Por... Manuel Hinds
El presidente Funes anunció recientemente su propósito de emitir una ley de inversiones que proteja a los inversionistas manteniendo las condiciones existentes en el momento de su inversión. Esto significa que, por ejemplo, las empresas seguirán pagando las mismas tasas impositivas que había en el momento en el que se formaron, aunque estas tasas cambien para todos los demás. Esta propuesta daría a los inversionistas una certeza legal entendida de la manera más rígida —para ellos, nada cambiará en su relación con el gobierno. Ofreció tambiíén consultar al sector privado sobre la redacción que la ley debe tener.
Esta iniciativa da una muestra de un cambio muy positivo en la actitud del presidente con respecto a los inversionistas y la inversión. La propuesta sin duda emerge del entendimiento de que la inversión necesita confianza en el futuro para llevarse a cabo. La manera específica de hacerlo —congelando las circunstancias en las que cada quien invirtió— tambiíén es muy popular y es frecuentemente considerado como "mejor práctica" por las instituciones internacionales. Pareciera que es la mejor manera de hacer sentir protegidos a los inversionistas. Es, sin embargo, una manera extrema, que se ha usado mucho en países en los que las condiciones en las que opera la empresa privada se han cambiado mucho y de una manera arbitraria, con actos como expropiaciones, creación de privilegios para las empresas públicas y similares o la creación de esquemas impositivos fundamentalmente irracionales.
Aunque esto ha pasado en algunos sectores —especialmente en el sector elíéctrico— no es el caso generalizado en El Salvador. Hasta este momento, la seguridad de la inversión no ha sido violada en nuestro país. Lo que ha causado incertidumbre no han sido las acciones, sino las palabras y las actitudes del gobierno, el partido oficial y el presidente mismo, y la falta de credibilidad del gobierno como ejecutor de planes que razonablemente puedan resolver los problemas fundamentales del país. Como la experiencia de todos los países desarrollados demuestra, no necesitamos asegurarle a los inversionistas que nada cambiará en su entorno para que inviertan. No es ni siquiera sano hacerlo. El inversionista toma riesgos, y es por ellos y por su creatividad que genera utilidades. Un empresariado que no toma riesgos no es creativo, se anquilosa, se desconecta de la realidad del país, y eso no es lo que queremos.
Pasar esa ley ni siquiera es constitucional porque violaría el principio básico de nuestro orden jurídico de la igualdad de todos ante la ley. Habría empresas compitiendo pero pagando impuestos diferentes —los existentes en el momento de su creación, que serían diferentes para cada una. Esto sucede en países, como Colombia, en los que este tipo de seguro se ha ofrecido a los inversionistas bajo un arreglo en el que ellas pagan un poco más de impuestos que los existentes en el momento de su creación pero están aseguradas contra un cambio de los impuestos. El resultado es un desorden fiscal que va aumentando en un esquema que va a favor de las empresas viejas y en contra de las nuevas.
En la ambición legítima de promover la inversión no tomemos medidas extremas que en el fondo erosionan el ríégimen de derecho en el que queremos vivir. Los empresarios tienen que correr los mismos riesgos que corren los otros ciudadanos, y si a ellos se les promete que no se les cambiará el ríégimen tributario, igual habría que prometíérselo a todos los niños en el momento en el que nacen, independientemente de si serán empresarios, o trabajadores, o lo que sea. Esto rigidizaría al país y lo convertiría en piedra.
De otra forma, la ley propuesta no sería ni justa ni conveniente. Lo que necesitamos no es una ley que diga que no habrá cambios, sino la seguridad de que cuando haya cambios estos se hagan de acuerdo a la legalidad establecida, siguiendo procedimientos legítimos y protegiendo los derechos de los inversionistas y de los otros miembros de la sociedad. En los países desarrollados nadie promete que no cambiarán las circunstancias, sino que cuando cambien se hará legal y legítimamente.
En ese sentido, la Sala de lo Constitucional ha estado haciendo mucho, generando un ambiente de confianza de que aquí prevalece el ríégimen del derecho. Esto es todavía frágil, pero el Presidente puede trabajar mucho en mejorar el gobierno basado en principios de legalidad y hacer ver que sus acciones o palabras no estarán basadas en caprichos y arbitrarias demostraciones de poder sino en la legalidad y la conveniencia del país. Esto abonará a la confianza necesaria.
El otro elemento que hace falta para promover la inversión es que el gobierno demuestre competencia en la reducción de los trámites burocráticos y en la puesta en práctica de soluciones sencillas pero efectivas para los problemas del país. Por ejemplo, el gobierno podría implementar los planes que existen para convertir las quebradas de San Salvador en lugares seguros y dignos a travíés de establecer la presencia del estado con escuelas, unidades de salud bien equipadas, puestos de policía y otras facilidades públicas, recuperando para el país áreas que ahora están perdidas al crimen y la violencia. Nada, excepto el respeto a la legalidad, transmite el optimismo que se necesita para la inversión como la ejecución eficiente de planes inteligentes por parte del gobierno. Si el presidente transita por estas vías, sus últimos dos años podrían tornar el pesimismo en optimismo.