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Autor Tema: Reflexiones sobre la crisis energíética desde un fragmento colonial del mundo…  (Leído 247 veces)

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Por...  Horacio Machado Aráoz
 

íšltimamente, a los ‘cortes’ de energí­a elíéctrica y de agua potable, al racionamiento y a los cortes ‘selectivos’ del gas de red y envasado, la/os argentina/os hemos sumado otro capí­tulo de una historia de despojo: la falta de combustibles lí­quidos para el transporte privado y público. Largas colas de autos y motocicletas pueden verse en las principales ciudades del paí­s; construyen un paisaje urbano novedoso que presagia y sintetiza los dilemas que se ciernen sobre nuestra sociedad en particular, y sobre nuestro ‘modo de vida’ moderno-colonial occidentalocíéntrico, en general.
 
La falta de combustible fósil, en sus diferentes formas, hace parte de la saga trágica del extractivismo neocolonial que en nuestros dí­as asola al paí­s (y a la región). En el caso argentino, es el final anunciado de una historia de saqueo obsceno que empezó con la privatización de YPF y la polí­tica de vaciamiento de las reservas nacionales de hidrocarburos que operó y usufructuó Repsol en los ’90, exportando crudo hasta secar los pozos y construyendo gasoductos a Chile para proveer de gas barato a las grandes mineras canadienses que explotan el cobre de ese paí­s, como si la Argentina fuera una ‘gran potencia’ petrolera y gasí­fera. Tras la crisis de 2001 y pese a la retórica ‘progresista’ y ‘nacional y popular’ del kirchnerismo, las viejas formas de entrega de los ’90 se continuaron, extendiendo anticipadamente y por largos perí­odos de tiempo las concesiones de explotación bajo las mismas condiciones del menemismo; se siguió permitiendo la exportación de crudo y de gas y se les dio a las petroleras la ‘licencia’ de no ingresar al paí­s la totalidad de las divisas obtenidas por sus ventas al exterior. Pero fundamentalmente, el kirchnerismo subsidió a los grandes capitales extractivistas uno de sus insumos más onerosos, la energí­a; apoyó con gasoil subsidiado la expansión de la frontera sojera; construyó centrales tíérmicas altamente contaminantes para abastecer a las ‘armadurí­as’ de la industria automotriz transnacional radicada en el paí­s, y más aún, les aseguró el aprovisionamiento de energí­a barata a los grandes capitales mineros que expandí­an su saña extractivista en las provincias cordilleranas. Un solo ejemplo basta para dimensionar la magnitud del saqueo energíético que implica la minerí­a a gran escala: Minera Alumbrera, primer megaemprendimiento radicado en el paí­s, consume según sus declaraciones, más de 850.000 MW/h y más de 65 millones de litros gasoil anuales, en una provincia cuyo consumo total de electricidad es de alrededor de 470.000 MW/h anuales y cuyo parque automotor demanda 45 millones de litros de combustible al año. Un solo emprendimiento consume más energí­a que toda una provincia de más de 360.000 habitantes. Por si esto fuera poco, las tarifas elíéctricas y el combustible para las mineras es ‘libre de impuestos’, por lo que en tíérminos reales, lo pagan casi al 50 % de lo que le cuesta a cada ‘ciudadano común’.
 
Con este tipo de polí­ticas, llegamos hoy al patíético pero revelador escenario del presente: el oficialismo anuncia de modo exitista que la industria automotriz batió un nuevo ´record y que en el primer semestre del año en curso se vendieron 400.000 autos 0 km en el paí­s; sin embargo, no hay combustible para ‘hacer andar’ esos autos. El paí­s se ha quedado sin reservas suficientes de petróleo para abastecer su demanda interna y se ve imperiosamente confrontado a un escenario de dependencia energíética, en un contexto mundial signado por la crisis del agotamiento del crudo y la intensificación de las disputas por la apropiación energíética.
 
Pero, más allá de la patíética condición colonial que signa nuestro escenario nacional y regional, el actual colapso energíético que vive el paí­s puede ser un importante disparador para reflexionar, no ya sobre los misterios que envuelven y producen la larga sobrevivencia histórica del colonialismo y su dimensión más crí­tica –el imperialismo ecológico-, sino que, más en el fondo, invita a reflexionar sobre la increí­ble irracionalidad manifiesta sobre la que se apoya el ‘estilo de vida’ moderno-occidental, incluidos sus grandes aparatos generadores, esto es, el capital, la ciencia y el estado modernos.
 
