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Autor Tema: ¿Quíé hacer con España?  (Leído 144 veces)

Orpheo

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¿Quíé hacer con España?
« en: Septiembre 11, 2012, 10:59:15 am »
En este artí­culo propongo una teorí­a de la clase polí­tica española para argumentar la necesidad imperiosa y urgente de cambiar nuestro sistema electoral para adoptar un sistema mayoritario.

La teorí­a se refiere al comportamiento de un colectivo y, por tanto, no admite interpretaciones en tíérminos de comportamientos individuales. ¿Por quíé una teorí­a? Por dos razones. En primer lugar porque una teorí­a, si es buena, permite conectar sucesos aparentemente inconexos y explicar sucesos aparentemente inexplicables. Es decir, dar sentido a cosas que antes no lo tení­an. Y, en segundo lugar, porque de una buena teorí­a pueden extraerse predicciones útiles sobre lo que ocurrirá en el futuro. Empezando por lo primero, una buena teorí­a de la clase polí­tica española deberí­a explicar, por lo menos, los siguientes puntos:

1. ¿Cómo es posible que, tras cinco años de iniciada la crisis, ningún partido polí­tico tenga un diagnóstico coherente de lo que le está pasando a España?

2. ¿Cómo es posible que ningún partido polí­tico tenga una estrategia o un plan a largo plazo creí­ble para sacar a España de la crisis? ¿Cómo es posible que la clase polí­tica española parezca geníéticamente incapaz de planificar?

3. ¿Cómo es posible que la clase polí­tica española sea incapaz de ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie-salvo el Rey y por motivos propios- haya pedido disculpas?

4. ¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más obvia para España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el desarrollo y el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos polí­ticos mayoritarios?

En lo que sigue, argumento que la clase polí­tica española ha desarrollado en las últimas díécadas un interíés particular, sostenido por un sistema de captura de rentas, que se sitúa por encima del interíés general de la nación. En este sentido forma una íélite extractiva, según la terminologí­a popularizada por Acemoglu y Robinson. Los polí­ticos españoles son los principales responsables de la burbuja inmobiliaria, del colapso de las cajas de ahorro, de la burbuja de las energí­as renovables y de la burbuja de las infraestructuras innecesarias. Estos procesos han llevado a España a los rescates europeos, resistidos de forma numantina por nuestra clase polí­tica porque obligan a hacer reformas que erosionan su interíés particular. Una reforma legal que implantase un sistema electoral mayoritario provocarí­a que los cargos electos fuesen responsables ante sus votantes en vez de serlo ante la cúpula de su partido, darí­a un vuelco muy positivo a la democracia española y facilitarí­a el proceso de reforma estructural. Empezaríé haciendo una breve historia de nuestra clase polí­tica. A continuación la caracterizaríé como una generadora compulsiva de burbujas. En tercer lugar explicitaríé una teorí­a de la clase polí­tica española. En cuarto lugar usaríé esta teorí­a para predecir que nuestros polí­ticos pueden preferir salir del euro antes que hacer las reformas necesarias para permanecer en íél. Por último propondríé cambiar nuestro sistema electoral proporcional por uno mayoritario, del tipo first-past-the-post, como medio de cambiar nuestra clase polí­tica.

La historia

Los polí­ticos de la Transición tení­an procedencias muy diversas: unos vení­an del franquismo, otros del exilio y otros estaban en la oposición ilegal del interior. No tení­an ni espí­ritu de gremio ni un interíés particular como colectivo. Muchos de ellos no se veí­an a sí­ mismos como polí­ticos profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos polí­ticos tomaron dos decisiones trascendentales que dieron forma a la clase polí­tica que les sucedió. La primera fue adoptar un sistema electoral proporcional corregido, con listas electorales cerradas y bloqueadas. El objetivo era consolidar el sistema de partidos polí­ticos fortaleciendo el poder interno de sus dirigentes, algo que entonces, en el marco de una democracia incipiente y dubitativa, parecí­a razonable. La segunda decisión, cuyo íéxito se condicionaba al de la primera, fue descentralizar fuertemente el Estado, adoptando la versión cafíé para todos del Estado de las autonomí­as. Los peligros de una descentralización excesiva, que eran evidentes, se debí­an conjurar a partir del papel vertebrador que tendrí­an los grandes partidos polí­ticos nacionales, cohesionados por el fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel entonces, parecí­a sensato.

