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Autor Tema: INTRODUCCION A LA SIMBOLICA  (Leído 715 veces)

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INTRODUCCION A LA SIMBOLICA
« en: Septiembre 04, 2012, 08:49:35 pm »
INTRODUCCION A LA SIMBOLICA
FERNANDO TREJOS
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Los seres de la creación son la manifestación simbólica de una energí­a invisible que ellos mismos contienen en su interior.
Si observamos el mundo que nos rodea, veremos que la creación entera constituye un código simbólico y armónico, y que todas sus partes, en estrecha relación entre sí­, nos muestran una realidad oculta y misteriosa, a la cual únicamente podemos llegar si traspasamos la apariencia formal y penetramos su profundo contenido.
Tanto el cielo con sus movimientos estelares y planetarios, como la tierra, sus estaciones, elementos y reinos, y los variados seres que la habitan, hablan al hombre en un lenguaje mágico y universal que la humanidad desde siempre conoció. A travíés de la contemplación de los sí­mbolos de la naturaleza podemos conocer la realidad sensible; y es por medio de ellos que el ser humano llega a conocerse a sí­ mismo, en su interioridad, pues estos sí­mbolos tienen la virtud de poder conducir al hombre a la región de lo sobrenatural y suprahumano.
Trataremos de estudiar el sí­mbolo desde una perspectiva iniciática y tradicional, siguiendo los lineamientos que han marcado las culturas de la antigí¼edad, que son las que nos han heredado su profundo significado. Para ello es necesario advertir que no nos proponemos de ninguna manera innovar, ni exponer teorí­as de carácter personal, sino que por el contrario haremos lo posible por repetir ideas antiguas que ya han sido expresadas por sabios de todos los tiempos, las cuales el mundo moderno pareciera haber olvidado, y que es necesario recordar aquí­ para que los sí­mbolos a que nos referimos recuperen su primitivo y verdadero sentido que se ha mantenido invariable a travíés de la historia.
Se dice que "el hombre es lo que conoce", y que todo el conocimiento llega a íél a travíés de sí­mbolos. Las variadas formas de los minerales, las plantas y los animales; los colores, tamaños, sabores y sonidos de las cosas, así­ como el clima y las mareas, obedecen a leyes naturales dictadas por el Creador a la creación entera, a travíés de cuya armoní­a El mismo se expresa a sus criaturas.
Y si son simbólicas todas las manifestaciones de la naturaleza, y siendo a partir de ellas mismas que el hombre ha estructurado su existencia, tambiíén lo son todas sus creaciones culturales y todos los medios a travíés de los cuales nos comunicamos los humanos:
Las letras y las palabras son sí­mbolos de ideas arquetí­picas que en ellas están contenidas; tambiíén los números, que manifiestan admirablemente la armoní­a y la jerarquí­a del universo en todos sus niveles; la historia, que en forma precisa repite las leyes cí­clicas de la naturaleza; y el arte, en todas sus formas, que es siempre expresión simbólica de ideas sutiles inspiradas por las musas al artista. La agricultura, el comercio, la construcción de ciudades, templos, habitaciones, carruajes y naves; la guerra, signo de la lucha entre los contrarios; así­ como los diversos oficios y cada uno de los utensilios que se usan en su realización, y tambiíén los juegos con que los pueblos han ocupado el ocio, fueron siempre considerados como sí­mbolos de una realidad trascendente que el ser humano expresa en uno de los grados de la creación universal.
Para la Tradición, el mismo hombre, considerado como un microcosmos, creado "a imagen y semejanza", es una expresión simbólica del universo macrocósmico; y este ser universal, a su vez, es la manifestación formal de su creador invisible y misterioso. Si podemos ver al hombre como un pequeño cosmos que contiene dentro de sí­ todas las posibilidades universales, tambiíén podremos ver al universo entero como a un hombre grande con el que, justamente a travíés de ciertos sí­mbolos, podremos identificarnos en sus diversas dimensiones. La Simbólica es la ciencia que ensena al hombre a investigar en los misterios del cosmos y la naturaleza, expresados tambiíén en las creaciones unánimes de la cultura, empleando el sí­mbolo como vehí­culo de autoconocimiento. Para nuestra ciencia por la via simbólica se practica el arte por excelencia: el arte de conocerse a sí­ mismo.
Las tradiciones antiguas, que aún permanecen vivas gracias a las escuelas de iniciación que han transmitido y preservado sus enseñanzas ininterrumpidamente, consideran al sí­mbolo como el vehí­culo más adecuado de expresión de las verdades de orden metafí­sico, y la Simbólica es la ciencia sagrada que conserva el significado profundo e interno (esotíérico) de esos signos misteriosos del universo, de la naturaleza y del ser humano y su cultura.
Es necesario sin embargo advertir que la Simbólica sólo podrá ser conocida en toda su profundidad, si estudiamos estos códigos sagrados, no con los míétodos analí­ticos y discursivos de la razón, sino apelando a la intuición superior y al intelecto puro, que son los únicos capaces de producir un conocimiento directo y sintíético de las ideas metafí­sicas que los sí­mbolos contienen.
El Sí­mbolo como vehí­culo de conocimiento y autorrealización
Queremos advertir que lo dicho anteriormente no significa en modo alguno que los sí­mbolos constituyan una finalidad en ellos mismos. No. El sí­mbolo es solo un vehí­culo de expresión y de conocimiento, y ver en íél un fin serí­a caer en las tentaciones de la superstición y de la idolatrí­a, que, no logrando traspasar las apariencias, se quedan apegadas a ellas confundiendo al sí­mbolo con la energí­a en íél simbolizada. Estrictamente hablando, el sí­mbolo no serí­a necesario para el conocimiento, pues íéste podrí­a realizarse de modo directo, sin su intermediación. Pero la verdad es que el hombre tiene una base sensible que es la que se percibe de modo inmediato y a partir de la cual, generalmente, se eleva hacia otras posibilidades de sí­ mismo. El sí­mbolo toca los sentidos, haciendo posible que lo abstracto, lo metafí­sico, se concrete de alguna forma; y al mismo tiempo posibilita que el ser humano, partiendo de esta base sensible, establezca una comunicación con otras esferas más sutiles, y con ideas y energí­as que si no fuera por su mediación muy difí­cilmente podrí­a experimentar. El sí­mbolo es un instrumento a travíés del cual las ideas más elevadas descienden al mundo concreto, y a la vez es un vehí­culo que conduce al hombre, desde su realidad material, hacia su ser verdadero y espiritual.
