Por... Alejandro Bongiovanni
Alejandro Bongiovanni dice que en un mundo tan obsesionado con la igualdad, cabe preguntarse si se puede repartir el amor de manera equitativa.
Todo en el ser humano es escaso, incluso el amor. Somos espoleados por un hambre de infinitud, a decir de Unamuno, pero chocamos con la cruda realidad de sabernos inevitablemente finitos. Poseemos energía limitada, tiempo limitado, recursos limitados y, también, sentimientos limitados. La idea de amor universal, entonces, es un sinsentido que trató Adam Smith, el filósofo moral. Nadie ama a todas las personas que conforman la humanidad. Somos siete mil quinientos millones de sujetos. El ámense los unos a los otros es fácticamente imposible.
Si podemos amar a algunos es porque podemos prescindir de amar al resto. No hace falta mezclar el amor con figuras contractuales o anegarlo de racionalismo precipitado para salvaguardar el hecho evidente de que no nos da lo mismo la persona amada que cualquier otra. Si los seres humanos no son fungibles, muchos menos lo serán aquellos destinatarios de nuestro afecto. El bienestar de nuestra pareja nos importará infinitamente más que la prosperidad de un desconocido. El problema de salud de nuestro hijo nos preocupará hasta el paroxismo mientras que el dolor que en este momento sienten miles de enfermos no nos altera la digestión. Hoy, como todos los días, morirán, más o menos, doscientas mil personas en el mundo. Si tenemos la suerte de que ninguna sea cercana a nosotros, acaso cenaremos, veremos Netflix y dormiremos como si nada hubiera pasado. Pero el día en que le toque a alguien nuestro enfrentaremos el indecible dolor de la pérdida y hasta quizás nos cueste entender por qué el mundo sigue girando mientras estamos de duelo, como le sucede al personaje de El Aleph ante la muerte de Beatriz Viterbo.
Así somos. No una raza de seres de luz conectados por hilos invisibles, sino unos primates con una visión estrecha y un limitado flujo emocional e intelectual. Exigir al humano que sea más de lo que puede ser –que actúe, piense o sienta como un ser no escaso– ha sido el objetivo de todas las corrientes ideológicas y políticas autoritarias.
Cada uno de nosotros es el centro de su vida y sobre ese eje hay círculos concéntricos de personas queridas. Uno llena los círculos como quiere o como puede. En general, en los círculos más cercanos y pequeños estará la pareja, la familia, algo más allá los amigos, un poco más lejos los conocidos a los que queremos mucho, etcétera. Y luego hay un vasta región de miles de millones de personas que no conocemos en absoluto y cuya existencia no podemos distinguir de la inexistencia. Por supuesto, las personas pretendemos hacer mayor uso de nuestro escaso tiempo, energía y recursos en los que están más acá en nuestros círculos sentimentales. “No es lo mismo socorrer a un hermano que a un ciudadano” escribe Aristóteles. Entonces Juan cree que la educación de su hija es más valiosa que la de la hija de ese hombre que cruza por la calle. María quiere gastar en la salud de su madre lo que no querría gastar en la salud de otra persona, aunque también ésta fuera madre. Incluso el bienestar del perro de Iván es más importante para él que la del perro de su vecino.
Curiosamente, esta inclinación –natural y universal– de que nos importen los propios y queramos dedicar nuestros recursos en ellos es considerada por doctrinas colectivistas como un egoísmo antisocial, desalentado e incluso castigado económicamente, bajo la pretensión de que en definitiva, la sociedad debería ser una suerte de comunidad amorosa en la que haya horizontalidad sentimental. Por ejemplo, la redistribución del ingreso en países de enorme presión fiscal (como el de quien escribe) implica trasladar dinero destinado a uno y sus seres queridos para dárselo a personas que jamás conocerá y cuyo bienestar resulta indiferente. Si esto es puede ser cuestionable cuando se trata de quitas bajas, cuando seccionan una parte sustancial de tus ingresos la situación torna en escandalosa. En un país empobrecido (como el de quien escribe) uno ya no paga bienestar ajeno con excedentes, sino con bienestar propio. Otro ejemplo, la proliferación de los enemigos de la herencia responde a la tendencia de no creer que quien generó riqueza deba favorecer a sus seres queridos por encima del resto. La sociedad debería estar por encima de los seres queridos. La “justicia social” por encima del amor. ¿Y es que acaso no somos todos hermanos, hijos de dios, camaradas, compañeros? Ponderar a algunos por sobre otros implica romper la utópica comunidad que pretende el ideal colectivista y aupar el estilo capitalista e individualista.
El filósofo moral Peter Singer ve en este deseo de preocuparnos por los propios una especie de “desconexión emocional” y aspira a que en el futuro se expandan lo que él llama los “círculos de conciencia” y ya no sólo nos importe nuestra gente, sino también el pueblo, la provincia, la nación entera, el continente y luego el mundo entero. De hecho, Singer quiere que la expansión de nuestra conciencia abarque también a los seres no humanos. Si alguien sufre hambre en África y a uno le sobra algo de comida, uno tendría una responsabilidad moral por aquél. A pesar de lo exigente de este deseo, Singer confía que, por ejemplo, el avance de la tecnología logrará aumentar nuestros radios sentimentales. La gente hoy puede ver las víctimas de un huracán en Kuala Lumpur y empatizar con ellas. Hay que darle la razón en eso pero inmediatamente después recordarle que la extensión de la empatía es inversamente proporcional a la intensidad. La tristeza que sentimos por las víctimas de Kuala Lumpur dura poco, acaso ni siquiera lo suficiente como para que hagamos algo. Lloramos por los futbolistas de Chapecoense que perecieron. Nos lamentamos del incendio de Notre Dame. Pero al rato ya estamos pensando en otra cosa. En cambio, cuando los sentimientos son cercanos son más intensos y duraderos. No nos olvidamos de la abuela enferma sólo cambiamos de canal. No dejamos de amar a nuestra novia cuando cambia el trending topic de Twitter.