Pero, tal y como le ocurrió al Dr. Frankenstein, lo que creó al monstruo no fue el plan, que no era malo, sino su implementación. Por una serie de infortunios, a la criatura de Frankenstein se le acabó implantando el cerebro equivocado. Por una serie de imponderables, a la joven democracia española se le acabó implantando una clase polí­tica profesional que rápidamente devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su cíélebre artí­culo de 2009 en Rolling Stone sobre Goldman Sachs “La gran máquina americana de hacer burbujas” comparaba al banco de inversión con un gran calamar vampiro abrazado a la cara de la humanidad que va creando una burbuja tras otra para succionar de ellas todo el dinero posible. Más adelante propondríé un sí­mil parecido para la actual clase polí­tica española, pero antes conviene analizar cuáles han sido los cuatro imponderables que han acabado generando a nuestro monstruo.

En primer lugar, el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase polí­tica profesional muy distinta de la que protagonizó la Transición. Desde hace ya tiempo, los cachorros de las juventudes de los diversos partidos polí­ticos acceden a las listas electorales y a otras prebendas por el exclusivo míérito de fidelidad a las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a los partidos en estancias cerradas llenas de gente en las que, a pesar de lo cargado de la atmósfera, nadie se atreve a abrir las ventanas. No pasa el aire, no fluyen las ideas, y casi nadie en la habitación tiene un conocimiento personal directo de la sociedad civil o de la economí­a real. La polí­tica y sus aledaños se han convertido en un modus vivendi que alterna cargos oficiales con enchufes en empresas, fundaciones y organismos públicos y, tambiíén, con canonjí­as en empresas privadas reguladas que dependen del BOE para prosperar.

En segundo lugar, la descentralización del Estado, que comenzó a principios de los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable cuando se aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente libro Modesta España, el Estado de las autonomí­as inicialmente previsto, que presumí­a una descentralización controlada de “arriba a abajo”, se vio rápidamente desbordado por un movimiento de “abajo a arriba” liderado por íélites locales que, al grito de “¡no vamos a ser menos!”, acabó imponiendo la versión de cafíé para todos del Estado autonómico. ¿Quiíénes eran y quíé querí­an estas íélites locales? A pesar de ser muy lampedusiano, Juliana se limita a señalar a “un democratismo pequeñoburguíés que surge desde abajo”. Eso es, sin duda, verdad. Pero, adicionalmente, es fácil imaginar que los beneficiarios de los sistemas clientelares y caciquiles implantados en la España de provincias desde 1833, miraban al nuevo ríégimen democrático con preocupación e incertidumbre, lo que les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a “cambiarlo todo para que todo siga igual” y a ponerse en cabeza de la manifestación descentralizadora. Como resultante de estas fuerzas, se produjo un crecimiento vertiginoso de las Administraciones Públicas: 17 administraciones y gobiernos autonómicos, 17 parlamentos y miles -literalmente miles- de nuevas empresas y organismos públicos territoriales cuyo objetivo último en muchos casos, era generar nóminas y dietas. En ausencia de procedimientos establecidos para seleccionar plantillas, los polí­ticos colocaron en las nuevas administraciones y organismos a deudos, familiares, nepotes y camaradas, lo que llevó a una estructura clientelar y politizada de las administraciones territoriales que era inimaginable cuando se diseñó la Constitución. A partir de una Administración hipertrofiada, la nueva clase polí­tica se habí­a asegurado un sistema de captura de rentas -es decir un sistema que no crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por otros- por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de los partidos.

En tercer lugar, llegó la gran sorpresa. El poder dentro de los partidos polí­ticos se descentralizó a un ritmo todaví­a más rápido que las Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica podí­a ser vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó hecha añicos cuando los llamados barones territoriales adquirieron bases de poder de “abajo a arriba” y se convirtieron, en la mejor tradición del conde de Warwick, en los hacedores de reyes de sus respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se aceleró la descentralización del control y la supervisión de las Cajas de Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a aprobar sus propias leyes de Cajas y, una vez asegurado su control, poblaron los consejos de administración y cargos directivos con polí­ticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si esto fuera poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas ocasiones sin objetivos claros aparte del de generar más dietas y más nóminas.

