La mala sombra
La sombra, esa oscura silueta que nos duplica, es una entidad cargada de misterio. Muchas culturas la consideran una emanación vital del cuerpo, un doble sombrío o, incluso, el alma misma de quien la proyecta. Para quienes saben usar esa capacidad de extroversión anímica la sombra constituye un instrumento de poder. Sin embargo, para el común de los mortales esa pálida emanación nos hace vulnerables porque, si nos la roban, nos dejan sin alma.
La mala sombra:
devoradores de almas y gafes
FUENTE: Revista española MAS ALLA (edición Nº 238).
Por lo común, la gente no presta atención a su sombra. Que los cuerpos la proyecten cuando hay luz suficiente es algo tan natural que nadie se para a pensar en ello. Lo extraño sería lo contrario, es decir, no generarla. Y, en efecto, la persona falta de sombra no solo causa extrañeza, sino espanto, porque se considera una señal inequívoca de que carece de alma. Se trata de un desalmado, de alguien que anda más próximo a los intereses del infierno que a los del cielo. Esta identificación de la sombra con el alma y con el aliento vital se produce desde la Antigí¼edad en el seno de sociedades y culturas bien diversas, lo que ha originado una serie de costumbres que todavía se conservan en algunas comunidades rurales. Por ejemplo, en regiones en las que predomina la cultura árabe, cuando el ganado enflaquece y se debilita sin razón aparente se piensa que alguna alimaña lo ha desangrado tras hincar los dientes voraces en su sombra, motivo por el que se justifica el hecho de que ni siquiera se perciban las huellas de los mordiscos en la piel. En otros lugares se cree que si una hiena pisa la sombra de alguien este se quedará mudo y paralizado, como si le hubieran arrancado las fuerzas.
Considerada alma extrovertida o proyección vital de quien la emite, la sombra pierde su condición banal y se convierte en una entidad peligrosa. Hay que cuidarse de las sombras ajenas como si se tratara de temibles enemigos, porque muchas ocultan tan mala intención que, si nos tocan, pueden dañarnos, haciíéndonos sufrir la malquerencia que nos transmite su dueño. Según las creencias de los pueblos siberianos, la sombra es una de las tres almas que posee el hombre, y hasta hace poco se consideraba tabú pisar la sombra de otra persona. Curiosamente, quien corría peligro era el que la pisaba, ya que la deslucida silueta sobre la que caminaba tenía el poder de atrapar al incauto que invadía sus límites y adueñarse de íél. En general, se considera que la sombra está animada por el carácter y la intención de quien la emite y se da por seguro que las de personas violentas y peligrosas son, a su vez, violentas y peligrosas. Siguiendo este razonamiento, si toca tu cuerpo, la sombra del asesino puede matarte; la del enfermo, contagiarte su enfermedad, y la del brujo, embrujarte. De ahí viene la expresión “tener mala sombraâ€, que se aplica a quienes albergan malas intenciones o llevan el gafe consigo, el cual transmiten a quienes sombrean. La tradición ha seleccionado a ciertos personajes a cuya sombra uno nunca debe ponerse. Incluye a las personas aquejadas de lesiones y deformidades, a los enlutados, como las viudas y las viejas, y a los curas ensotanados. De hecho, en algunas partes de Sicilia (Italia) estas tradiciones se mantienen ajenas al paso del tiempo y todavía hoy es posible ver cómo la gente se aparta de la sombra de alguien que padece algún tipo de deformidad y escupe en el suelo para protegerse.
Fortalecer el hogar
Pero no basta con evitar la sombra ajena, tambiíén hay que cuidar de la propia. Este doble anímico que nos acompaña es una palidez codiciada por muchos motivos. Entre ellos, aunque suene raro, porque ayuda a robustecer los cimientos de las casas en construcción. Levantar una casa siempre ha tenido algo de actividad sagrada. Se trata de erigir la morada de quien allí vaya a habitar buscando resguardo y seguridad. Por eso casi todas las sociedades han desarrollado rituales para proteger el hogar y atraer la buena suerte a sus moradores. En Grecia era costumbre hasta hace poco sacrificar un gallo o un cordero para regar con su sangre la primera piedra de la construcción y despuíés enterrar el cuerpo del animal debajo de ella. Con este gesto se proporcionaba fortaleza a la cimentación y, de paso, se convertía a la víctima sacrificada en espectro protector del hogar. En tiempos más antiguos se utilizaban víctimas de mayor importancia que un simple gallo, incluidas las humanas, cuyo sacrificio garantizaba un aporte significativo de energía mágica y un alma en pena que permanecía ligada al lugar como celosa guardiana de sus habitantes.
Entre el sacrificio humano y el del cordero existía una posibilidad intermedia: utilizar la sombra de una persona, ya que se creía que la silueta contenía la energía vital de su propietario. Por eso el constructor se las arreglaba para que alguna persona inocente lo acompañara a visitar la obra y, mientras le mostraba la cimentación, medía con disimulo su sombra tendida en el suelo. Cuando el incauto se marchaba, el constructor anotaba las medidas en un papel y lo enterraba junto a los cimientos. Con esta acción se supone que la energía anímica de la sombra quedaba atrapada y servía como refuerzo mágico y protección de la casa. Tambiíén se daba por sentado que el dueño de la sombra moriría antes de un año, excepto en Rumania, donde solo se le daba 40 días de vida. A fin de cuentas, una vez desvitalizada la sombra por el procedimiento del tallaje, su dueño quedaba con el alma desbaratada, lo cual era un mal augurio. En Centroeuropa la práctica de “emparedar†las sombras se convirtió en algo muy común. El folklore de esta zona está plagado de historias sobre sombríos espectros encerrados como guardianes. La costumbre de utilizar la sombra para dar fortaleza y protección a las casas provocó que surgieran avispados ladrones de sombras, personas que recorrían los parques para medir con disimulo la desvaída proyección de los caminantes distraídos. Despuíés de ser anotadas, las medidas eran vendidas a los constructores, quienes pagaban buenas sumas por esos tallajes que encerraban el vigor de la sombra, para enterrarlos en los cimientos de sus obras. En Transilvania (Rumania) la tíécnica estaba tan extendida que pasear por lugares en los que se estaban construyendo viviendas se consideraba casi un suicidio.