Acaso sea noble el anhelo de muchas personas de izquierda de suponer que se puede lograr una sociedad grande en la que todos estén genuinamente preocupados y ocupados en el bienestar ajeno. Pero se lleva de bruces con la realidad. Álvaro Fischer en su interesante De naturaleza liberal cita una contundente frase que le dijo el biólogo E.O. Wilson: “Communism? Nice theory; wrong species”. Y es que si fuéramos hormigas que comparten entre sí casi todo su ADN el comunismo sería un buen sistema. Nos daría lo mismo el bienestar de los individuos e incluso podríamos morir sin problemas por la colonia, dado que nuestro instinto estaría puesto en que sobreviva el conjunto y con él nuestros genes. Pero no somos hormigas. Somos mamíferos con un grado de individualidad mayor a cualquier otra especie, como explica Remo H. Largo en su interesante Individualidad humana. Estrechamos relaciones muy íntimas con un número bastante reducido de individuos (algunos estudios dicen que uno conoce realmente a aproximadamente unas 200 personas) y, sin embargo, podemos cooperar impersonalmente con miles de personas, gracias a lo que Adam Smith, el economista, llamó la Gran Sociedad.
Esta ambigüedad de ser primates viviendo en un mundo de mercados, órdenes extendidos y relaciones impersonales requiere que aprendamos a vivir entre dos lógicas distintas. Dice Hayek: “Si aplicamos sin modificación las reglas bajo las cuales vivimos en el microcosmos (clanes y familias) a la vida en la sociedad entera, como nuestro sentimientos morales nos instan, destruiríamos su capacidad para genera riqueza; y, sin embargo, si siempre aplicamos las reglas del orden extendido del macrocosmos (intercambio impersonal) a nuestros grupos íntimos, los aplastaríamos”. En otras palabras, si el esposo va a cobrar por hacerle un té a su esposa enferma, el microcosmos pareja sucumbe. Las reglas del mercado no sirven para las relaciones sentimentales (tampoco se explica el amor con fórmulas racionales. Sorry Ayn Rand).
Pero, por el otro lado, el amor nunca puede ser la directriz social. Si pretendemos que la sociedad vasta e impersonal –donde no nos conocemos todos ni nos conoceremos– se guíe como si fuera una gran familia, vinculada por un amor y afecto inexistentes, la situación derivará en autoritarismo y pobreza. No es casualidad que los populismos siempre hayan reclamado ser “movimientos de amor” y que hayan tratado que las relaciones sentimentales entre individuos (familia, pareja, amigos) sean reemplazadas por “un lazo libidinal entre el pueblo y el líder”, como dice Zanatta.
Por cierto, Deirdre McCloskey apunta en Las virtudes burguesas que a pesar de nuestra idealización bucólica, es en las sociedades modernas y en las ciudades donde se generan más espacios para relaciones de amor. “No es cierto que el capitalismo de mercado requiera o genere mundos sin amor. Es más bien lo contrario. Los mercados generan amistades más profundas que las del atomismo de un régimen socialista desarrollado o que la claustrofóbica y cruel atmósfera de una aldea tradicional”.
Cabe entonces subrayar que cuando amamos expresamos lo más “elevado” de nuestra naturaleza, pero no por esto dejamos de ser humanos, demasiado humanos. El colectivismo, al ir contra ese carácter de nuestra humanidad, tratando de corregirla en pos del “hombre nuevo” obstaculiza necesariamente el cauce de nuestros sentimientos. Nunca seremos todos hermanos. Jamás seremos todos camaradas. No llegará el día en que cualquier miembro de la especie nos resulte tan valioso como cualquier otro. Dejemos eso para las hormigas.
Para concluir, permítaseme añadir otra arista a la cuestión. En un mundo tan obsesionado con parámetros igualitarios, cabe reflexionar: ¿no es el amor el principalísimo generador de desigualdad? No existe tal cosa como el reparto equitativo de amor. Algunos lo tienen en abundancia, otros lo necesitan con premura. Algunos lo dan a raudales, otros parecen incapaces de sentirlo. La película sobre la vida de Vasili Záitsev, el célebre francotirador soviético, muestra bien el punto. Su amigo, Danilov, lo envidia. Aunque comen la misma comida, visten la misma ropa, duermen en los mismos camastros, Vasili es amado por la mujer que Danilov anhela. Entonces el despechado reflexiona:
“El hombre nunca cambiará. Nos hemos esforzado tanto en construir una sociedad equitativa donde no hubiera nada que envidiar al vecino. Pero siempre hay algo que envidiar. Una sonrisa, una amistad, algo que no tenemos y de lo que queremos apropiarnos. En este mundo, incluso en el soviético, siempre habrá ricos y pobres, gente con esperanza y desesperados, ricos en amor y pobres en amor”.