Y en cuarto lugar, aunque la lista podrí­a prolongarse, la clase polí­tica española se ha dedicado a colonizar ámbitos que no son propios de la polí­tica como, por ejemplo y sin ánimo de ser exhaustivo, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de España, la CNMV, los reguladores sectoriales de energí­a y telecomunicaciones, la Comisión de la Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho necesitan que estos organismos, que son los encargados de aplicar la Ley, sean independientes. La politización a la que han sido sometidos ha terminado con su independencia, provocando una profunda deslegitimación de estas instituciones y un severo deterioro de nuestro sistema polí­tico. Pero es que hay más. Al tiempo que invadí­a ámbitos ajenos, la polí­tica española abandonaba el ámbito que le es propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados no es solo el lugar donde se elaboran las leyes; es tambiíén la institución que debe exigir la rendición de cuentas. Esta función del Parlamento, esencial en cualquier democracia, ha desaparecido por completo de la vida polí­tica española desde hace muchos años. La quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima grotesca de las comparecencias parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo el último de una larga serie de casos que el Congreso de los Diputados ha decidido tratar como si fuesen catástrofes naturales, como un terremoto, por ejemplo, en el que aunque haya ví­ctimas no hay responsables. No deberí­a sorprender, desde esta perspectiva, que los diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo: hay allí­ muy poco que hacer.

Las burbujas

Los cuatro procesos descritos en los párrafos anteriores han conformado un sistema polí­tico en el que las instituciones están, en el mal sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que nadie acaba siendo responsable de sus actos porque nunca se exige en serio rendición de cuentas. Nadie dentro del sistema pone en cuestión los mecanismos de capturas de rentas que constituyen el interíés particular de la clase polí­tica española. Este es el contexto en el que se desarrollaron no sólo la burbuja inmobiliaria y el saqueo y quiebra de la gran mayorí­a de las Cajas de Ahorro, sino tambiíén otras “catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a cuya generación tan adictos son nuestros polí­ticos. Porque, como el gran calamar de Taibbi, la clase polí­tica española genera burbujas de manera compulsiva. Y lo hace no tanto por ignorancia o por incompetencia como porque en todas ellas captura rentas. Hagamos, sin pretensión alguna de exhaustividad, un breví­simo repaso de las principales tropelí­as impunes de las últimas dos díécadas: la burbuja inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energí­as renovables y las nuevas autopistas de peaje.

La burbuja inmobiliaria española fue, en tíérminos relativos, la mayor de las tres que estuvieron en el origen de la actual crisis global, siendo las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de que, como las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interíés y por los desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho esto, al contrario de lo que sucede en EE UU, las decisiones sobre quíé se construye y dónde se construye en España se toman en el ámbito polí­tico. Aquí­ no se puede hablar de pecados por omisión, de olvido del principio de que los gestores públicos deben gestionar como diligentes padres de familia. No. En España la clase polí­tica ha inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por omisión ni por olvido. Los planes urbaní­sticos se fraguan en complejas y opacas negociaciones de las que, además de nuevas construcciones, surgen la financiación de los partidos polí­ticos y numerosas fortunas personales, tanto entre los recalificados como entre los recalificadores. Por si el poder de los polí­ticos –decidir el quíé y el dónde- no fuese suficiente, la transmisión del control de las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas añadió a los dos anteriores el poder de decisión sobre el quiíén, es decir, el poder de decisión sobre quiíén tení­a financiación de la Caja de turno para ponerse a construir. Esto supuso un salto cualitativo en la capacidad de captura de rentas de la clase polí­tica española, acercándola todaví­a más a la estrategia del calamar vampiro de Taibbi. Primero se infla la burbuja, a continuación se capturan todas las rentas posibles y, por último, a la que la burbuja pincha… ¡ahí­ queda eso! El panorama, cinco años despuíés del pinchazo de la burbuja, no puede ser más desolador. La economí­a española no crecerá durante muchos años más. Y las Cajas de Ahorro han desaparecido, la gran mayorí­a por insolvencia o quiebra tíécnica. ¡Ahí­ queda eso!