Esas largas colas de autos esperando horas por un poco de combustible disparan la pregunta ecológico-polí­tica crucial: ¿Cuánta energí­a ‘necesitamos’ para ‘vivir’? Mejor dicho, ¿cuánta energí­a ‘demanda’ nuestro actual ‘estilo de vida’? Quíé tipos de energí­a usamos? De dónde proviene, cuánta hay disponible, cuánto, cómo y para quíé la consumimos? Y probablemente la pregunta más incómoda pero polí­ticamente relevante: ¿cómo se reparte la energí­a socialmente disponible entre distintos grupos y sectores sociales (clases, pueblos, paí­ses)? Quiíénes y cómo se fijan los criterios y los mecanismos a travíés de los cuales se distribuye geográfica y socialmente? Son esos criterios y mecanismos ‘eficientes’, ‘justos’, ‘equitativos’, ‘económicos’?
 
Ciertamente, la cuestión de la energí­a es algo decisivo e imprescindible para toda forma de vida en general, incluidos los seres humanos. Pero, a diferencia de los restantes seres de la naturaleza, que tienen formas preestablecidas de aprovisionamiento energíético, los seres humanos dependemos de sistemas energíéticos polí­ticamente creados, es decir, se trata de modos de aprovisionamiento energíético mediados por nuestras concepciones culturales, creencias, gustos, por las formas sociales de trabajo y organización de la producción, y –decisivamente- por el sistema de relaciones de poder que estructura la vida colectiva de los agrupamientos humanos (tambiíén polí­ticamente definidos). Entre otras cosas, ese sistema de relaciones de poder determina quíé tipos de energí­a usamos, cómo las extraemos, cuánta energí­a ‘le toca’ a cada uno, etc. Como con el agua y el alimento (dos formas fundamentales de energí­a), decidir sobre la ecuación energíética de una sociedad es un efecto y un medio de poder; a mi juicio, el más decisivo de todos.
 
Lo que llamamos ‘economí­a’ (el sistema material y simbólico de producción tanto de nuestras necesidades, como de las formas y los medios para satisfacerlas), es un campo de poder crucial, porque todas las decisiones ‘económicas’ son, en definitiva, modos de decidir sobre el uso y la distribución energíética. Sin embargo, en nuestra forma ‘predominante’ de conocimiento, rara vez asociamos la economí­a con la energí­a; más bien la tenemos como el área de conocimiento ligado al ‘dinero’. Y es que, tambiíén el conocimiento (como la ignorancia) se produce polí­ticamente (es decir, social e históricamente); es lo que, en definitiva, está en el subsuelo de nuestras formas de percibir, concebir y vivir/habitar-el-mundo…
 
Si lo viíéramos en esa perspectiva epistíémica, quizás podrí­amos ‘caer en la cuenta’ que la ‘economí­a que hemos creado (desde hace apenas unos 500 años atrás) es una economí­a que se ha desentendido de la energí­a como cuestión vital. Es una economí­a cuya forma de ‘riqueza’ (el dinero) no tiene prácticamente nada que ver con el ‘uso adecuado de los flujos energíéticos’ sobre los que se sostiene la vida. Hemos aprendido a ‘vivir’ pensando que la economí­a consiste en ganar dinero; algo es ‘viable’ (y ahora, ‘sustentable’) si al final (de un ejercicio financiero) el ‘emprendimiento’ da más dinero del que hemos ‘invertido’ en montarlo; si no, ‘no es negocio’. No estamos acostumbrados a pensar, en cambio, un emprendimiento económico en tíérminos de cuánta energí­a demanda, si la extraemos de flujos o del stock energíético de la naturaleza, y para cuánto tiempo ‘tenemos’ esa energí­a que necesitamos…
 
Al desentenderse completamente de esto, la ‘ciencia económica’ moderna ha creado una gran maquinaria de producción de ‘riqueza’ cuyo funcionamiento demanda y requiere de un constante y creciente uso destructivo de energí­a. Sobre todo a partir de la ‘revolución industrial’, hemos ido abandonando el aprovechamiento de los flujos energíéticos y hemos empezado a ‘gastar’ crecientemente los stocks de energí­a disponibles en la naturaleza (y creados en tiempos geológicos).
 
