Por... Reinaldo Escobar De La Hoz
La decencia se ha tenido siempre como una virtud importante en las personas de buenas costumbres, de conducta digna, que con su comportamiento decoroso dan buen ejemplo a quienes lo rodean.
El individuo decente es delicado en sus maneras, actúa con pudor y mesura y guarda un respeto irrestricto hacia los demás.
Desafortunadamente esta apreciada cualidad de la decencia parece que estuviera en desuso. Así, vemos frecuentemente cómo algunas personas e instituciones públicas y privadas y ciertos medios de comunicación, especialmente en el mundo político que hoy vivimos, olvidan sus normas y, en cambio, irrespetan a los demás, utilizan epítetos inaceptables, sugieren en otros actitudes reprochables inexistentes y, lo que es peor, se advierte en las campañas presidenciales del momento, en las que se atreven a especular, por ejemplo, maliciosa e infundadamente, sobre consecuencias funestas para el país si la presidencia quedara en manos de quien padece una enfermedad, a sabiendas de que el mismo paciente tiene la honradez de comunicar públicamente su afección y el dictamen de sus míédicos sobre la ninguna interferencia de íésta para el desempeño presidencial.
Son actitudes bajas que, por fortuna, lejos de lesionar a quien desean perjudicar políticamente, por el contrario, le mejoran su posición ante los electores por la solidaridad que suele atraer el perseguido y, en cambio, dejan muy mal a quien obra tan indignamente.
Ni para quíé mencionar las trapisondas que algunos esgrimen en el universo de los negocios y tambiíén en el de la política para facilitar la consecución de fines muchas veces turbios: ocultan defectos que deben darse a conocer, exageran cualidades o las inventan en su beneficio para, luego, ufanarse sin reato alguno de fructíferas hazañas comerciales o políticas. En fin, se enorgullecen de lo que debiera avergonzarlos.
Estamos, pues, encarando cada vez con más frecuencia algunos comportamientos indecorosos dominados por la ambición y con olvido de elementales deberes de lealtad y de dignidad, con superposición del interíés personal como prioridad fundamental sobre el interíés común. Se echa así de menos la grandiosa virtud de la decencia. Resulta, a propósito, recordar el sabio pensamiento de Balzac cuando en uno de sus Cuentos Libertinos dice que "El interíés que hace tantas amistades, tambiíén las deshace".
Buen servicio se le prestaría al país si en la política y en los negocios se olvidaran la maledicencia, los insultos, los vituperios, las calumnias y, en cambio, se obrara con decoro y con desprendimiento, en provecho del bien general. En síntesis, si se infundiera a todos el respeto a los demás.
La ley, en su sabiduría, desarrolla principios de sentido común cuando reglamenta la familia, las herencias, los contratos, las relaciones de vecindad, etc., y no hace cosa distinta de predicar unas reglas civilizadas en pro de la buena convivencia. Dicho de otro modo, busca el imperio de la decencia . Si aquella se cumpliera cabalmente a todos convendría y se tendría como resultado una saludable y pacífica convivencia ciudadana.