesto de mando del capital financiero, los popes de la pseudociencia económica, siempre obsesionados con probar que el sistema de libre mercado se autorregula y tiende al equilibrio y no a descoyuntarse –como afirman los fanáticos marxistas, infelices pobladores del ‘bajo mundo’ de la economía-en crisis de creciente virulencia, se cubrieron de “gloria” en ambas situaciones. El ilustrísimo padre de la teoría cuantitativa del dinero, germen del monetarismo friedmaniano y de la cruzada neoliberal de los años 70, aseguraba, como refiere sarcásticamente Galbraith, justo antes del colapso, que todo iba viento en popa: “Aquel otoño el profesor Irving Fisher de Yale dio a conocer su inmortal estimación: ‘Los precios de los valores han alcanzado lo que parece ser un nivel permanentemente alto’”. Comparen la preclara sentencia con el pronóstico del fanático ultraliberal Robert Lucas, el padre de la pseudoteoría de las expectativas racionales, -que propugna que los mercados se autorregulan sin necesidad de ninguna intervención externa- en su discurso inaugural, nada menos que en 2003, como presidente de la American Economic Association: “el problema principal para prevenir la depresión se ha resuelto, a todos los efectos prácticos, y lleva de hecho muchas décadas resuelto (sic)”.
Incluso el mito del salvífico ‘New Deal’ –el estímulo fiscal público al rescate de la anémica inversión privada, como vía de superación de la letal combinación de estancamiento y deflación que paralizaba las ‘venas de la nación’- queda sumamente desvaído a la luz de los resultados obtenidos. El economista marxista Michael Roberts describe la impotencia de la política fiscal para restablecer la senda de crecimiento: “El régimen de Roosevelt mantuvo déficits presupuestarios consistentes de alrededor del 5% del PIB a partir de 1933, gastando dos veces más que los ingresos fiscales. Y el gobierno contrató en tandas legiones de trabajadores en los programas de empleo. Pero todo con poco resultado. El New Deal no puso fin a la Gran Depresión”. El propio Keynes no tuvo más remedio que reconocerlo: “Es, al parecer, políticamente imposible para una democracia capitalista organizar el gasto en la escala necesaria para hacer los grandes experimentos que probarían mi teoría – excepto en condiciones de guerra-”. Lawrence Summers, uno de sus más egregios epígonos, abunda sobre el influjo benéfico de la ‘tempestad de acero’ sobre la marcha de los negocios: “Muchos creen que los acontecimientos del New Deal probaron que Alvin Hansen estaba equivocado acerca de su tesis del estancamiento secular. Por el contrario, el hecho de que fuera la Segunda Guerra Mundial la que sacara al mundo de la gran depresión es la mejor prueba de este aserto. En ausencia del formidable gasto militar, la trampa de liquidez deflacionaria habría sin duda persistido”.
Así pues, la cronificación de la Gran Depresión se debió a la impotencia del, aparentemente pujante, capitalismo fordista para regenerarse por sus propios medios y al relativo fracaso –a pesar de toda la idealización posterior del remedio keynesiano- del primer ensayo de aplicación del salvamento a gran escala a través de la inversión pública. Ausente la intervención de emergencia de la Reserva Federal al rescate del sistema financiero, sólo el keynesianismo bélico –que ya había sido emprendido expeditivamente, con éxito inmediato, por el nazismo- y la formidable destrucción provocada por las tempestades de acero de la Segunda Guerra Mundial pudieron extirpar el tumor de la atonía crónica del capitalismo hacia el fugaz destello de prosperidad de los ‘treinta gloriosos’.