El sí­mbolo sirve como soporte para la meditación y el pensamiento y por su mediación podemos abrir la conciencia y alcanzar ideas sutiles que íél mismo expresa y sugiere a diversos niveles.
Lo Sagrado y lo Profano
Nos parece importante, antes de entrar en otros temas relacionados con los sí­mbolos y la Simbólica, distinguir entre dos formas de ver la realidad, que definen dos maneras abismalmente diferentes en que el hombre se concibe a sí­ mismo y al universo, y que dan lugar por lo tanto a dos modos de expresión simbólica: nos referimos a lo sagrado y lo profano.
Sabemos que en la Antigí¼edad, tanto entre los llamados "primitivos" como en las altas civilizaciones tradicionales, se consideraba al tiempo, al espacio y a la naturaleza como un verdadero "sacramento", como una realidad que manifestaba a los sentidos verdades de orden metafí­sico y espiritual, que permití­an a los habitantes de la Tierra conocer dimensiones sutiles que coexisten con el mundo material. Con esta mentalidad mágica y sagrada encaraban la construcción de campamentos o ciudades, tiendas o casas; con esta visión realizaban sus funciones vitales de alimentación, sexualidad y trabajo, y se relacionaban los hombres entre sí­, viendo en la vida y en los semejantes sus aspectos más internos, algo que va mucho más allá de la simple apariencia material. Bajo la influencia de esta visión, les fueron revelados a los sabios y artistas determinados ritos y sí­mbolos que dieron lugar a la cultura, de los que participaba todo el pueblo a diversos niveles. Consideraban que estos sí­mbolos les habí­an sido revelados por los dioses, ángeles o espí­ritus; a travíés de ellos establecí­an conexión con estos seres invisibles y con sus antepasados mí­ticos; para preservar su pureza se los transmití­an ritualmente "de boca a oí­do", de generación en generación; y tanto los sí­mbolos, como sus significados, eran el más preciado tesoro que les permití­a recuperar su verdadero ser.
Sin embargo, inevitablemente, y en razón de las leyes cí­clicas, se introdujo en el mundo la visión profana y paulatinamente se fue perdiendo esta dimensión sacra de la realidad. Al principio, esto ocurre como algo excepcional y extraordinario, pero posteriormente, poco a poco, lo profano va desplazando lo sagrado, el conocimiento se reserva a unos pocos "iniciados", y viíéndose atacado por un medio que se va tornando hostil, se ve obligado a ocultarse en el interior de ciertas cavernas, templos, monasterios o logias. Simultáneamente, lo profano va tomando terreno; el hombre común va adquiriendo una visión cada vez más material e insignificante de sí­ mismo y del mundo; las ciencias y las artes, que en sus orí­genes son sagradas, se ven suplantadas por caricaturas profanas, y junto con la filosofí­a, otrora amiga de la sabidurí­a metafí­sica, van tomando rumbos cada dí­a más materialistas y "positivistas", expresando todas ellas, antes fuentes de luz, ideologí­as y teorí­as múltiples y personalizadas más y más alejadas de su propio origen y hoy abismalmente separadas de íél.
Influenciados como estamos, querámoslo o no, por esas corrientes de la filosofí­a moderna, podrí­amos estar tentados a ver las cosas y la vida como algo insignificante y absurdo. La Simbólica promueve una reforma total de la mentalidad materialista y procura que todas las cosas y la vida recuperen su verdadera significación, para lo que será necesario un estricto rigor intelectual que nos permita discernir, eliminando la mentira, traspasando la ilusión y penetrando al mundo real en el que todo es aquí­, ahora, presente y verdaderamente significativo.
Mientras los sí­mbolos sagrados son exactos y su contenido se encuentra expresado de una manera precisa en las distintas formas que adquieren, los profanos, en cambio, son insignificantes y engañosos, inventados por los hombres para sus fines particulares y personales.
Algunos signos profanos –como los utilizados por las normas que regulan el tránsito de vehí­culos, por ejemplo–, indican meras convenciones más o menos arbitrarias. Los sagrados existen en la propia naturaleza del hombre y del universo, y son incluso anteriores a ellos.
Los sí­mbolos profanos en general actúan en el psiquismo inferior, y muchas veces pretenden expresar ideas que verdaderamente no contienen. Los sagrados más bien son promotores de la conciencia y tocan los aspectos más profundos y sutiles del ser.
Para comprender la Simbólica en sus más amplias posibilidades, será necesario atravesar el umbral que separa el mundo ordinario de aquel sagrado y verdadero en el que se respira otro tiempo y se experimenta la existencia de un espacio diferente, donde reinan el orden, la unidad y el amor en contraposición al caos y la multiplicidad de la vida profana.
Por razones de las mismas leyes cí­clicas, a las que nos referiremos posteriormente, lo sagrado, que aunque oculto se ha mantenido intacto, debe ahora retornar nuevamente a la luz, para ofrecer al hombre una salida del laberinto existencial a que le ha sometido el mundo moderno.
Lo Esotíérico y lo Exotíérico
Hay en todo sí­mbolo dos aspectos opuestos y complementarios que tambiíén corresponden a dos enfoques de la realidad: lo esotíérico y lo exotíérico.
Lo esotíérico es lo interno e invisible; la energí­a que se oculta en su interior; la idea abstracta que el propio sí­mbolo sintetiza y concreta. Se lo ha relacionado tambiíén con las fuerzas secretas, misteriosas y milagrosas que los sí­mbolos sagrados contienen, y para poder percibirlo es necesario penetrar y traspasar su apariencia imaginaria y conectar con su esencia invisible. Lo exotíérico, en cambio es su parte exterior, el ropaje formal que toma para manifestarse sensiblemente, su cara brillante y luminosa, variable y notoria. Lo primero es cualitativo y sintíético; lo segundo cuantitativo y múltiple. Pero ambos aspecto son como las dos caras, oscura y luminosa, de una misma moneda, y, como ocurre con cualquier par de opuestos, es preciso unirlos para que alcancemos su real comprensión.
En el sí­mbolo sagrado el aspecto exotíérico no es arbitrario ni casual, sino que por el contrario se dice que tiene que haber una correspondencia entre el sí­mbolo formal y la energí­a por íél simbolizada; pero es importante hace notar que lo esotíérico es anterior y jerárquicamente superior, pues es lo que da sentido a lo externo y visible, y lo exotíérico siempre le está subordinado.