Las otras dos burbujas que mencionaríé son resultado de la peculiar simbiosis de nuestra clase polí­tica con el “capitalismo castizo”, es decir, con el capitalismo español que vive del favor del Boletí­n Oficial del Estado. En una reunión reciente, un conocido inversor extranjero lo llamó “relación incestuosa”; otro, nacional, habló de “colusión contra consumidores y contribuyentes”. Sea lo que sea, recordemos en primer lugar la burbuja de las energí­as renovables. España representa un 2% del PIB mundial y está pagando el 15% del total global de las primas a las energí­as renovables. Este dislate, presentado en su dí­a como una apuesta por situarse en la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, es un sinsentido que España no se puede permitir. Pero estas primas generan muchas rentas y prebendas capturadas por la clase polí­tica y, tambiíén hay que decirlo, mucho fraude y mucha corrupción a todos los niveles de la polí­tica y de la Administración. Para financiar las primas, las empresas y familias españolas pagan la electricidad más cara de Europa, lo que supone una grave merma de competitividad para nuestra economí­a. A pesar de esos precios exagerados, y de que la generación elíéctrica tiene un exceso de capacidad de más del 30%, el sistema elíéctrico español ostenta un díéficit tarifario de varios miles de millones de euros al año y más de 24.000 millones de deuda acumulada que nadie sabe cómo pagar. La burbuja de las renovables ha pinchado y… ¡ahí­ queda eso!

La última burbuja que traeríé a colación, aunque la lista es más larga (fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos díécadas a costes astronómicos para beneficio de constructores y perjuicio de contribuyentes. Uno de los casos más chirriantes es el de las autopistas radiales de Madrid, pero hay muchí­simos más. Las radiales, que pretendí­an descongestionar los accesos a Madrid, se diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy importantes de prudencia y buena administración. Para empezar, se hicieron unas previsiones temerarias del tráfico que dichas autopistas iban a tener. En la actualidad el tráfico no supera el 30% de lo previsto. Y no es por la crisis: en los años del boom tampoco habí­a tráfico. A continuación ¿incomprensiblemente? el Gobierno permitió que los constructores y los concesionarios fuesen, esencialmente, los mismos. Esto es un disparate, porque al disfrazarse los constructores de concesionarios mediante unas sociedades con muy poco capital y mucha deuda, se facilitaba que pasara lo que acabó pasando: los constructores cobraron de las concesionarias por construir las autopistas y, al constatarse que no habí­a tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los principales acreedores eran ¡oh sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000 millones de deuda nadie sabe cómo pagarlos y acabarán recayendo sobre el contribuyente pero, en cualquier caso, ¡ahí­ queda eso!

La teorí­a

Termino aquí­ la parte descriptiva de este artí­culo en la que he resumido unos pocos “hechos estilizados” que considero representativos del comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto es importante recordarlo, de los polí­ticos españoles. Paso ahora a formular una teorí­a de la clase polí­tica española como grupo de interíés.

El enunciado de la teorí­a es muy simple. La clase polí­tica española no sólo se ha constituido en un grupo de interíés particular, como los controladores aíéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso más, consolidándose como una íélite extractiva, en el sentido que dan a este tíérmino Acemoglu y Robinson en su reciente y ya cíélebre libro Por quíé fracasan las naciones. Una íélite extractiva se caracteriza por:

"Tener un sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva, detraer rentas de la mayorí­a de la población en beneficio propio".

"Tener el poder suficiente para impedir un sistema institucional inclusivo, es decir, un sistema que distribuya el poder polí­tico y económico de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido de Popper- u optimista -en el sentido de Deutsch".

"Abominar la 'destrucción creativa', que caracteriza al capitalismo más dinámico. En palabras de Schumpeter "la destrucción creativa es la revolución incesante de la estructura económica desde dentro, continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo". Este proceso de destrucción creativa es el rasgo esencial del capitalismo.”Una íélite extractiva abomina, además, cualquier proceso innovador lo suficientemente amplio como para acabar creando nuevos núcleos de poder económico, social o polí­tico".

Con la navaja de Occam en la mano, si esta sencilla teorí­a tiene poder explicativo, será imbatible. ¿Quíé tiene que decir sobre las cuatro preguntas que se le han planteado al principio del artí­culo? Veamos:

1. La clase polí­tica española, como íélite extractiva, no puede tener un diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de captura de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo pueden decir. Cierto, hay una crisis económica y financiera global, pero eso no explica seis millones de parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago. La clase polí­tica española tiene que defender, como está haciendo de manera unánime, que la crisis es un acto de Dios, algo que viene de fuera, imprevisible por naturaleza y ante lo cual sólo cabe la resignación.

