Por... Manuel Hinds
El gobierno y la ciudadanía deberían de estudiar el caso de Detroit y aplicar lo aprendido al caso de El Salvador. Como nota Edward Glaeser, profesor de economía de Harvard y miembro del Manhattan Institute en su reciente libro (Triumph of the City, New York: The Penguin Press, 2011), Detroit muestra un paisaje desolador.
Entre 1958 y 2008, la ciudad perdió el 58 por ciento de su población. Ahora, una tercera parte de la población que quedó vive en la pobreza, un porcentaje altísimo para una ciudad de EE.UU., y la mayor parte del resto no está muy lejos de ser pobre. El ingreso familiar es la mitad del promedio del país. El desempleo es de 25 por ciento, 2,5 veces el del país. Su tasa de asesinatos es 10 veces la de la ciudad de Nueva York.
Glaeser analiza cómo es que Detroit llegó a este punto despuíés de haber sido una de las ciudades más prósperas de EE.UU. Mucha gente cree que la decadencia de la ciudad es consecuencia de la declinación de la industria automotriz, que dominaba la economía de la ciudad. Pero las fechas no concuerdan. Y muchas otras ciudades se han recuperado de declinaciones de sus industrias generando nuevas más rentables. Detroit no pudo hacerlo.
La industria automotriz comenzó a declinar en los años setenta, cuando la primera crisis petrolera volvió demasiado caros los enormes carros norteamericanos de esa íépoca. La declinación de Detroit había comenzado al menos una díécada antes, con los disturbios raciales de 1967, que incluyeron incendios y generalizada violencia. Estos disturbios resultaron en un ambiente político muy caldeado que culminó con la elección de Coleman Young a la alcaldía de la ciudad. Coleman llegó con la clara intención de vengarse de las clases altas y medias, que íél creía que eran los culpables de los problemas de los Afro-Americanos de Detroit.
En esta línea, Coleman Young rápidamente inauguró una íépoca de insultos, acusaciones públicas contra la empresa privada, las clases medias y los blancos en general, acusándolos a ellos y a gobiernos anteriores de todos los problemas que no podía resolver. Luego puso un alto impuesto sobre la renta para que, pensaba íél, fueran los ricos y acomodados los que pagaran los crecientes gastos de la alcaldía. Los pobres, que eran mayormente Afro-Americanos, se sentían tan reivindicados con estas acciones que reeligieron por 20 años a Young. Con cada insulto se sentían mejor.
Los insultados, las clases altas y medias, que eran el corazón de economía de la ciudad, primero dejaron de invertir en los confines de la ciudad, y luego emigraron a los suburbios, que estaban fuera del control de Young, dejando a Detroit convertida en una ciudad de pobres. Así fue que Young logró convertir Detroit en una ciudad con una proporción tan alta de pobreza y con tan pocos recursos humanos y de capital para combatirla.
Young trató de contrarrestar el rápido empobrecimiento de la ciudad haciendo grandes obras municipales —como el centro de oficinas Renacimiento, el sistema elevado de tránsito rápido tipo Disney World y la Arena Joe Louis, que se convirtieron en elefantes blancos en una ciudad pobre que no tenía uso para ellos. Las píérdidas fueron enormes. Por ejemplo, el Centro Renacimiento, que costó 350 millones construirlo en 1977 se vendió en menos de 100 millones en 1996. Además, la municipalidad de Detroit se convirtió en una de las más corruptas de EE.UU. Y todo esto lo pagaban los pobres, porque los ricos y los de clase media (blancos y negros) ya se habían ido a los suburbios o a otras ciudades. La situación se volvió peor con la declinación de la industria automotriz, ya que no había empresarios ni ingenieros ni gente con alta capacidad para inventar nuevas actividades y crear empleo.
Glaeser compara entonces a Detroit con otra ciudad que sufrió los mismos problemas que Detroit —Nueva York. Diferente de Detroit, que en los años sesentas todavía gozaba de la expansión de la industria automotriz, Nueva York ya estaba declinando en esa íépoca porque la industria de vestuario que era su soporte ya no era rentable en la ciudad. Allí, despuíés de disturbios similares a los de Detroit, eligieron a un alcalde tan populista como Young, John Lindsay, que llevó a la ciudad al borde de la bancarrota y dejó que el crimen escalara tanto como en Detroit.
Diferente de los habitantes de Detroit, los neoyorquinos se dieron cuenta del error y eligieron alcaldes serios, conservadores, que no se dedicaron a echarle la culpa a gobiernos anteriores ni a vengarse de nadie ni a construir elefantes blancos sino a mejorar el ambiente humano de la ciudad. Limpiaron Nueva York de crímenes, racionalizaron los impuestos, dejando que el sector privado desarrollara nuevas actividades, más rentables que la manufactura de vestimentas, y la ciudad salió adelante. Ahora, los pobres de Nueva York son mucho menos en número que los de Detroit y viven mejor que ellos. Los afroamericanos se han integrado a una sociedad más abierta en Nueva York, mientras que los de Detroit viven sumidos en un ambiente espantoso de crimen y pobreza.
Este es el futuro que nos espera si el gobierno actual sigue con sus actitudes de lucha de clases, ignorando que el progreso vendrá de la inversión privada y no de ahogarla. Aquí la empresa y la clase media no ha emigrado pero ya dejaron de invertir. La pobreza está aumentando, no sólo como proporción sino en tíérminos absolutos. El odio de clases y el populismo sólo pueden empeorar esta situación.