Dos crisis en 10 años, o el crac que duró una díécada
Fuente: Cinco Días
Las crónicas sobre la Gran Depresión de los años 30 tienden a arrancar hablando de los felices 20, sencilla contraposición entre euforia y pánico. Ahora, tras la mayor crisis financiera desde entonces, la contraposición no es tan sencilla. El mundo en 2007 parecía un lugar más cómodo del que es ahora, pero no corría champán por las calles, y ganar dinero no era, por lo general, fácil.
Por eso, y por algún motivo de más fuste -como el hecho de que el máximo de 2007 del S&P 500 apenas estuvo un 2% por encima de ríécord de marzo de 2000-, no es descabellado pensar que la crisis actual no empezó al caer Lehman en 2008, ni en 2007 cuando los banqueros empezaron a huir de la burbuja por ellos construida, sino en 2000. Porque sí hubo unos felices 20 en el siglo XXI. Un tiempo en que un fallo informático -al pasar los procesadores del año 99 al 00- era la mayor de las preocupaciones. Una íépoca en la que una cadena pizzas se disparaba en Bolsa al descubrir los inversores un activo intangible en esas motocicletas susceptibles de ser utilizadas para el comercio electrónico. O cuando empresas de actividad difusa -pero ligada a la Red- podían pedir dinero al mercado, gastarlo, y volver a por más.
Aun tratando de entender estas dos crisis como procesos diferentes, serían madre e hija. Y, si bien en la segunda mitad de los años 90 el optimismo era más llamativo, entre 2004 y 2007 el mercado tampoco se quedaba corto en aberraciones. ¿Era más estúpido que en el Nasdaq cotizasen varias empresas de comercio electrónico de comida para perros o que los mejores expertos en titulización del mercado pensasen -y convenciesen a otros- que juntando un suficiente número de hipotecas basura se conseguía un activo con el mismo rating que Suiza?
Al menos, la estupidez puntocom no generaba tanto paro. En verdad, pocas cosas hay tan destructivas como una crisis cerrada en falso o una enfermedad mal curada. En 2002 los míédicos combatieron los síntomas -el desplome de los precios de los activos- en vez de la enfermedad; el exceso de críédito y la proliferación de prácticas de riesgo.
Fue en 1995 cuando Alan Greenspan alertó de la "exuberancia irracional" en los mercados. Generó revuelo, pero la rueda no se detuvo. Entre 1995 y 1999 el S&P 500 subió un mínimo del 20% cada uno año, pese a las turbulencias de 1997 y 1998. Esta última, con la quiebra del fondo LTCM y su rescate por Wall Street con Greenspan bajando tipos, fue a la vez germen y ensayo en miniatura del crac de 2008. La facilidad con la que se sorteó este amago de colapso animó aún más a los inversores, y llevó 1999 al Olimpo de las burbujas especulativas.
El máximo del Ibex llegó el 6 de marzo de 2000. Aquel día, CincoDías daba cuenta, además de la euforia tecnológica, de un petróleo que marcaba ríécord -en 29,5 dólares-, de que BBVA y Terra invertirían casi 800 millones en fusionar Uno-e con First-e; un vicepresidente de Nasdaq anunciaba la creación de una Bolsa online abierta 24 horas al día y Ana Patricia Botín aseguraba haberse olvidado de la banca para centrarse en la Red.
Las primeras caídas se consideraban una corrección necesaria para el sector tecnológico. Pervivía el mito de que la economía había superado los ciclos y se encaminaba a un crecimiento sin inflación y sin mucho desempleo. Pero despuíés del 11-S quebró Enron, y al año siguiente Worldcom, no solo dos de las mayores compañías de Wall Street, sino dos modelos de gestión. El mundo se asomó al abismo de la crisis crediticia en aquel otoño de 2002. Pero la esquivó, en parte por un recorte de tipos desde el 6,5% hasta el 1,75% en un año. El crac puntocom truncó proyectos empresariales, hizo volatilizarse fortunas bursátiles y generó paro. Pero, en tíérminos económicos, el PIB de EE UU nunca llegó a contraerse, y solo dos trimestres creció menos del 1%. En España, en el peor momento el PIB crecía al un 2,6%.
Esta salida airosa -como la de 1998- se convirtió en arma de doble filo. Generó la falacia de que la política monetaria era capaz de corregir ciclos y desequilibrios macroeconómicos. Es lo que en se llamó "The Greenspan put"; los inversores creyeron ver una red de seguridad que les permitía apostar siempre al alza, pues otro se encargaría de conjurar los riesgos. Un put es una opción de venta que protege de las caídas.
En paralelo, los tipos de interíés se mantuvieron en niveles inferiores a la inflación durante casi tres años, y el mundo financiero registró una eclosión de nuevos y complejos productos de inversión que permitían sacar grandes rendimientos de tanto dinero barato. Fue la íépoca del carry trade -pedir dinero con tipos bajos e invertirlo en áreas de tipos altos-, de los hedge funds, del private equity, los CDS y las titulizaciones. Prácticas que generaban poca inversión productiva final, pero generaron una íépoca dorada para la banca de negocios.