Un buen ejemplo de la distinción entre lo esotíérico y lo exotíérico es la relación existente entre el pensamiento y la palabra. Un solo concepto puede expresarse de mucha maneras y en cualquier idioma, sin que por ello varí­e esencialmente su contenido. El pensamiento es pues anterior e invisible, y la palabra su expresión formal, múltiple y sensible.
Lo exotíérico varí­a en el tiempo y en el espacio, y de ahí­ las diferencias formales que observamos entre las distintas civilizaciones y en las diversas íépocas en que íéstas se manifiestan. Una misma energí­a puede tomar muchí­simos ropajes en los variados órdenes de la existencia, sin que su contenido se altere en modo alguno, pues lo esotíérico permanece invariable, en una región más profunda que se halla más allá de los sentidos.
Si observamos los sí­mbolos exclusivamente desde el punto de vista exotíérico, encontraremos variadí­simas formas de expresión, podremos ver su multiplicidad, pues un mismo arquetipo puede expresarse de innumerables maneras y a muy diversos grados. Si los estudiáramos desde una perspectiva materialista, positivista y profana, negando su aspecto espiritual y sagrado, que es lo que hace, en general, el pensamiento moderno, podrí­amos clasificarlos en enciclopedias o exponerlos en museos, pero nunca alcanzarí­amos su real conocimiento y comprensión. Pero, si los abordamos desde el punto de vista esotíérico, más bien podremos darnos cuenta de la identidad de todas las verdaderas culturas y observar como sí­mbolos y estructuras simbólicas en apariencia diferentes, pueden ser idíénticos en su contenido. Lo esotíérico nos permite realizar una sí­ntesis que podremos alcanzar mediante las adecuadas relaciones que establezcamos entre los distintos órdenes de la existencia y entre los variados sistemas simbólicos. Esta sí­ntesis nos permitirá una verdadera comprensión y conocimiento de las energí­as inmanifestadas que detrás de los sí­mbolos se ocultan.
El Sí­mbolo y la Tradición Unánime
Hemos dicho que desde la más remota antigí¼edad el hombre ha utilizado un lenguaje sagrado y simbólico para expresar las verdades más elevadas. Los libros sagrados utilizan parábolas y metáforas, poesí­as y mitologí­as, que transmiten una concepción del mundo y del universo, que en sus aspectos esenciales es idíéntica en todos los pueblos. Es asombrosa la coincidencia que se puede encontrar entre los sí­mbolos de las distintas culturas que, variando en sus formas son idíénticos en esencia, pues todos, de una u otra manera, se refieren a una única y misma verdad; y todos, tambiíén, expresan principios inmutables y eternos de los que proceden esencialmente las tradiciones y ciencias y sus representaciones simbólicas.
Veamos por ejemplo, citando los libros sagrados más conocidos, como las escrituras de los Vedas, El I Ching del extremo oriente, la Biblia, los Evangelios y el Corán en las tradiciones judí­a, cristiana y árabe, así­ como las mitologí­as egipcia, griega y romana, y tambiíén los códices de los indios americanos, etc., se expresan en un lenguaje simbólico, sagrado y ritual, que tiende a mantener un contacto siempre vivo con dimensiones superiores del ser donde residen los arcángeles o arquetipos divinos, que algunos pueblos llaman devas, dioses o espí­ritus. Las profundas identidades entre las variadas culturas, que se demuestran internamente cuando se logran trascender las diferencias superficiales, han llevado a los más elevados pensadores a plantear la idea de la presencia perenne de una Tradición Primordial y Unánime. A travíés de una determinada tradición es posible que se logre la conexión con ese Centro original e inmutable del que todas emanan. Pero para que esto pueda ser experimentado, es necesario que la via simbólica nos conduzca a las regiones más interiores, ocultas y secretas del ser; a la realidad metafí­sica donde se encuentra la suprema identidad de todas esas tradiciones y de nosotros mismos.
La comprensión de un sí­mbolo particular será mucho mayor, cuando lo podamos apreciar en comparación con otro de diferente forma e idíéntico contenido. Esto nos hará ir más allá de la apariencia y entrar en contacto con la idea arquetí­pica o energí­a divina que íél representa.
A travíés de la Simbólica, tomada como ciencia sagrada, podemos demostrarnos la presencia de esa Gran Tradición Primordial de la que emanan las ideas metafí­sicas que han iluminado las distintas tradiciones particulares.
El Sí­mbolo Actúa en el Interior de la Conciencia
Los sí­mbolos, además, tienen un poder oculto capaz de actuar en el interior del hombre de diferentes maneras y a diversos grados.
Todos hemos experimentado, en uno u otro nivel, cómo la contemplación de la naturaleza es capaz de producir cambios en los estados psicológicos.
Aun los sí­mbolos profanos, como los utilizados en general por la propaganda, ejercen una acción y son capaces de afectar la conducta humana. Un logotipo comercial, por ejemplo, o una frase publicitaria, que sean recibidos en forma reiterada, pueden generar la necesidad subconsciente de consumir un determinado artí­culo. Esto es sabido por productores y comerciantes, que acuden a las agencias de publicidad para que diseñen los sí­mbolos adecuados que sean capaces de producir estos efectos.
Y si así­ ocurre con esas expresiones profanas, que por su propia naturaleza carecen de energí­as sutiles, imaginemos la acción que podrá ejercer en nuestra interioridad un sí­mbolo sagrado, del que emanan energí­as espirituales. í‰l es portador de fuerzas sobrenaturales capaces de transformar el pensamiento, y su acción es perceptible en las esferas más elevadas de nuestro ser.
Pero, para experimentar la acción de ese sí­mbolo sagrado, en toda su fuerza, es preciso asumir una adecuada actitud receptiva que nos permita abrir la mente a su influjo; es primero imprescindible despojarse de los prejuicios y preconceptos que se interponen como un muro entre la energí­a simbolizada y nuestra conciencia; es necesario tambiíén destruir los viejos esquemas aprendidos del mundo profano que impiden el conocimiento directo. Una vez que se haya producido una verdadera vacuidad de la mente, un espacio vací­o que permita que las energí­as sutiles penetren en nuestro interior, será posible que experimentemos la acción despertadora del sí­mbolo y que construyamos nuevos esquemas mentales capaces de conocer lo arquetí­pico, con lo que finalmente nos identificaremos.
Para que esto ocurra es necesaria una acción y una recepción: que tratemos de penetrar en el interior del sí­mbolo, buscando su esencia invisible y que a la vez permitamos que su energí­a penetre nuestra propia interioridad y desde allí­ actúe.
