Por... Juan Carlos Hidalgo
Paul Krugman bien podría ser el economista más reconocido del momento. Y tambiíén el más peligroso. Desde su columna del New York Times —reproducida en toda Amíérica Latina— Krugman promueve políticas económicas que suenan como música para los oídos de políticos irresponsables. Su premio Nóbel, otorgado por su trabajo de finales de los setenta en la teoría del comercio internacional, poco tiene que ver con sus tesis actuales sobre política fiscal y monetaria. Aún así, le brinda un aura de autoridad en dichos campos que sirve para descalificar a sus críticos.
El argumento de Krugman es sencillo: Tras la grave recesión de 2008, el consumo privado permanece deprimido, lo que causa que las empresas no inviertan y que el desempleo se mantenga elevado. No es posible reducir las tasas de interíés para estimular el consumo puesto que ya se encuentran cerca de cero. Por lo tanto, le corresponde al Estado llenar el vacío gastando a manos llenas y poniendo dinero en las manos de los consumidores. El planteamiento tiene un problema de entrada: El consumo privado en EE.UU. (en tíérminos reales) ya está por encima de su nivel de finales de 2007, antes de que empezara la recesión. Es más, las ganancias corporativas representan en este momento un porcentaje mayor del PIB que antes de la crisis. Esto indica que no es por falta de demanda que las empresas no están invirtiendo. Sin embargo, Krugman insiste en que “lo que se necesita… es otro estallido de gasto gubernamental†(End This Depression Now, W. W. Norton & Company, 2012).
EE.UU. ya intentó esta receta: desde 2008 el gobierno federal ha gastado $1,1 billones en estímulos fiscales, una cifra equivalente a casi diez Planes Marshall en dólares actuales. El gasto federal se encuentra en su nivel más alto desde la Segunda Guerra Mundial y los díéficit fiscales de los últimos 4 años son los mayores que EE.UU. ha visto en tiempos de paz. Aún así, el desempleo permanece alto y la recuperación es aníémica. Para Krugman, la razón es que el aumento del gasto ha sido muy tímido.
Convenientemente Krugman nunca da una cifra exacta de cuánto debe aumentar el gasto para ser efectivo. El único ejemplo que brinda para respaldar su tesis es el de EE.UU. a la entrada a la Segunda Guerra Mundial, cuando el gasto federal se disparó a 43,6% del PIB. Actualmente se encuentra en 24%, lo que da una idea de la magnitud del “estallido de gasto†que recomienda. Un conflicto bíélico global nunca es deseable, pero para Krugman sería una excusa perfecta para aumentar el gasto a niveles estratosfíéricos. En una notoria entrevista en CNN, Krugman afirmó que lo mejor que le podría pasar a la economía mundial sería la amenaza ficticia de una invasión extraterrestre, ya que el gasto gubernamental en armamentos innecesarios para repeler el falso ataque sacaría a la economía de su letargo “en tan solo 18 mesesâ€.
Es una tesis que Krugman ha elaborado antes: “El hecho es que, en general, las guerras son expansivas para la economíaâ€, escribió en 2008 para señalar los supuestos beneficios económicos de la guerra en Irak. Hace un año afirmó que el desastre nuclear de Fukushima en Japón tambiíén podría ser positivo para la economía mundial. La destrucción es sinónimo de crecimiento para Krugman.
En EE.UU. la deuda federal ya alcanzó el 100% del PIB y la presión demográfica amenaza con llevar al país a la bancarrota una vez que el grueso de la generación de los baby boomers empiece a pensionarse, disparando el gasto en programas como la seguridad social y Medicare. Hace un año EE.UU. perdió su calificación crediticia AAA. Pero para Krugman la deuda no es problema ya que se pagaría sola con el crecimiento que supuestamente generaría el gasto deficitario, y además el gobierno siempre puede recurrir a la Reserva Federal para imprimir dólares. Esto causaría inflación, lo cual tambiíén es deseable para Krugman, quien recomienda una tasa de hasta el 6% anual, sin contemplar que una vez que el aumento de la inflación es incorporado en las expectativas de la gente, su efecto estimulante desaparece, lo que incentiva a las autoridades a aumentar aún más la oferta monetaria, generando mayor inflación.
No obstante, Krugman señala que es imposible tener una alta inflación en una economía recesiva: “sin crecimiento, no hay inflaciónâ€, afirma (End This Depression Now). Olvida así por completo la estanflación de los setenta, cuando EE.UU. sufrió simultáneamente de alta inflación y recesión. Algo similar ocurre ahora en Argentina, país cuya economía Krugman alabó en mayo al describirla como “una notable historia de íéxitoâ€. í‰l achacó a una prensa sesgada la mala reputación de dicho país, obviando las nacionalizaciones, la fuga masiva de capitales, la falsificación de las estadísticas oficiales, el proteccionismo comercial, los controles a la adquisición de dólares y demás políticas populistas implementadas por Cristina Fernández de Kirchner.
Krugman es un crítico acíérrimo de las políticas de austeridad en Europa. Achaca la actual recesión de Gran Bretaña al “evidente fracaso†de los recortes presupuestarios, a pesar de que las estadísticas muestran que en ese país el gasto gubernamental es más alto ahora que hace tres años. Lo mismo es cierto para Francia. En Italia, Krugman calificó de “delirante†al Primer Ministro Monti por su programa de austeridad, aún cuando el gasto público apenas ha caído un 0,14% desde su pico de 2009. En España el gasto ha sido recortado en tan solo 4,6% desde su tope de 2009. Y The Economist reportó en enero que en Grecia, de los 470.000 empleos perdidos desde 2008, ni uno solo ha sido en el sector público. La evidencia es clara en que la austeridad en Europa ha consistido primordialmente de aumentos de impuestos y —si acaso— de modestos recortes de gasto, lo contrario a lo que sostiene Krugman en sus columnas.
He ahí la receta de Paul Krugman: más gasto deficitario, una deuda sin control, impuestos más altos y una mayor inflación. Todo esto, según íél, estimulará al sector productivo y reactivará la economía mundial. Sus recomendaciones deberían tomarse con la misma seriedad que cuando predijo en 1998 que el Internet no tendría un mayor impacto económico que el fax.