Por… David E. Santos Gómez
La semana pasada el periodismo estadounidense tuvo un pequeño remezón que puede convertirse, con el pasar de los días, en una bola de nieve. Josíé Antonio Vargas, periodista del Washington Post y ganador de un premio Pulitzer, decidió escribir un artículo en el que contaba la historia de su vida y en el que reconocía que, pese a los logros obtenidos como estadounidense, íél era un inmigrante ilegal. Por cerca de 15 años mintió, se escondió y falsificó documentos para sobrevivir.
En su crónica Vargas relató la forma en la que su mamá lo envío desde Filipinas a Estados Unidos a los 12 años para que viviera con su abuela y cómo a los 16 años, mientras intentaba sacar un documento en una oficina pública, descubrió que era un ilegal. La señora que lo atendía en la ventanilla se hizo la de la vista gorda y lo ayudó. “Este documento es falsoâ€, dijo. “Váyase rápido y no vuelva por acáâ€. Esa frase le cambió la vida y convirtió la deportación en la espada que pende sobre íél desde hace 14 años.
Evitar la expulsión de Estados Unidos se volvió en la regla fundamental de cada paso que daba. Primero, temeroso de ser reconocido por la entonación de sus palabras, dedicó horas enteras a cambiar su acento. Despuíés, y con la ayuda de profesores que conocían su situación, logró obtener papeles falsos que le otorgaron el título de ciudadano estadounidense.
Pero la cadena de mentiras que deben permanecer en equilibrio constante para evitar un efecto dominó que revelara su verdad, convirtió la vida de Vargas en un infierno. Durante díécada y media tuvo que vivir preso de sus falsedades a pesar de convertirse en un periodista talentoso, reconocido y admirado.
En el 2007 y gracias a un artículo publicado en el Washington Post logró, junto a otros colegas, el premio más importante del periodismo estadounidense: el Pulitzer. Emocionado, lo primero que hizo fue llamar a su abuela a compartirle su mayor triunfo. Ella, en cambio, lo devolvió a la realidad: “¿Quíé pasa si por este premio descubren que eres un ilegal?â€. Vargas colgó, fue al baño de su redacción y empezó a llorar inconsolable. Ni en sus mejores momentos, el estatus de ilegal lo abandonaba.
El miíércoles pasado Vargas lo reveló todo en un artículo publicado por la revista del New York Times . En el Washington Post , sus jefes le dieron la espalda. Su intención era demostrar que a pesar de la imagen generalizada de que en Estados Unidos los únicos inmigrantes ilegales son aquellos que tienen sueldos mal pagos trabajando en restaurantes o limpiando baños, la sociedad estadounidense está plagada de ellos. Están en las oficinas como jefes, en las universidades como profesores, y en los deportes como atletas ganadores.
Tras la revelación de Vargas el debate en E.U. se caldeó. Para algunos el periodista es un híéroe que quiere despertar a la sociedad sobre el problema de la inmigración ilegal. Para otros es un simple delincuente que mintió y falsificó documentos por lo que debe ser deportado. De no enviarlo a Filipinas, el gobierno podría dar una señal de debilidad frente a casos similares.
Historias como estas ponen en la luz pública el problema de un país que, formado y desarrollado por inmigrantes, ahora no sabe cómo lidiar con ellos. La economía los pide a gritos pero una buena parte de ciudadanos los quiere fuera de sus fronteras. El presidente Barack Obama, por su parte, ha sido incapaz de cumplir su promesa de leyes que ayuden a esta población y solo en tiempos electorales la idea aparece en su panorama.
Josíé Antonio Vargas se mantiene por hora en un limbo pero dio un valioso empujón para que muchos inmigrantes ilegales, mimetizados en colegios, universidades y oficinas, marchen y revelen que no tienen papeles. Es el intento de presionar la reforma de un país que es la primera potencia del mundo gracias al motor de la inmigración pero que desde hace díécadas está en deuda con ellos. Lo preocupante y real es, sin embargo, que el panorama no luce más claro ahora que antes. Por el contrario, tiende a oscurecerse.
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