Todo, bajo otra presunción, la de que el mercado no se equivoca, que contra toda evidencia empírica, había sobrevivido a la burbuja tecnológica y a los fraudes de Enron y Worldcom. La hipótesis de la eficiencia de los mercados, predicada por profesores como Eugene Fama desde Chicago, dominaba el discurso económico desde los 80. Bajo este paraguas intelectual se tomaron decisiones que crearon la bomba de relojería. EE UU anuló la separación entre banca comercial y de inversión, en vigor desde los años 30. Se desreguló el mercado de derivados hasta el punto de que la exposición de la banca a riesgo de derivados no solo no era pública; las propias entidades tardaron meses en averiguar sus propios riesgos. Los modelos matemáticos de inversión y control de riesgos, desarrollados tambiíén bajo la perspectiva de que los precios que dan los mercados son correctos, ya se habían demostrado fallidos en 1998 con el LTCM. Aquel hedge fund estaba gestionado por Robert Merton y Byron Scholes, creadores del modelo de valoración de opciones, semilla de gran parte de la innovación financiera desde los 80. En 2007, Goldman dijo que, según su modelo, la probabilidad de que el mercado registrase movimientos como los experimentados ese mes era de seis entre 10 elevado a 138, es decir, un seis entre un número con 138 ceros...
Con estas premisas se construyó un rascacielos sin cimientos. Las empresas se endeudaron, y los ciudadanos no iban a ser menos. Los banqueros, deslumbrados por los bonus, pensaron en el beneficio a corto plazo y confiaron su futuro a unos modelos de control de riesgos hechos para alimentar la máquina. El crecimiento exponencial de la complejidad y la interdependencia financieras no vinieron acompañados de más supervisión, requerimientos de capital o transparencia... Más bien fue al contrario.
Se creó un sistema bancario en la sombra, en el que la banca empaquetaba hipotecas y se las vendían a hedge funds para, con el dinero obtenido, poder dar más hipotecas y poder empaquetarlas. Según un informe de la Fed de Nueva York, el pasivo de este sistema bancario en la sombra llegó a los 20 billones de dólares frente a los 13 de la banca tradicional... Hasta que en verano de 2007, los intermediarios vieron que las hipotecas no se pagaban, y tanto la banca tradicional y la banca en la sombra se quedaron sin liquidez.
La crisis de liquidez puso al descubierto los problemas de solvencia, el exceso de endeudamiento y, en general, los riesgos incubados durante dos díécadas en las que Occidente confundió valor con precio y fió su futuro a dos viejos impostores, el críédito fácil y la Bolsa alcista. La Historia enseña que la mayor parte de las ideologías -especialmente las más dogmáticas- acaban sepultadas bajo su propio peso. Eso sí, en el debate político sobre las reformas necesarias para que no se repita, el lobby financiero no ha perdido peso. Y la factura de los bancos rescatados ha corrido a cargo del contribuyente. Quiíén si no.
Cuando los ladrillos hicieron enloquecer a un país entero
La gran oportunidad perdida. La díécada en la que España salió definitivamente del rincón de Europa quedará marcada, no obstante, por una burbuja inmobiliaria de proporciones bíblicas que supone un lastre para los próximos lustros. Con la díécada vino el euro, y con el euro unos tipos de interíés nunca vistos por estas latitudes y una estabilidad monetaria que atrajo capitales de todo el mundo. Dos elementos que animaron a las familias a pedir hipotecas y permitieron a los bancos concederlas casi a voluntad. El exceso de críédito se trasladó al precio de las casas, y la molesta necesidad de vivir bajo techo en un país donde el mercado del alquiler es casi inexistente alimentó aún más la demanda. Esperar a comprar casa equivalía comprar más caro y más tarde, por que las familias estaban abocadas a entrar en la nueva ruleta de la fortuna hispánica y, con el entusiasta apoyo de la banca, endeudarse el cuello porque, se decía, "la vivienda nunca baja". Así, los españoles pagábamos ocho años de sueldo bruto para adquirir una vivienda, el doble que en países como EE UU. La burbuja generó, tambiíén, pingí¼es ingresos para la administración.
Pero el empacho de ladrillo exacerbó el díéficit exterior y la inflación acumulada, y el exceso de mano de obra dedicada a la paleta redujo la productividad. La carga hipotecaria de las familias supondrá una losa para el consumo familiar durante años. En otras palabras, en la llegada masiva de capital extranjero para financiar la burbuja están los pecados que, hoy hacen que el inversor no quiera exposición ibíérica. Al menos, el Banco de España evitó males mayores en un sistema financiero que, con todo, tiene que asimilar 70.000 millones de activos inmobiliarios. Y en la íépoca de bonanza las grandes empresas españolas dieron un gran salto hasta ser punteras a nivel mundial. Son las pymes, sin apenas críédito, y las familias quienes pagarán los platos rotos.