Por... Juan Camilo Restrepo
¿Quíé opinaría usted si el Banco de la República abriera una ventanilla a travíés de la cual vendiera dólares a unos pocos privilegiados a 700 pesos, cuando el mercado está diciendo a gritos que esos mismos dólares valen tres veces más?
Pues bien: ni más ni menos eso es lo que está sucediendo en Venezuela. A unos cuantos afortunados o allegados al ríégimen las autoridades de comercio exterior les venden dólares a una cotización con relación al Bolívar tres veces más barata de lo que el mercado -juez inapelable en estas materias- está diciendo que vale la divisa norteamericana con relación a la moneda venezolana.
De una situación artificial como íésta, ni en Venezuela ni en ningún otro país que la imponga, puede salir nada bueno: la corrupción cunde, la asignación caprichosa de los contingentes de divisas se vuelve pan de cada día, la demora en los pagos internacionales -como ya está aconteciendo con Colombia- se vuelve asunto cotidiano y, a la postre, la situación toda se torna insostenible. Como le sucederá a Venezuela más temprano que tarde cuando tenga que enfrentar una macrodevaluación, que por el momento dilata.
Y si a esto le sumamos la arbitrariedad en las decisiones administrativas por virtud de la cual los contratos celebrados hoy se rechazan mañana al calor de un discurso calenturiento, y donde todo cuestionamiento político o diplomático se responde con la retaliación comercial, la seguridad jurídica queda hecha añicos.
Gran parte de los sinsabores que están experimentando las relaciones comerciales entre Venezuela y Colombia nacen, no tanto de los desencuentros sobre visiones políticas (que deberían ventilarse de otra manera) como de que a uno de ellos, el ríégimen de Venezuela, desprecia el Estado de derecho, mientras que el otro, Colombia, aún cree en la juridicidad como guía en las relaciones internacionales.
Tres ejemplos ilustran lo anterior:
Hace algunos meses Pdvesa y Ecopetrol firmaron un acuerdo formal, es decir, un contrato vinculante, por virtud del cual la primera le suministraría combustibles a la segunda para distribuir ordenadamente gasolinas y diíésel en la población de la amplia frontera colombiana. En el berrinche de la semana pasada Chávez dice que ese contrato "ya no va más". Y ahí estamos: con la perspectiva de un conflicto mayúsculo de orden público a todo lo largo de nuestra extensa frontera.
Ecopetrol tiene ahora el deber imperioso de proveer eficientemente combustibles de origen colombiano en toda la franja oriental del país. No podemos depender del chantaje permanente de Venezuela de "cerrarnos el grifo" de algo tan vital como el suministro de combustibles.
Algo parecido está sucediendo con las exportaciones de carne de nuestro país hacia Venezuela. Los importadores de carne colombiana venían teniendo acceso a la tasa de cambio preferencial para pagarlas. De la noche a la mañana los sacaron de aquella lista de privilegio y, como consecuencia de ello, la carne colombiana se ha encarecido por tres. No es sorprendente que ahora estíén pensando en sustituirla por carnes argentinas. No porque las colombianas se hayan tornado ineficientes, sino porque una abrupta decisión administrativa le restó toda competitividad.
Y por último: lo de los carros. Hace pocos meses se firma el compromiso solemne de importar de Colombia 15.000 vehículos. Era la cuota de la concordia. En la pataleta de la semana pasada ese compromiso vuela en mil pedazos y el pedido de vehículos se le hace a la Argentina.
Ni las ventanillas siniestras de los Bancos Centrales pueden durar mucho tiempo. Ni las relaciones internacionales pueden asentarse duraderamente cuando se desprecia a tal grado el Estado de derecho. Como le decía Talleyrand a Bonaparte: "Señor, con las bayonetas puede hacerse de todo menos sentarse sobre ellas".