Mucho se comenta hoy dí­a que el hombre únicamente utiliza un pequeño porcentaje de sus potencialidades cerebrales y sensibles; y ni quíé decir de las espirituales que casi son totalmente desconocidas, pues se confunde lo espiritual con lo sentimental y lo psicológico, y hasta con lo moral, y estos terminan suplantándolo. Siempre se ha dicho que es posible despertar esas potencialidades dormidas y conocer otras posibilidades de nosotros mismos y variadas dimensiones del ser universal; esta es, precisamente, la tarea que realiza el sí­mbolo sagrado cuando se imprime en nuestro interior: promueve imágenes y visiones, actúa de modo efectivo y posibilita el conocimiento de otros estados de la conciencia y del ser.
Simbolismo e Iniciación
Otro aspecto más del sí­mbolo sagrado, en el que la simbólica hace íénfasis especial, es su carácter iniciático. La Iniciación ocurre justamente cuando logramos salir de lo amorfo del mundo profano, e ingresamos en el interior del templo o la caverna –nuestra propia interioridad–. Allí­ comienza un proceso de transmutación interior; el neófito deberá pasar todas las pruebas y trabajos que le sean impuestos a los diversos niveles; conocerá los mitos, los ritos y la cosmogoní­a, y luego saldrá liberado, totalmente regenerado, por la "sumidad" del cosmos o templo que lo conectará con el mundo verdadero.
Ceremonias que representan la muerte y la resurrección; o rituales como la circuncisión y el bautismo, así­ como los de pubertad; y tambiíén los de ordenación sacerdotal; y muchas veces de regeneración colectiva, son todos ritos de Iniciación en los misterios, cargados de profundo simbolismo, que se han practicado desde que se tiene memoria de la cultura y el hombre.

2ª PARTE

Queremos referirnos ahora, aunque sea en tíérminos muy generales, a ciertos sí­mbolos fundamentales que por su universalidad nos permiten demostrar las afirmaciones hechas en la primera parte de este artí­culo.
Los Sí­mbolos Numíéricos y Geomíétricos
Todos los pueblos han utilizado números y figuras geomíétricas para expresar ideas de carácter metafí­sico. Las tradiciones antiguas ven en ellos sí­mbolos sagrados que además de ser revelados se refieren a principios esenciales. Vehí­culos ordenadores y sintíéticos, a los que siempre se atribuyó una realidad mágico teúrgica.
Si refiriíéndonos al simbolismo en general distinguí­amos entre los aspectos esotíérico y exotíérico de toda manifestación, en el caso de los números esta distinción se muestra claramente en sus sentidos cualitativo y cuantitativo. Aunque ordinariamente en el mundo profano únicamente se los ve como cantidades, la Simbólica y la Tradición siempre los entendieron como cualidades del ser. Como portadores de ideas–fuerza y como expresión de arquetipos universales.
Esa mentalidad moderna pareciera estar tentada a creer que el hombre inventó los números para sus fines prácticos y utilitarios con el objeto de contar, calcular y medir cantidades. Pero la antigí¼edad así­ no los veí­a. Los números eran vistos más bien como verdaderas revelaciones; como un lenguaje universal que habla la naturaleza toda, pues todo lo que se expresa en el universo tiene número; o como dice el Evangelio cristiano, "hasta el último de los cabellos está contado." El hombre no inventa el número cinco, o el diez, por ejemplo, sino que más bien los ve en los dedos de su mano; observa siete seres luminosos en el cielo cuyos movimientos varí­an de las estrellas fijas; descubre al cuatro observando las cuatro estaciones del año y las numerosas manifestaciones cuaternarias de la creación; cuenta los dí­as que demoran los astros en sus revoluciones, las semanas o meses que tardan las cosechas o los partos, el número de píétalos de las flores, etc., y a partir de esa observación entabla una comunicación con el orden natural, y de conformidad con íél organiza su cultura.
La escuela pitagórica, a la que debemos en Occidente muchos de los principios numíéricos que hoy manejamos, estableció relaciones precisas entre la matemática, la geometrí­a, la música y la astronomí­a –todas ciencias fundamentadas en el número–, demostrando así­ la armoní­a del universo. Las figuras geomíétricas son la expresión del número en el plano bidimensional, y su trasposición a tres dimensiones genera el arte de la arquitectura y la construcción, eminentemente simbólico y sagrado; las notas musicales son tambiíén números, esta vez actuando en el mundo del sonido, lo que conecta a estos signos con las ideas de armoní­a y ritmo; y toda la astronomí­a tambiíén basa sus cálculos en números y ritmos armónicos y universales, y se dice que el propio Pitágoras escuchaba la música de las esferas celestes.
Por otra parte, es interesante observar cómo las letras en los idiomas sagrados están tambiíén relacionadas con ellos, y recordar que en la Cábala hebrea, por ejemplo, la esencia de los nombres está í­ntimamente ligada a su número.
La cantidad y la cualidad son dos aspectos tambiíén opuestos y complementarios: en la naturaleza toda se observa claramente que conforme las cosas expresan una cualidad superior son a su vez más escasas, y viceversa: los seres más ordinarios abundan en la multiplicidad. Esto da origen a las leyes de la jerarquí­a –a que nos referiremos en el simbolismo de la escala– y al hecho de que nuestra ciencia atribuya a los números cuantitativamente más pequeños, una superioridad cualitativa.
Como se ha dicho, si desde un punto de vista, el número diez mil, por ejemplo, es diez mil veces mayor que la unidad, desde el otro serí­a más bien la fragmentación de la unidad en diez mil partes.( 1 ) En la primera perspectiva la unidad estarí­a contenida en los números mayores; en la otra, es el uno el que contiene en potencia a todos los números que íél mismo engendra.
Para nosotros, pues, el número mayor serí­a el cero, expresión simbólica de la unidad metafí­sica y el No Ser, del que el uno aritmíético o punto geomíétrico –el Ser único– vendrí­an a ser su primera manifestación virtual. La numerologí­a tradicional parte de esta Unidad indisoluble, invisible, indivisible e indestructible; nos enseña a observar a la progresión numíérica y sus significados como atributos múltiples de esa unidad; y nos muestra el camino de la sí­ntesis y del retorno a lo único que es el origen y el destino común de todos los seres.
El Sí­mbolo de la Cruz
Una figura geomíétrica de particular importancia es la de la lí­nea recta, que en sus modalidades horizontal y vertical conforma el sí­mbolo de la cruz, presente tambiíén de modo unánime en las tradiciones antiguas.
