Por... ERNESTO OCHOA
Me pregunto a menudo por quíé me deprimen los centros comerciales, los supermercados, las grandes superficies atiborradas de mercancías, el impúdico culto al dinero que se oficia en las catedrales del consumo.
Metido en ese atafago de compradores llevados de la ternilla por los reclamos publicitarios y las mendaces promociones, me da entonces por mirar los rostros de la gente, indagar sus miradas, seguir sus andares y sus prisas, adivinar sus entusiasmos y desalientos. No son felices. Me impresionan esas caras largas, invadidas por un extraño aire de cansancio. Si el consumismo es el paraíso, ¿cansados entonces de quíé?, ¿cuál es la tristeza?
Ya en la casa, para apaciguar la desazón que se ha venido enredada dentro de las bolsas plásticas llenas de cosas innecesarias, rastreo en mi vieja bitácora de lecturas un texto que alguna vez trascribí de D. H. Lawrence , en "El amante de Lady Chatterly" (1928), en que hablaba de la tristeza de no tener dinero para gastar. Que es la tragedia de la sociedad de consumo.
"Los jóvenes están cabreados porque no tienen dinero para gastar. Toda su vida depende de poder gastar dinero, y ahora se encuentran sin íél. Esta es nuestra civilización y nuestra educación: acostumbramos a las masas a depender por completo del gasto del dinero y luego el dinero desaparece".
Ese es el problema. Ahí está la raíz de la tristeza, del cansancio. Somos como niños parados ante una vitrina llena de juguetes que no podemos adquirir. Por eso lloramos, pateamos, rabiamos. Si no podemos comprar, estamos muertos.
Añade Lawrence: "¡Si se les pudiera explicar que vivir y comprar no son lo mismo! Pero es inútil. Con sólo que estuvieran educados para vivir, en vez de para ganar y comprar, podrían vivir muy bien con veinticinco chelines? Deberían aprender a estar desnudos y ser bellos, a cantar juntos, a bailar en grupo como antiguamente, a labrar las sillas donde se sientan y a bordar sus propios emblemas. El dinero les sobraría. Esa es la única forma de solucionar el problema industrial: enseñar a la gente a que sepa vivir y viva en la belleza sin necesidad de comprar".
Revivo mis andanzas de pobre diablo (más pobre que diablo, ciertamente) extraviado en el supermercado y entre las vitrinas del centro comercial. Me hacen muecas las caras del consumo. Por activa o por pasiva, todos nos vemos arrastrados borreguilmente hacia el despeñadero, obedientes al cencerro de la publicidad. "Son un rebaño triste, un montón de moribundos: muertos para las mujeres, muertos para la vida", comenta Lawrence, y remata: "El dinero envenena cuando se tiene y mata de hambre cuando no".