Por... Ernesto Ochoa Moreno
Ni jóvenes ni viejos, porque los ejecutivos presumen de estar por encima del tiempo.
Sólo las gafitas bifocales recortadas, que hacen equilibrio en su nariz, pueden dar una pista. Porque si son jóvenes, asumen poses de madurez inexistente; si viejos, hacen alarde de una ficticia juventud que los kilos o las canas se encargan de desmentir.
A toda hora, en todo momento, están tensos, nerviosos, insoportables, luchando a brazo partido para atender a los cientos de negocios que dirigen, o sueñan dirigir, o les hacen creer que están dirigiendo; a las mil y una juntas directivas de las que hacen parte o a las que son invitados como premio de consolación; a los infinitos compromisos sociales a los que no pueden dejar de atender, so pena de perder vigencia; a los almuerzos de trabajo, a las reuniones de trabajo, a los viajes de trabajo, a las juergas de trabajo.
Para los ejecutivos la creación quedó mal hecha porque el día no tiene sino veinticuatro horas.
Ahí están, entre los barrotes invisibles de su jaula de cristal, los ejecutivos.
" Executivus homo ", digo yo, para bautizar de alguna manera a estos curiosos especímenes de la fauna humana. Su comportamiento está regido por varias normas inquebrantables: hay que hacer las cosas ya; está prohibido equivocarse; aquí mando yo; hay que buscar la excelencia, la calidad total.
Todo lo que ellos no hacen personalmente, queda mal hecho. Si algo los distingue frente al común de los mortales, es que tienen siempre la razón. Los que se equivocan son los otros. Sus órdenes son inaplazables. No pueden existir obstáculos a sus deseos, a sus proposiciones, a sus ideas felices.
Los ejecutivos, tan mesiánicos ellos. Se creen diosecitos que están haciendo el mundo. Omniscientes, omnipresentes, omnipotentes. No pueden fallar. Tienen másteres y diplomas, viajes y representaciones, una hoja de vida sin resquicios.
Pero dan grima, los ejecutivos. Han perdido el sentido de la vida. En la casa no los aguantan y en la oficina no se los resisten, aunque todos les brindan o la mentirosa sumisión del esclavo o atemorizadas sonrisas de áulicos y paniaguados.
El estríés es su forma de existencia. No tienen tiempo para el amor, para el humor, para cultivarse espiritual y culturalmente, para descansar, para lo único que les falta en la vida: dejar de ser ejecutivos.
A pesar de las apariencias, se han deshumanizado. A fuerza de ser ellos los dueños del poder y los dueños de las decisiones, y los dueños de las riquezas y del mundo que los rodea, han terminado siendo robots, máquinas, peleles llevados y traídos.
Pero son felices, porque están (creen estar) en el pináculo de la gloria. Renunciarán a muchos placeres, pero nunca al orgasmo que les produce ver sus nombres en los periódicos, junto a la sempiterna foto de archivo que los mantiene vivos.
Ni mucho menos dejarán pasar la ocasión de que los entrevisten por radio o televisión sobre lo que saben y lo que no saben, o de armar camorra, en esa nueva versión de las peleas de verduleras que son los trinos, por cualquiera de las nuevas redes sociales.
Con tal de figurar, no temen hacer el ridículo. Despuíés de todo, se sienten irremediablemente condenados a ser famosos.
A ello sacrifican lo que sea. Aunque detrás del corazón sientan ya el trotecito perturbador del infarto que acabará con la gloria y con una vida que a la vuelta de tanto desvivirse, no se vivió a plenitud.
Epitafio: Vanidad de vanidades, y todo vanidad.