La lí­nea horizontal representa a la materia y a la tierra, y al estado individual del hombre a partir del cual emprende su realización; el eje vertical se refiere al espí­ritu y al cielo, y tambiíén a las jerarquí­as del ser universal en sus múltiples grados, que el individuo escala en el camino del conocimiento. La primera nos da una visión del tiempo ordinario y sucesivo que transcurre en una sola dimensión plana y limitada; la segunda expresa al tiempo absoluto y siempre presente y su energí­a nos conduce hacia otras dimensiones del tiempo y el espacio.
La unión de estas dos lí­neas genera por una parte el sí­mbolo de la escuadra, y por la otra el de la cruz. La cruz –junto con el cuadrado–, describe precisamente la ley del cuaternario que regula la creación universal. Con ella se simbolizan las cuatro direcciones del espacio con las que se unen simbólicamente las cuatro estaciones o fases del tiempo, pues cuatro son las partes del dí­a, las fases de la luna, las estaciones del año, los perí­odos de la vida del hombre, y las edades de la humanidad dentro de un ciclo humano de existencia.
En la astronomí­a se divide al zodí­aco, por medio de una cruz, en cuatro partes iguales cuyos extremos señalan a los signos de Capricornio y Cáncer, de Aries y Libra, que marcan los dos solsticios y los dos equinoccios; en íél veí­an los antiguos conceptos temporales e inscribí­an tanto los ciclos cósmicos como los planetarios, solares (anuales) y diarios. Y tambiíén existen antiguas representaciones del zodí­aco inscrito en un cuadrado, simbolizando en este caso ideas espaciales a partir de las cuales los antepasados construí­an sus ciudades y templos a imagen del universo y de la ciudad celeste.
Al Norte la media noche, la luna nueva, el invierno, el nacimiento y la muerte del dí­a, del año y del hombre y de cualquier ciclo del cosmos, la naturaleza o la historia; al Oriente la mañana, el cuarto creciente, la primavera, la infancia, el crecimiento; al Sur, el medio dí­a, la luna llena, el verano, la juventud o apogeo; y al Occidente la tarde, el cuarto menguante, el otoño, la madurez, el principio de la decadencia que será seguido nuevamente por el Norte, la vejez y la muerte, que dará inicio a otro ciclo o a un nuevo nacimiento, el que es representado tambiíén como el punto de unión entre las lí­neas vertical y horizontal, la quintaesencia o centro inmóvil.
Todo esto nos sugiere la idea de que la cruz puede ser vista realizando un movimiento circular o ROTA, lo cual se representa más claramente con el sí­mbolo de la "cruz gamada" o svástika y tambiíén con el de la cruz inscrita dentro de una circunferencia, como en el caso del zodí­aco mismo. Estando la cruz relacionada tambiíén con el espacio, la tierra y la materia, y la circunferencia con el tiempo, el cielo y el espí­ritu, este último sí­mbolo –visible en todas las culturas– representa la unión perfecta de la escuadra y el compás con la que se realiza la misteriosa cuadratura del cí­rculo o circulatura del cuadrado, donde el tiempo y el espacio pasan a ser un eterno aquí­ y ahora; donde se produce el matrimonio del cielo con la tierra y la unión indisoluble del espí­ritu y la materia.
Son numerosí­simas las representaciones simbólicas del cuaternario, que no viene al caso describir en un trabajo introductorio; sólo agreguemos que la conocida ley de la Tetraktys pitagórica, que se resume en la fórmula 1 + 2 + 3 + 4 = 10 = 1 + 0 = 1, ó 10 = 1 + 2 + 3 + 4, nos habla de esta unión y tambiíén de la relación de la cruz con el sí­mbolo de la rueda, del que entraremos a hablar a continuación.
El Sí­mbolo de la Rueda
Se considera a la rueda –o la esfera en la tridimensionalidad– como el signo geomíétrico más perfecto, y, podrí­amos decir, el más universal, pues el cosmos entero es considerado como una gran esfera, y esfíéricos son tambiíén los astros que lo habitan y circulares sus movimientos, que en múltiples dimensiones se realizan siempre a partir de un centro o eje. De ahí­ que se encuentre esta figuración representada reiteradamente por todos los pueblos desde íépocas prehistóricas.
El centro de la rueda, única imagen posible de la Unidad metafí­sica e inmanifestada, representa el origen y el destino común de todas las cosas. De íél irradia la creación entera y, sin dividirse de modo alguno, habita en el interior de cada una de sus criaturas. Es el Principio único del que todo emana y al que finalmente todo retorna. La imagen de la eternidad en la que todo es presente y simultáneo.
La circunferencia gira alrededor de ese centro invisible e inmóvil, simbolizando a los indefinidos seres manifestados a que el punto central da lugar. En ella sí­ hay movimiento y multiplicidad, y cada uno de los puntos indefinidos que la conforman son sólo como un reflejo ilusorio del punto central que les dio origen. Y esto es importante de hacer notar: el centro es totalmente independiente de la circunferencia; es anterior y superior a ella. La circunferencia, en cambio, no podrí­a tener ninguna existencia sin ese centro original, pues es secundaria y contingente con respecto a aquíél y su propia existencia depende directamente de íél.
Sin embargo hay algo que los une estrechamente: los radios o rayos que emanan del centro de la rueda y terminan en la circunferencia. Aunque se los suele representar en número de cuatro, seis, ocho o doce, según los distintos simbolismos a que esto da lugar, estos radios son en multitud indefinida, como lo son los puntos de la circunferencia. Sin embargo desde la perspectiva del centro todos son uno solo, sin distinción alguna.
Desde cierto ángulo de visión puede verse en el centro al cielo, en la circunferencia a la tierra y en el radio al hombre como intermediario entre lo terrestre y lo celeste. O tambiíén: en el centro al espí­ritu, en la circunferencia al cuerpo y en el radio al alma.
Desde otro punto de vista, se puede ver al centro como el Yo único y verdadero, la esencia espiritual que constituye la identidad más profunda del ser, y a la circunferencia como a los múltiples egos con los que de ordinario solemos identificarnos. El radio será aquí­ el camino que en virtud de la iniciación recorremos en la búsqueda de ese centro supremo que cada ser individual únicamente puede encontrar en su propia interioridad.
