Por... Carlos Rodríguez Braun
Carlos Rodríguez Braun reseña el último libro de Jeremy Rifkin, El Green New Deal Global, el cual considera que sigue el patrón alarmista de su publicación de hace 20 años, El fin del trabajo.
Greta Thunberg ha sido criticada por sus mensajes apocalípticos. Me parece injusto, porque se trata de una adolescente que padece un trastorno neurobiológico. Jeremy Rifkin, en cambio, es un septuagenario profesor de Wharton, con una veintena de libros publicados. Y también anuncia el fin del mundo, concretamente, en 2028. Nótese que los alarmistas cuidan las fechas. El colapso no puede anunciarse para mañana, porque el personal no se lo creería. Y tampoco para dentro de mil años, porque a saber. Pero en 2028 usted y yo estaremos, Dios mediante, aquí. Entonces, esas fechas, ni cercanas ni lejanas, sirven para asustarnos, y tienen la ventaja de que en 2028 igual mucha gente no tendrá tiempo ni ganas de echarles en cara sus errores a los actuales profetas del desastre.
Como Rifkin (Denver, 1945) es profesor en la escuela de negocios de la Universidad de Pensilvania, a él sí podemos tratarlo con rigor crítico y decir que este flojo volumen reviste fundamentalmente un interés retórico y nostálgico, porque Rifkin, así como ahora anuncia el fin del mundo, hace veinte años predijo El fin del trabajo. Su esquema se ha mantenido con el paso del tiempo. Consiste en anunciar una catástrofe (en ese caso era la extinción del empleo por culpa de la tecnología), y al mismo tiempo una solución esperanzadora: que los políticos controlen el capitalismo avaricioso y el mercado desigualador e irracional, que intervengan con soluciones imaginativas (en ese caso era el reparto del trabajo), y que suban los impuestos. Y, ojo, que no lo acusen de comunista, porque él está más allá del debate mercado vs. Estado, y apuntaba al posmercado, “la economía no basada en el mercado”: el tercer sector. Hace veinte años dirigía su prédica hacia EE.UU., donde no le hacían caso, y ponía como ejemplo a seguir a Europa: tanto le gustaba, que su propuesta fiscal era la imposición allí del muy europeo IVA.
Dos décadas más tarde el mensaje es parecido, aunque ahora el apocalipsis inminente es energético y climático, y requiere la descarbonización y el urgente paso a las energías renovables a golpe de política y de impuestos. Recurre a la popular fantasía de que el New Deal de Roosevelt “contribuyó a sacar a EE.UU. de la Gran Depresión”, y reclama un nuevo New Deal Global con más gasto público, banca ecológica, multas, y más impuestos, primero sobre los ricos, para finalmente recomendar un “impuesto universal al carbono” que pagarían los ciudadanos corrientes.
Como siempre, lo malo son los EE.UU., porque allí hay reaccionarios que aún resisten las subidas de impuestos, y Rifkin lamenta que sus compatriotas sigan sin secundarlo, porque son bobos: “Quizá si comprendiéramos mejor los beneficios, aceptaríamos la recaudación fiscal necesaria”. En cambio, sus modelos son Europa y China, donde descarbonizan a tope y no tienen remilgos a la hora de gastar y recaudar. Así transcurre el libro, entre el recelo a la libertad y el aplauso a la coacción, mezclados con datos supuestamente incuestionables, y una economía vudú keynesiana, porque basta con aumentar el gasto público en infraestructuras en 1 dólar para aumentar el PIB en 3 dólares, y crear millones de empleos.
No hay ningún matiz sobre los debates científicos en torno al clima, y tampoco ninguna contraindicación a las intervenciones políticas. Al contrario, lo malo y sospechoso aquí son las empresas, pero el autor anhela y predice el fin del odioso beneficio: “Espero que a mediados de siglo una mayoría de empleados en todo el mundo pertenezca al sector sin ánimo de lucro”. Se podrá así “construir una civilización ecológica desde las cenizas”, en un paraíso de “cooperativas horizontales”.
Una diferencia con su libro anterior revela que a Rifkin todo este alarmismo le ha venido bien. Da vergüenza ajena cómo relata sus encuentros con los líderes políticos mundiales, y cómo van planificando un futuro verde para todos nosotros, más allá del petróleo y el gas –tiene una consultora para estos menesteres–. No es objetable que se gane así la vida. Lo inquietante es que su prédica apocalíptica e intervencionista es lo que necesitan los poderosos para justificar sus usurpaciones.