Se ha descubierto en Atlanta, Georgia, un fraude monumental. En ese estado se dio a conocer los resultados de una investigación, según la cual en casi la mitad de las escuelas en esa ciudad se alteraron los exámenes de los alumnos desde el 2001, con el propósito de conseguir las calificaciones exigidas y simular que la mayoría de los estudiantes realizaban progresos año tras año. Una indagación periodística reveló que todo era un globo y a las autoridades no les quedó otro remedio que meter las narices en el asunto. Alrededor de 178 educadores se han visto implicados en el masivo engaño.
No creo que nadie en su sano juicio saldrá a defender una trampa así. El fraude siempre es censurable por la falta de escrúpulos que denota y el carácter corruptor que encierra. El fraude acadíémico lo es doblemente, pues socava algo tan sagrado como la educación y golpea a quienes van a las aulas a aprender. Pero la crítica no debería quedarse en la superficie. A lo largo y ancho del país, se ha puesto de moda culpar a los maestros por las fallas del sistema educativo estadounidense, en vez de ir al fondo del problema. Casi nadie habla, por ejemplo, de esas leyes absurdas, aprobadas en tiempos del presidente George W. Bush, que fijan metas inalcanzables, ni de las presiones descomunales a las que son sometidos los administradores y maestros de nuestras escuelas públicas.
Exámenes estandarizados como el CRCT de Georgia o el FCAT de la Florida se han convertido en una carga agobiante en casi todos los estados de la nación. Pregúntele a un director de escuela, y quizás le confesará cuánto estríés producen. Pregúntele a un maestro, y le contará cuánto tiempo le roban a la verdadera instrucción. Pregúntele a un alumno, y le dirá cuánto cansancio y aburrimiento genera la preparación para estos exámenes que sólo miden mecánicamente ciertas habilidades de escritura, lectura, matemática y ciencia, dejando fuera muchas otros conocimientos que tambiíén son importantes. Ese afán enfermizo por cuantificarlo todo y castigar o premiar según la dictadura de los números, como si las escuelas fuesen fábricas, está minando el sistema educativo.
Nuestros políticos -responsables en última instancia de estos necios mandatos- no acaban de entender la verdadera naturaleza de la educación. Por eso insisten en dañarla, sin importarles las consecuencias. Ojalá encontremos pronto el antídoto contra tanta insensatez.