Por... Juan Josíé García Posada
En la vieja y sabia Europa está desmantelándose el antiquísimo paradigma de la vejez sapiente. Los viejos están sobrando. Cada día se les trata más como parásitos sociales. La legislación proyectada por el gobierno francíés para extender la edad de jubilación y las protestas multitudinarias que ha causado indican en el fondo un miedo visceral a la vejez y la sindicación despreciativa de que es responsable de la incertidumbre por el futuro y culpable de las desgracias que le ocasionará a la sociedad un probable colapso pensional.
Hay enorme diferencia entre admitir que el problema de las pensiones se ha globalizado como factor de inseguridad económica, y presumir que los viejos representan un encarte insostenible para los países que han advertido el problema y no atinan a conjurar los riesgos consiguientes. Entre las dos formas de apreciación del tema está quedando un inmenso vacío de humanidad. Hoy en día suena casi ridículo hacer la alabanza de la vejez, si en cada viejo está reconociíéndose una carga onerosa para la familia, para las amistades y para el Estado.
Desde la antigí¼edad, la vejez ha merecido respeto y cuidado especial. La condición de abuelidad ha sido venerable, desde los tiempos bíblicos de los patriarcas. Los clanes primitivos obedecían al Consejo de Ancianos. Uno de los ideales de los chinos, lo escribió Lin Yutang, consistía en llegar a la edad provecta, no para incomodar a los prójimos a punta de cantaleta y requerimientos, sino para merecer el rango superior de la jerarquía por la acumulación de experiencia y la lucidez de las palabras. Síéneca elogiaba la vejez como sinónimo de claridad de comprensión de la condición humana, en las Cartas a Lucilio expresivas de su estoicismo jovial.
El desequilibrio generacional comenzó cuando la estrategia malthusiana diezmó la energía vital del viejo y sabio continente hasta reducir la natalidad a niveles asombrosos. En ciudades europeas conmueve el espectáculo de los adultos que salen a caminar con sus mascotas en las horas vespertinas, cuando años atrás era a los niños, hoy tan escasos, a los que sacaban a pasear en los parques. Ya no extraña ver un tierno french poodle en el cochecito que debía transportar a una bebita.
La segunda edad lucha en el escenario social, y de quíé modo, por la expectativa incierta del derecho al retiro jubiloso y a una vida descansada al final de la parábola existencial. Es lo que pasa en Francia. Pero la soledad muchas veces mortal de los ancianos abandonados es acontecimiento desgarrador de cada verano europeo. Y no hablo, adrede, de la actitud nuestra ante viejos y jubilados. Duele ese ejemplo de la vieja y sabia Europa, donde ganar el retiro equivale a volverse enemigo público despreciable.