En el signo de la espiral, vemos simbolizado a ese doble movimiento centrí­fugo y centrí­peto que realiza todo ser: de la unidad o centro supremo emanan, por su irradiación, los seres, en los diversos y escalonados grados de la creación. Y desde la manifestación externa, todos ellos han de emprender el camino de retorno hacia lo único y verdadero.
Estos sí­mbolos, incluyen y sintetizan las posibilidades de lo inmanifestado y de la manifestación; de lo inmóvil y el movimiento.
Meditemos por un momento en una frase acuñada por la Tradición que nos dice que al ser único y verdadero se lo puede imaginar –si es que fuera imaginable– como "un cí­rculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna".
La Escala
Otro sí­mbolo fundamental, en algunos aspectos emparentado al de la espiral, es el de la escala, que significa los grados, jerarquí­as o niveles de la existencia, del conocimiento y de lectura de la realidad.
Dice el Gíénesis (28-12) que Jacob, cuando huí­a de su hermano Esaú hacia Mesopotamia, "Tuvo un sueño en el que veí­a una escala que, apoyándose sobre la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y que por ella subí­an y bajaban los ángeles de Dios."
La escala simboliza la comunicación entre la tierra y el cielo; entre lo material y lo espiritual; y ella permite el doble movimiento ascendente.descendente que perpetuamente realizan las energí­as de la creación.
Las notas musicales, los colores, los planetas, los metales, y los mismos números, son escalonados. Nos hablan, cada cual a su manera, de esos grados del ser que el iniciado en los misterios debe ir ascendiendo durante el camino del Conocimiento.
La escala es un sí­mbolo axial que representa tambiíén la expansión gradual de la conciencia, lo que en el Kundaliní® Yoga se simboliza con la "apertura" de la flor de loto; de los chakras o centros sutiles de energí­a donde se alojan nuestras potencialidades.
El Arbol
El árbol es otro sí­mbolo del eje que une al cielo con la tierra. El rito de trepar un árbol, practicado desde la más remota antigí¼edad para significar el pasaje de un mundo a otro, es harto conocido. Tambiíén el de subir por un poste ritual, que tiene idíéntico sentido.
Se habla en varias tradiciones del Arbol del Mundo, al que se relaciona tambiíén con el signo axial de la cruz.
En general, todo el desarrollo del árbol nos muestra simbólicamente el misterio de la vida y el proceso de la iniciación. Desde la semilla, que indica las posibilidades latentes del ser; su ingreso en las entrañas de la madre tierra, que el adepto a los misterios experimenta cuando se interna en la caverna iniciática; la muerte de esa semilla y su renacimiento hasta que sale a la luz; su crecimiento vertical ascendente; el desarrollo horizontal de sus ramas y follaje, y hasta la generosidad de sus frutos que contienen internamente otra semilla con todas sus potencias, nos hablan del proceso de la transmutación. En la cábala, o tradición hebrea, se simboliza al universo, y tambiíén al hombre, como un Arbol de Vida. Este árbol, llamado Sefirótico, está dividido en cuatro mundos, planos o niveles, que van, en su sentido ascendente, de lo más denso y grosero a lo más sutil e invisible. El mundo inferior corresponde a la tierra, a la realidad sensible y material. El segundo plano está relacionado con el psiquismo y las aguas inferiores, con los laberintos de la mente, la ilusión, la imaginación y los sueños. El tercero es aíéreo y sutil, y en el residen los arquetipos eternos, las ideas prototí­picas puras e inmanifestadas, libres de la limitación de las formas Y el cuarto, que en realidad es el primero, es el mundo increado del que emana toda la creación El espí­ritu, simbolizado por el fuego, del que nada puede decirse pues es enteramente misterioso.
En algunas figuraciones, el árbol aparece invertido, con las raí­ces –que representan el Principio– en el cielo, y las ramas y los frutos –signos de la manifestación– en la tierra. Esto es un ejemplo clarí­simo de las leyes de la analogí­a, presentes en todo el simbolismo, que nos hacen ver que, aunque lo de abajo es igual a lo de arriba, la manifestación es como un espejo o reflejo invertido de lo inmanifestado y primordial; y que las cosas podrí­an ser opuestas según se las mire desde la perspectiva de lo espiritual o de lo material.
El Viaje
Todo el recorrido de la iniciación, que supone un descenso a los infiernos y un posterior ascenso atravesando los diversos planos o niveles del ser, es visualizado como un viaje o un peregrinaje en la búsqueda del origen y el destino.
Entre los egipcios, el recorrido que realiza el alma una vez que se libera de su morada terrestre, es representado ritualmente como un viaje de ultratumba, que es lo que se experimenta con el viaje simbólico de la iniciación, cuando se muere al estado profano y comienza el proceso del Conocimiento. El peregrinaje hacia el Centro, hacia la Ciudad Santa, es realizado, como es conocido, por árabes y judí­os, y, en general, las aventuras, peligros y peripecias del viaje, nos hablan de los estados por los que pasa el iniciado en el recorrido que emprende, como los híéroes mitológicos en sus aventuras, en la búsqueda de sí­ mismo y de la ciudad celeste, lo que suele representarse además como un recorrido en el que se remonta la corriente de un rio buscando la fuente original.
El Puente
El viaje puede tambiíén visualizarse como el atravesar el rio de un lado al otro, en cuyo caso cada orilla representa un grado diferente del ser: la una se corresponde con la tierra y la muerte, y la otra con el cielo y la inmortalidad. El puente es, como lo es tambiíén el arco iris, el sí­mbolo que une a estas dos márgenes del rí­o, y ambos representan tambiíén a las energí­as celestes y su descenso al mundo terrestre, y a la "alianza" que permite el ascenso, desde la tierra, al cielo.
La Puerta
Asimismo, el "pasaje" de un mundo a otro se representa con el sí­mbolo de la puerta, al que se asocia el de las llaves o claves que la Simbólica proporciona, sin las cuales muy difí­cilmente íésta puede ser abierta. La puerta del templo es ese umbral a que nos hemos referido que separa al mundo ordinario y profano del espacio sagrado y significativo. Tambiíén es conocido el simbolismo de las puertas solsticiales visible en los signos zodiacales de Cáncer –llamado "puerta de los hombres"– y de Capricornio –o "puerta de los dioses"–. Se dice que por la primera pasan las almas que no habiendo sido purificadas han de regresar a otro estado del ser, y que por la segunda –que es la "puerta estrecha" del Evangelio cristiano– atraviesan únicamente las energí­as más sutiles y esenciales de las almas que se han fundido con el espí­ritu único al completar el ciclo de la transmutación.
