Por... Gustavo Duch Guillot
Les llamaban ‘los chiflados’ desde hacía muchas díécadas, y más de un siglo. Otros eran ‘los bermellones’, no por sus vinculaciones políticas sino porque en esa familia nacían bastantes bebíés pelirrojos; la familia de la plaza eran ‘los sarus’ porque la bisabuela Sara mandaba mucho más que el varón de la casa, rompiendo los cánones patriarcales; Carolina y sus hijos, todos dedicados a la huerta eran ‘los mugres’ por su ropas de trabajo… Y así todas las gentes de aquella comarca asturiana andaban bautizadas antes de nacer.
Según el censo y las estadísticas de la Unión Europea estaban atrasadísimos. Eran pobres ‘per cápita’, en municipios pobres, de regiones desfavorecidas, lo que les calificó para recibir apoyos en forma de proyectos de desarrollo rural, cooperación incluyente y otras brillantes ideas. Pero ni así. ‘Los chiflados’ y el resto de vecinos y vecinas de la comarca parecía que se esforzaban en no despobrecerse. Un manchurrón en los mapas institucionales.
Fue cuando llegaron los vientos modernizadores que se quedaron descolgados del progreso y el desarrollo. Les pareció que aquello de cambiar huevos, acelgas o calabazas por unos papelitos verdes y marrones con números y unas caras desconocidas no tenía ningún sentido. Y más aún, sospecharon que no podía ser bueno, así que decidieron seguir con sus costumbres amonetarias.
La cosecha del hortelano la cambiaba por las gallinas y la leche del ganadero. El dueño de las gallinas cambiaba huevos por aceite en el molino. Los salmones que pescaba el cura le permitían comer carne cuando no alcanzaba con las limosnas ni la dote del obispado. Con la doctora era sencillo, el equivalente a un cerdo anual en carne y embutidos daba derecho a todas las visitas, purgas y consejos que recetaba. Sólo para algunas cosas, como los libros de la escuela, les obligaba a recurrir al uso del dinero. Entonces el tendero del pueblo les pagaba su miel, galletas, empanadas o pimientos en conserva con esos papelitos. ‘Los chiflados’ tan locos eran, que los dineros que no necesitaban pero tenían, los guardaban bajo los colchones. No vieron nunca con buenos ojos eso de las cajas de ahorro y bancos.
Y así, siendo chiflados y pobres de remate, llegaron los tiempos de la globalización alimentaria y el poder financiero. Y como una isla, quedaron rodeados por todas partes de crisis y crisis. La economía sin príéstamos no caminaba, las familias sin sueldos poco podían comprar, y el Estado en díéficit y quiebra rota nada podía ofrecer. En las ciudades necesitaban del grano producido a miles de kilómetros y el resto de comida la producían –congelada o enlatada- industrias en suspensión de pagos.
En aquella tremenda crisis, donde el paro agarró a más de la mitad de la población, donde los ahorros se esfumaron o perdieron valor y donde los míédicos ya no sabían curar sin medicamentos, la vida chiflada… fluyó como siempre, intercambiando verduras, ganado, esfuerzos y saberes, todo de fabricación local, al mismo ritmo natural de siempre.
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Las crisis económicas y de los dineros, aunque parezca una contradicción o una chifladura, sólo pueden resolverse con propuestas antieconómicas, como el decrecimiento, el buen vivir o la soberanía alimentaria, que nacen con la recuperación de valores humanos olvidados. Donde existe apatía pongamos entusiasmo; donde manda la competitividad coloquemos la solidaridad; si todo es dominación demos paso a la participación; y pongamos fin al reinado de la productividad para alcanzar fertilidad social. Cambios que nos permitan a su vez enfrentar con garantías las próximas crisis que ya asoman tras las esquinas y, que sí y mucho, nos deben preocupar: la crisis climática y energíética.
‘Ya no hay locos’ –decía León Felipe. Ese es el problema, ya no quedan chiflados.