Por... Santiago José Castro Agudelo
Santiago José Castro Agudelo explica la dinámica de un juego de simulación de mercado y considera que este tipo de actividades, acompañadas de lecturas sobre economía, hacen falta en los colegios.
Hace poco, en un juego que hicimos con grupos de estudiantes de décimo grado, en el que se asignaron roles de compradores y productores-vendedores, detonamos una nutrida conversación sobre los efectos que pueden tener, en un proceso de intercambio, medidas como el salario mínimo o el control de precios. Simulamos el discurso encendido del gobernante que promete mantener los precios a productos estratégicos o mejores condiciones laborales y salariales para los trabajadores.
Cada comprador tenía asignado un capital que los demás compradores no podían conocer y cada productor-vendedor conocía su costo de producción, sin poder compartirlo con los otros productores. Una vez iniciaba una ronda, todos iban al mercado y debían vender o comprar una unidad del producto que se ofrecía, que, para efectos del juego, era el mismo para todos. Registraban la transacción ante un escribano que solo se cercioraba de que el productor vendiera por encima o al menos al mismo costo de producción, y de que el comprador tuviera suficiente capital para pagar.
El número de compradores era igual al de productores. A los primeros se les asignó un capital superior al costo más alto de producción establecido en el juego. Es decir, todos podrían lograr una transacción. Terminada una ronda, se daban a conocer los valores de todos los intercambios y se calculaba y publicaba el promedio. En la segunda ronda, ese promedio bajaba, después de que los productores y compradores analizaban los datos.
Antes de iniciar la tercera ronda simulamos el discurso de un gobernante que prometía hacer valer el trabajo de los productores y se comprometía a garantizar un precio mínimo que les permitiera obtener utilidades “adecuadas”, evitando “la nefasta lucha por el centavo”. Me llamó la atención que los productores aplaudieron efusivamente y los compradores callaron. Impusimos entonces un precio mínimo para el producto, que garantizaba al menos un 50% de margen (utilidad) para el productor con el costo más alto de producción. Otra vez aplausos, pero esta vez caras largas en algunos compradores, que, no obstante, permanecieron en silencio.
En la tercera ronda, se lograron todas las transacciones posibles en tiempo récord, pero la tercera parte de los productores y compradores quedaron por fuera, no pudieron transar. Los primeros desconocían la realidad de los segundos y se dejaron llevar por el ideal de un precio fijado por decreto, que aplaudieron y respaldaron. Algunos alegaron que era “injusto” lo que había pasado porque el profesor ya conocía de ante mano que la tercera parte de los compradores no tenían el capital para asumir el precio decretado. Otros quedaron sorprendidos cuando se destaparon todos los valores asignados y vieron cómo algunos de los productores con el menor costo de producción habían quedado por fuera.
En otro juego, se impuso un mayor costo de producción, debido a un incremento en el salario de los trabajadores que decretó el mismo gobernante, sin imponer un precio mínimo al producto. De nuevo, el número de transacciones se redujo y la tercera parte quedó por fuera.
¿Se generó riqueza? No. ¿Mejoraron las condiciones de todos los compradores y productores? No. ¿Se beneficiaron los trabajadores con el incremento salarial? Solo aquellos que no perdieron el trabajo por la imposibilidad de vender el producto.
Al abrir la discusión hubo algunos estudiantes que sugirieron subsidiar la oferta o la demanda, alegando que el estado está en la obligación de garantizar el bienestar de todos. Sin embargo, al preguntar de dónde vendrían los recursos para ello, terminaron por reconocer que tendrían que subir el impuesto a compradores o productores, según la utilidad lograda en cada situación. Lo absurdo de la iniciativa se reflejó en las risas que siguieron.
Un estudiante expresó algo que yo alguna vez escribí, con otras palabras, en una de estas notas semanales: “El estado no es una piñata, no puede pagar y pagar para que todos estén contentos porque sencillamente no le alcanza. Tampoco puede pretender regularlo todo”. Lección aprendida: los recursos del estado son finitos y toda acción estatal sobre la economía causa un efecto. En este juego resultó afectando negativamente la generación de riqueza.
Este juego lo conocí y lo jugué en un taller que ofrecieron la profesora Cathleen Johnson y el profesor David Schmidtz, hoy parte del equipo de la Universidad de Virginia Occidental en los Estados Unidos, organizado por el CESA y el Instituto de Ciencia Política. Permite analizar la oferta y la demanda de manera sencilla, aunque, como todo juego, ideal.
Es un buen abrebocas, que podemos acompañar después con lecturas sobre economía general, algo que hace falta, mucha falta, en los colegios de nuestro país. A lo mejor así niños y niñas aprenden que la política y la economía van de la mano y que cuando unos juegan a la primera, desconociendo la segunda, la piñata que ven en el estado se queda corta y no alcanza.