Díédalo e ícaro
Díédalo, anodadado de la larga jornada que llevaba en Creta y de un destierro que le alejaba de su patria, resolvió salir del lugar que miraba con verdadero horror; pero el mar ponía a su deseo un obstáculo invencible. << Si la tierra y el mar -dijo un día- me son cerrados por el tirano, íéste no sabrá cerrarme el camino de los aires. Aun cuando sea el dueño del mundo entero, el cielo no está bajo su poderío y podríé por el trazarme un camino.>> Hablando así Díédalo ideó un proyecto que jamás mortal alguno pudo concevir. Cogió plumas, pegandolas de forma tan admirable, que compuso dos alas en todo semejantes a la de los pájaros. ícaro, su hijo, que no sabía que trabajaba en su propia perdición reunía las plumas con un aire optimista, o bien reblandecía la cera que las debia de unir. Díédalo, al fin, hizo el ensayo sosteniendose, efectivamente en medio de los aires. Dirigiendole la palabra a ícaro, le habló de esta suerte: << Ten cuidado, hijo mío, de volar siempre a la misma altura; si desciendes demasiado, la humedad del agua apesantaría tus alas; si te elevas demasiado, el calor del sol te abrasaría; ten siempre un justo medio entre estos dos extremos. Sobre todo no te aproximes a las constelaciones de la Osa, del Boyero y de Orión, y guiatíé siempre por mí.>> Le ató las alas, temblando de emoción, y con lágrimas en los ojos le explicó en breves palabras la manera de servirse de ellas. Le abrazó por última vez, tomando íél primero el vuelo, para dirigir el camino: semejante al pájaro que hacía salir a sus polluelos del nido, así íél enseña a su hijo el peligroso arte de volar, teniendo siempre sus ojos puestos en ícaro. Sorprendidos con la estrañeza a la vista de tal prodigio, tanto el pescador como el pastor y el labrador les tomaban por dioses. Ya había dejado a su izquierda la isla de Samos, cíélebre por el culto de Juno, y a la derecha la de Delos y Paros, Lebinta y Calimna, tan abundante en miel, cuando ícaro abandonó a su guia para elevarse más alto; el calor del sol derritió la cera que sujetaba las plumas de sus alas, cayendo al mar, que despuíés llevó su nombre. Díédalo al perder a su hijo de vista y ante el temor de perderlo para siempre, le llamó en vano: << ícaro, hijo mío, ¿dónde estás?>> seguía hablando, cuando de pronto vió las alas de su hijo flotando sobre las aguas del mar. Detestó mil veces la funesta invención que concibió y rindió los últimos deberes a ícaro en la isla que acababa de perder la vida.
OVIDIO. LAS METAMORFí“SIS. Libro Octavo II.