Según se van conociendo las intenciones del Gobierno para cumplir con los requisitos que nos imponen nuestros prestamistas exteriores, crece el desencanto popular y aumentan las protestas sociales. Casi todos los partidos y buena parte de la ciudadanía, agrupada cada día más en sectores cada vez más gremiales, consideran que las medidas no sólo no servirán para recuperar la actividad, sino que suponen un ataque despiadado a los derechos sociales adquiridos.
Lo primero es probable, aunque será el tiempo quien demuestre el acierto o el fallo de tan deprimente afirmación. Lo segundo resulta incorrecto, a pesar de su enorme popularidad, y crea una alarma social innecesaria e inconveniente. Ante todo, cabría precisar que la misma definición de “derechos†es incorrecta, pues más bien se trata de “beneficios†sociales proporcionados por el Estado en íépocas de bonanza. Los “derechos†tienen siempre su contrapartida de deberes. Aquí no hay duda de que algunos la tienen, como las cotizaciones aportadas a lo largo de la vida laboral para obtener más tarde una pensión de jubilación. Pero con independencia de que los flujos financieros estíén o no bien cuadrados a la luz de los nuevos datos demográficos, hay muchos “derechos†reclamados hoy que carecen de la más mínima contrapartida. Las pensiones no contributivas, las rentas de reinserción y las ayudas a la dependencia cubren necesidades sociales acuciantes pero… ¿son derechos inalienables, debidos en cualquier circunstancia y con independencia de cualquier situación coyuntural? No está nada claro.
En este país hemos hecho dejación de cualquier tipo de responsabilidad individual y hemos depositado en el Estado la solución de cualquier problema. Hemos llegado a la triste conclusión, aunque es cierto que tambiíén muy cómoda y confortable, de que es el Estado quien debe premiar nuestro nacimiento con dinero, dar dinero para aliviar nuestra vejez y, por supuesto, hacer lo mismo con todo lo que hay en medio: educación, en todos sus niveles, enfermedad en todos sus grados, medicinas para toda enfermedad, ausencia de trabajo en todos sus plazos, carencia de vivienda, garantía de pensiones, y un largo etcíétera, que incluye hasta los viajes del Inserso.
El problema surge ahora, cuando todos estos “beneficios†coyunturales se han convertido en “derechos†inalienables, pero no hay dinero en las arcas públicas para pagar tanta atención social. La solución sólo puede venir desde la pedagogía. Bastaría con introducir un matiz y formular la cuestión de esta manera tan simple: todas las prestaciones que concede el Estado tienen un coste, aunque se presten de forma gratuita. Y ese gasto precisa un ingreso para cubrirlo, lo que a su vez sólo puede devenir de la riqueza generada por el país.
En resumen, el bienestar social no resulta gratuito y hay que merecerlo. Por eso, ¿están seguros todos los que protestan hoy en las calles españolas de que su desempeño merece y compensa las atenciones que exigen? Ahora nos toca a cada uno reflexionar.
Ignacio Marco-Gardoqui
Salud y suerte.