La Piedra
Un sí­mbolo central, que vemos en los altares y lugares sagrados, es el de la piedra. En particular han sido veneradas las piedras "caí­das del cielo", betilos o meteoritos a los que se llamó tambiíén "piedras del rayo"; verdaderos soportes de las energí­as espirituales que descienden del cielo a la tierra y que sirvieron de centro a oráculos y templos.
En el simbolismo constructivo vemos las modalidades de piedra de fundamento, piedra de esquina, ara, y piedra angular. La piedra fundamental, personificada por Pedro en el cristianismo –que es la primera que se coloca al comenzar la obra–, y las cuatro piedras de esquina, son la base del edificio o templo; el ara es el centro del ser, donde habita la divinidad; y la piedra angular es la "clave de bóveda" que, aunque es la última que se pone, significa el Principio por el que todo el edificio cobra sentido, la "sumidad" por la que se pasa de lo cósmico a lo supracósmico, de lo humano a lo divino; esta última es a menudo representada por el diamante, que con sus caracterí­sticas de indivisibilidad e indestructibilidad señala a ese Principio único o "piedra filosofal". Por la ví­a simbólica de la iniciación, el templo se construye en el interior de uno mismo, y todo el simbolismo constructivo nos enseña tambiíén el recorrido que, a partir de nuestra individualidad personalizada, emprendemos hacia la unidad primordial.
Simbólica, Tiempo y Espacio
Nuestra ciencia no considera al tiempo y al espacio como uniformes, sino que ve en ellos puntos significativos que se sacralizan de modo especial. Con ese criterio han escogido los pueblos los lugares aptos para la construcción de campamentos, ciudades y templos y para la realización de sus ritos, que se celebran en fechas precisas, establecidas siempre mediante cuidadosos y exactos cálculos astrológicos. La regeneración del tiempo y el espacio, es uno de los objetivos fundamentales de la Simbólica, pues sólo mediante ella podremos conocer esos otros niveles a que nos hemos estado refiriendo, que tambiíén pueden ser entendidos como jerárquicas dimensiones espacio.temporales.
Los Mitos
Aunque modernamente en el lenguaje ordinario el concepto de "mito" haya pasado a ser como sinónimo de "mentira", o de algo irreal, esto no era así­ para la antigí¼edad, ni por supuesto lo es para la ciencia de la Simbólica, que estudia las mitologí­as como una forma de conocer el universo y el mundo real.
Todas las sociedades arcaicas y tradicionales tienen su mitologí­a, y consideran a los mitos como parte constitutiva de su historia. Recordemos que, con excepción de los chinos, los antiguos no seguí­an una cronologí­a histórica, y en general para ellos la única historia verdadera era la de sus dioses, de los que heredaban toda la cultura. La palabra "mito", de origen griego, tiene la misma raí­z lingí¼í­stica que la palabra "misterio", y está relacionada con un "tiempo" de otra dimensión, que no transcurre, y con un "espacio" celeste que siempre está aquí­, aunque se oculte a los ojos profanos.
Hay muchos grados de lectura de la mitologí­a –como de todo sí­mbolo– que no se excluyen, sino que por el contrario se complementan, por referirse a diferentes grados de la realidad y del ser que coexisten en la verticalidad. El mito une a los dioses con los hombres, pues aquellos simbolizan los estados superiores del hombre, y íéstos los estados terrestres de los dioses. Por el mito recordamos nuestro origen no humano y con su auxilio podemos recuperar un "pasado", que como veremos está tambiíén í­ntimamente relacionado al "futuro", aunque debemos advertir que en las dimensiones a que el mito se refiere, todo es presente, y por lo tanto está ocurriendo ahora, aunque ordinariamente estemos incapacitados para experimentarlo. Para la Simbólica "hoy es el primero y el último dí­a de la creación"; y desde la perspectiva del hombre regenerado, toda la creación universal es perenne y simultánea.
El mito, que siempre es algo "vivo", es historia verdadera, sagrada y ejemplar; íél se expresa de modo poíético, toca las fibras más sutiles e internas, y, aunque hoy se lo quiera negar, perdura oculto en el folklore, en las fábulas y en las leyendas y en lo más í­ntimo de la memoria de los pueblos.
Los Ritos
Los ritos son tambiíén vehí­culos despertadores de dimensiones superiores; a travíés de ellos los hombres se recuerdan a sí­ mismos, los mitos cobran vida, el mundo se renueva, y el caos se ordena. El sentido etimológico de la palabra "rito", proveniente del sánscrito, está relacionado con la idea de "orden", siendo en realidad, todo ritual verdadero, una forma ordenada de representar ideas, y de invocar energí­as invisibles, que a travíés del propio rito se transmiten, conservan y vivifican, permitiendo a los que participan de la ceremonia la posibilidad de ordenar el pensamiento, utilizando al cosmos como modelo ejemplar. El rito –como lo dijimos en general del sí­mbolo– es actuante y transmite un influjo espiritual a los que son capaces de abrir su mente y recibirlo. í‰l promueve la muerte iniciática y el renacimiento del hombre nuevo, es capaz de renovar al mundo entero, y con su auxilio podemos emprender esos viajes interiores hacia nuestro verdadero ser.
Una caracterí­stica importante del rito es que aumenta su fuerza por la reiteración. Aun hoy dí­a, en muchos pueblos, se repiten ciertos ritos de la más remota antigí¼edad que en sus aspectos esenciales se mantienen intactos. La repetición ritual de ciertas invocaciones o palabras, posturas, gestos y señales, permite que sus significados y energí­as se vayan grabando en nuestro corazón y penetren el íél, cada vez con mayor claridad.
Pero advirtamos que la reiteración del rito no puede ser una repetición mecánica, como suele suceder a veces con ciertas ceremonias de las religiones exotíéricas. Esto lo convertirí­a en una especie de rutina o de costumbre, y le harí­a perder su sentido. Por el contrario, cada ritual ha de ser una ceremonia nueva y renovadora, significativa y viva, pues ha de tener la fuerza espiritual suficiente para regenerar al tiempo y a nosotros mismos.
Nuestra ciencia ve en la lectura, la meditación, la contemplación y la oración, un rito í­ntimo que podemos celebrar constantemente. La Simbólica ve tambiíén en el cosmos y la naturaleza un perpetuo ritual, y promueve que recuperemos ese sentido sagrado al que nos hemos estado refiriendo, para que comprendamos que la vida cotidiana, el verdadero trabajo, y los actos de comer, dormir, o hacer el amor, etc., pueden ser vividos como hechos rituales que conforman un verdadero sacramento.