2. La clase polí­tica española, como íélite extractiva, no puede tener otra estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creí­ble, tiene que incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los mecanismos de captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por supuesto, no se plantea.

3. ¿Pidieron perdón los controladores aíéreos por sus desmanes? No, porque consideran que defendí­an su interíés particular. ¿Alguien ha oí­do alguna disculpa de algún polí­tico por la situación en la que está España? No, ni la oirá, por la misma razón que los controladores. ¿Cómo es que, como medida ejemplarizante, no se ha planteado en serio la abolición del Senado, de las diputaciones, la reducción del número de ayuntamientos…? Pues porque, caí­das las Cajas de Ahorro -y ante las dificultades presentes para generar nuevas burbujas- la defensa de las rentas capturadas restantes se lleva a ultranza.

4. Tal y como establece la teorí­a de las íélites extractivas, los partidos polí­ticos españoles comparten un gran desprecio por la educación, una fuerte animadversión por la innovación y el emprendimiento y una hostilidad total hacia la ciencia y la investigación. De la educación sólo parece interesarles el adoctrinamiento: las estridentes peleas sobre la Educación para la Ciudadaní­a contrastan con el silencio espeso que envuelve las cuestiones verdaderamente relevantes como, por ejemplo, el elevadí­simo fracaso escolar o los lamentables resultados en los informes PISA. La innovación y el emprendimiento languidecen en el marco de regulaciones disuasorias y fiscalidades punitivas sin que ningún partido se tome en serio la necesidad de cambiarlas. Y el gasto en investigación cientí­fica, concebido como suntuario de manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni un solo polí­tico relevante haya protestado por un disparate que compromete más que ningún otro el futuro de los españoles. La teorí­a de las íélites extractivas, por lo visto hasta aquí­, parece dar sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento de la clase polí­tica española. Veamos quíé nos dice sobre el futuro.

La predicción

La crisis ha acentuado el conflicto entre el interíés particular de la clase polí­tica española y el interíés general de España. Las reformas necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interíés particular. Por una parte, la estabilidad presupuestaria va a requerir una reducción estructural del gasto de las Administraciones públicas superior a los 50 millardos de euros, un 5% del PIB. Esto no puede conseguirse con más recortes coyunturales: hacen falta reformas en profundidad que, de momento, están iníéditas. Se tiene que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa zona gris entre la Administración y el sector privado, que, con sus muchos miles de empresas, organismos y fundaciones, constituye una de las principales fuentes de rentas capturadas por la clase polí­tica. Por otra parte, para volver a crecer, la economí­a española tiene que ganar competitividad. Para eso hacen falta muchas más reformas para abrir más sectores a la competencia, especialmente en el mencionado sector público empresarial y en sectores regulados. Esto deberí­a hacer más difí­cil seguir creando burbujas en la economí­a española.

La infinita desgana con la que nuestra clase polí­tica está abordando el proceso reformista ilustra bien que, colectivamente al menos, barrunta las consecuencias que las reformas pueden tener sobre su interíés particular. La única reforma llevada a tíérmino por iniciativa propia, la del mercado de trabajo, no afecta directamente a los mecanismos de captura de rentas. Las que sí­ lo hacen, exigidas por la UE como, por ejemplo, la consolidación fiscal, no se han aplicado. Deliberadamente, el Gobierno confunde reformas con recortes y subidas de impuestos y ofrece los segundos en vez de las primeras, con la esperanza de que la tempestad amaine por sí­ misma y, al final, no haya que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir, en algún momento la clase polí­tica española se tendrá que plantear el dilema de aplicar las reformas en serio o abandonar el euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto que tarde.