Centrada en el dinero, la economí­a moderna no le ha prestado demasiada atención a esto. Ha ideado así­ un sistema en continuo ‘crecimiento’. Para economistas y polí­ticos ‘bienestar económico’ es sinónimo de ‘crecimiento’: expansión del consumo, de la inversión, de los ‘puestos de trabajo’… Una ‘economí­a sana’ es aquella en la que la gente tiene cada vez más ‘plata’, más artefactos, más ‘servicios’… Pero el tema es que más ‘producción’ es inevitablemente más extracción de energí­a; más extracción de materiales y más producción de desechos (encima, muchos de ellos altamente tóxicos para la salud de los ecosistemas, incluidos los humanos). Se trata de una ‘economí­a’ en la que incluso la contaminación, la enfermedad o la muerte, puede ser una ‘buena noticia’, basta que creemos modos ‘rentables’ de ‘descontaminar’, de ‘curar’ y de ‘prestar servicios fúnebres’ …
 
Todo estarí­a bien, excepto por un ‘pequeño detalle’: el dinero, en su materialidad fí­sica, no calma la sed, no alimenta, y serí­a un medio muy ‘ineficaz’ de vestimenta… Por cierto, por más que le ‘pongamos’ billetes al ‘tanque’, no hay moto ni auto que arranque… Pese a la deslumbrante genialidad de la condición humana, no podemos ‘crear’ energí­a; apenas la ‘tomamos prestado’ de la Tierra (eso que ‘culturas inferiores del pasado’ llamaron ‘Madre-Diosa’). De modo tal que nuestra ‘cultura superior’, moderna, ultratecnologizada y del confort sofisticado, se basa en una racionalidad que vive creyendo en el crecimiento infinito dentro de un mundo con taxativos lí­mites geofí­sicobiológicos… Como dijo Kennet Boulding, eso sólo puede ser cosa de locos, o de economistas….
 
La gran cuestión ecológica-polí­tica de nuestro tiempo es que vivimos en un mundo cuyo sistema de ‘producción de riqueza’ se basa en el uso destructivo de energí­a. Crece y se expande a costa del consumo de la Vida, en sus fuentes, en sus flujos y en sus formas. Esto es lo crucial. No se trata de ‘imagen corporativa’; tampoco de un ‘slogan’ para las elecciones; tampoco se ‘resuelve’ con ‘eco-campañas’ del tipo, ‘vamos al súper con nuestra bolsa’ o ‘clasifiquemos la basura’…
 
Pensar así­ la cuestión ecológica, claro, nos lleva a la incómoda situación de tener que recrear radicalmente nuestra actual forma de vida… Para la gran mayorí­a (todaví­a), esto suena como algo ‘descabellado’; cosa de ‘loquitos’ que ‘quieren volver al pasado’… Es más cómodo pensar que nunca tendremos lí­mites. En nuestra (corta) vida personal, vivimos ‘sin pensar’ en la muerte, porque de otro modo, la idea de la muerte nos paralizarí­a. Pero, eso que resulta un práctico dispositivo vital en tíérminos de ‘individuos’, puede llegar a ser fatal si lo planteamos en tíérminos de especie… Si queremos sobrevivir como especie (y la ecologí­a refiere al saber sobre la vida como especie, es decir, como comunidad) tendrí­amos que re-pensar la cuestión de los lí­mites… Por ahora, es sólo ‘cosa de locos’.
 
Como los ‘economistas’, los ‘ecologistas’ estamos tambiíén locos, pero al revíés: no creemos en la ‘inversión’; pensamos en los lí­mites; no creemos en el ‘individuo’, sentimos como comunidad… No creemos que se trate de ‘volver al pasado’, sino, más bien, de recuperar el futuro… Si no somos capaces de cambiar, ojalá estemos equivocados.
 
Horacio Machado Aráoz (Colectivo Sumaj Kawsay – Catamarca. Docente de la Universidad Nacional de Catamarca, Rep. Argentina)


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