Los Ciclos y los Ritmos
Mientras que con una concepción horizontal del tiempo, que es la que se tiene en el mundo ordinario y profano, íéste se percibe de modo material y uniforme, su visión circular o cí­clica, en cambio, ensancha y universaliza nuestro espacio mental; pero, tambiíén podemos percibir al tiempo como una espiral, en la que la circularidad cobra además jerarquización; y hasta verlo desde la perspectiva del centro de la rueda o eje, en cuyo caso todo serí­a presente y simultáneo.
El universo, la galaxia, el sistema solar, la tierra, las civilizaciones, el hombre, la cíélula, la molíécula y el átomo son un ser vivo en perfecta concatenación y equilibrio, y todos ellos, cada cual en su propia dimensión, viven una existencia cí­clica, pues –como dijimos–, tienen un nacimiento, una expansión que llega hasta sus propios lí­mites, un perí­odo de contracción y una muerte, que es la que permite el retorno al origen y el nuevo nacimiento. Los hombres de la antigí¼edad supieron conocer y simbolizar este hecho, y de ahí­ que nos heredaran todo un conocimiento relativo a los ciclos y los ritmos y a los signos de los tiempos.
Para la tradición hindú, un kalpa constituye el ciclo de vida de un universo que se simboliza como una respiración de Brahma que va, desde el gíénesis de ese universo, hasta el punto de su máxima expansión en la que "el tiempo se detiene" y comienza el perí­odo de contracción y de retorno al origen. Ese kalpa está constituido a su vez por catorce manvántaras, y cada manvántara, es un ciclo humano completo de existencia, como un "dí­a" de la tierra, al que se divide en cuatro yugas o subciclos, idíénticos a las cuatro edades de la humanidad de que nos hablan los griegos.
Los pueblos de la tierra tienen el recuerdo unánime de un illud tempus o tiempo primordial, de un paraiso perdido o Edad de Oro, el Krita o Satya Yuga de los hindúes, en el que el hombre viví­a en perfecta armoní­a y presencia de Dios, la verdad brillaba para todos, era visible como la montaña, y existí­a un "estado de gracia" en toda la creación. Fue en este tiempo, en el que el hombre se identificaba con los dioses, que vivieron nuestros antepasados mí­ticos, de los que heredamos los aspectos más elevados de nuestro ser, lo más í­ntimo y espiritual. Pero, por las mismas leyes de los ciclos, a este tiempo le sucedieron otras edades, más y más restringidas, en las que se fue introduciendo, poco a poco, el rigor en sustitución de la misericordia, los dioses cayeron y la verdad se fue ocultando, cada vez más profundamente, en el interior de la caverna, en el mundo subterráneo.
Despuíés de esa Edad de Oro o Satya Yuga, siguió una Edad de Plata o Tríªtí¢ Yuga; luego vino la de Bronce o Dví¢para Yuga; y finalmente la de Hierro o Kali Yuga, que es la que hoy vivimos y que, según todas las tradiciones ortodoxas, está llegando a su fin.
Estamos afirmando, no llevados por teorí­as personales, sino por datos precisos que nos da la Tradición, que vivimos hoy en una íépoca de transición entre un mundo viejo y un mundo nuevo, y que esta generación será testigo del fin de un ciclo o manvántara, lo que dará lugar a la liberación, al retorno al origen. Esta afirmación no sólo obedece a los cálculos astrológicos, realizados por sabios de muy diferentes tiempos y lugares, sino tambiíén a la observación honesta y cuidadosa de los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir.
Aunque la realidad externa del mundo moderno, degradada y corrupta, nos haga a veces percibir este fin de ciclo únicamente desde la perspectiva de una degradación y un cataclismo, la Simbólica ve en íél una purificación y una buena nueva. A este respecto, queremos mencionar el comienzo de la í‰gloga IV de Virgilio, que es actual, por referirse exactamente a aquello de lo que estamos hablando:
"Ya llega la postrera edad anunciada por la Sibila de Cumas; los agotados siglos, comienzan de nuevo. Ya vuelven la virgen Astrea y con ella el reino de Saturno; ya desde lo alto de los cielos desciende una nueva raza. Este niño, cuyo nacimiento debe dar fin al siglo del hierro, para dar principio a la edad de oro en el mundo entero, dí­gnate, ¡oh Lucina! favorecerlo. Ya reina Apolo, tu hermano. Tu consulado ¡oh Polión!, verá nacer este glorioso siglo y los grandes meses emprenderán su carrera, bajo el imperio de tus leyes. Los últimos vestigios de nuestros crí­menes, si aún restan, desaparecerán con tu poder y la tierra se verá por fin libre de sus constantes terrores. Este niño recibirá la vida de la de los dioses, verá mezclarse a los híéroes con los seres inmortales y todos le verán a íél compartiendo con ellos los honores, y regirá el orbe, pacificado por las grandes virtudes de su padre."
Este "advenimiento", que supone obviamente una transmutación total de la conciencia, y que es comprensible con el estudio de los ciclos y los ritmos temporales, es tambiíén representado como la llegada de la "Jerusalíén Celeste", a la que se simboliza con un cubo y a la que se ve como una "Ciudad" o espacio regenerado. Se trata del retorno a nuestra verdadera morada celestial, de la que sólo habí­amos salido en nuestros sueños, v el despertar y la reintegración del estado primordial en íél que el tiempo y el espacio se funden indisolublemente.
Conclusión
Hemos hecho un esfuerzo de sí­ntesis, para expresar en tíérminos muy generales conceptos e ideas que estamos seguros necesitan de una explicación más amplia y profunda para poder ser comprendidos a cabalidad, y esperamos haber podido dar una noción más o menos clara del modo como encaramos a los sí­mbolos y la simbólica. Nada más queremos insistir en la necesidad de enfrentar estos temas con el corazón y no con el cerebro, pues la maní­a racionalista a que nos ha sometido la mentalidad moderna, podrí­a ser un obstáculo infranqueable en nuestro intento por conocer el misterioso significado de los sí­mbolos, lo que únicamente lograremos por medio de la intuición intelectual que es la que puede lograr que a travíés de ellos se produzca una verdadera experiencia espiritual.
NOTA

1 Cf. González, Federico. La Rueda, Una Imagen Simbólica del Cosmos, Editorial SYMBOLOS, Barcelona, 1986.