La teorí­a de las íélites extractivas predice que el interíés particular tenderá a prevalecer sobre el interíés general. Yo veo probable que en los dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos cabezas de fila visibles de esta corriente. La confusión inducida entre recortes y reformas tiene la consecuencia perversa de que la población no percibe las ventajas a largo plazo de las reformas y sí­ experimenta el dolor a corto plazo de los recortes que, invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De este modo se crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las circunstancias sean propicias, presentar una salida del euro como una defensa de la soberaní­a nacional ante la agresión exterior que impone recortes insufribles al Estado de bienestar. Tambiíén, por poner un ejemplo, los controladores aíéreos presentaban la defensa de su interíés particular como una defensa de la seguridad del tráfico aíéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese Mariano, Alfredo u otra cosa- habrí­a que jalearle incorporando la vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva Gí¼rtel! ¡vivan los ERE de Andalucí­a! ¡visca el Palau de la Música Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serí­an más de forma que de fondo.

Una salida del euro, tanto si es por iniciativa propia como si es porque los paí­ses del norte se hartan de convivir con los del sur, serí­a desastrosa para España. Implicarí­a, como acertadamente señalaron Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos en EL PAíS el pasado mes de junio, no sólo una vuelta a la España de los 50 en lo económico, sino un retorno al caciquismo y a la corrupción en lo polí­tico y en lo social que llevarí­a a fechas muy anteriores y que superarí­a con mucho a la situación actual, que ya es muy mala. El calamar vampiro, reducido a chipirón, serí­a cabeza de ratón en vez de cola de león, pero eso nuestra clase polí­tica lo ve como un mal menor frente a la alternativa del harakiri que suponen las reformas. Los liberales, como en 1814, serí­an masacrados –de hecho, en los dos partidos mayoritarios, ya se observan movimientos en esa dirección.

El peligro de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo relativamente corto es, en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede hacer algo por evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando artí­culos como íéste. Como muestran todos los sondeos, el desprestigio de la clase polí­tica española es inmenso, pero no tiene alternativa a corto plazo. A más largo plazo, como explico a continuación, sí­ la tiene.

Cambiar el sistema electoral

La clase polí­tica española, como hemos visto en este artí­culo, es producto de varios factores entre los que destaca el sistema electoral proporcional, con listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las cúpulas de los partidos polí­ticos. Este sistema da un poder inmenso a los dirigentes de los partidos y ha acabado produciendo una clase polí­tica disfuncional. No existe un sistema electoral perfecto -todos tienen ventajas e inconvenientes- pero, por todo lo expuesto hasta aquí­, en España se tendrí­a que cambiar de sistema con el objetivo de conseguir una clase polí­tica más funcional. Los sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante sus electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen menos poder que las que surgen de un sistema proporcional y la representatividad que dan de las urnas está menos mediatizada. Hasta aquí­ todo son ventajas. Tambiíén hay inconvenientes. Un sistema proporcional acaba dando escaños a partidos minoritarios que podrí­an no obtener ninguno con un sistema mayoritario. Esto perjudicarí­a a partidos minoritarios de base estatal, pero beneficiarí­a a partidos minoritarios de base regional. En cualquier caso, el rasgo relevante de un sistema mayoritario es que el electorado tiene poder de decisión no solo sobre los partidos sino tambiíén sobre las personas que salen elegidas y eso, en España, es ahora una necesidad perentoria que compensa con creces los inconvenientes que el sistema pueda tener.

Un sistema mayoritario no es bálsamo de Fierabrás que cure al instante cualquier herida. Pero es muy probable que generase una clase polí­tica diferente, más adecuada a las necesidades de España. En Italia es inminente una propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional por uno mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarí­an en colegios uninominales y el tercio restante en listas cerradas en las que los escaños se distribuirí­an proporcionalmente a los votos obtenidos. Parece ser que el Gobierno “tíécnico” de Monti ha llegado a conclusiones similares a las que defiendo yo aquí­: sin cambiar a una clase polí­tica disfuncional no puede abordarse un programa reformista ambicioso. Y es que, como le oí­ decir una vez a Carlos Solchaga, un “tíécnico” es un polí­tico que, además, sabe de algo. ¿Para cuándo una reforma electoral en España? ¿Habrá que esperar a que lleguen los “tíécnicos”?

Cíésar Molinas publicará en 2013 un libro titulado “¿Quíé hacer con España?”. Este artí­culo corresponde a uno de sus capí­tulos.
Elpais


En individuos, la locura es rara; en grupos, partidos, naciones y épocas, es la regla", Nietzsche.