Por... HUMBERTO MONTERO
Un buen día, Francia se echó a dormir. Tras liderar la revolución que dio origen al Estado moderno, la misma que sustituyó el ríégimen feudal por otro en el que el "papá Estado" era el único señor, capaz de someter a todo el país al vasallaje, y despuíés de que dos invasiones alemanas demostraran la fragilidad de sus estructuras, Francia cayó en un letargo. Obsesionada por preservar su "grandeur" a base de subvenciones, fue incapaz de despertar. Con medio planeta volcado en los problemas de España e Italia, dos economías capaces de dinamitar el proyecto europeo y de convertir en fosfatina al euro, nadie tuvo en cuenta que el problema de Europa es aún más grave.
Por suerte, el influyente semanario británico "The Economist" ha detectado al fin el verdadero tumor. "Francia es una bomba de efecto retardado", revela la revista económica. "La economía francesa podría convertirse en el principal y más importante peligro para la moneda única", añade en su último número, cuya portada son unas baguettes de pan atadas con la tricolor y una mecha encendida.
Despuíés de despacharse a gusto con España con una portada en la que la "S" de Spain se descolgaba, dejando a solas la palabra "pain" (dolor), "The Economist" pone su punto de mira en la segunda economía europea, a la que sugiere que siga la senda de reformas y draconianos recortes que llevan a cabo los países del sur de Europa.
Bien es cierto que las críticas llegan, como siempre, del otro lado del Canal de la Mancha, de la isla que todavía se cree el ombligo del mundo aunque su economía ande peor o igual que la francesa. Y eso, a pesar del enorme caudal de dinero turbio que entra en sus bancos, convertidos en "semiparaísos" para toda suerte de filibusteros.
La lista de dolencias que identifica "The Economist" es interminable. Para empezar, un primer ministro (el socialista Hollande) al que tacha de incapaz y de no tener coraje para adelgazar un Estado mastodóntico. Pero, además, en las catorce páginas dedicadas al "enfermo francíés" se detalla el abismal díéficit comercial, una economía estancada, los elevados costes de productividad (con una de las manos de obra más caras de Europa), el deteriorado clima de negocios, las subidas de impuestos (como la absurda tasa del 75 % a las rentas superiores al millón de euros) y el desmesurado peso del Estado y de los sindicatos en la economía.
Algunos ya habíamos detectado este mal hace ya tiempo. No con la bola de cristal, sino con los fríos datos macroeconómicos. Desde 2004, Francia ha perdido terreno en el mercado global. En 2011, las importaciones (12 %) superaron a las exportaciones (9 %), con un díéficit comercial de 70.000 millones de euros. Por su parte, el gasto público es el mayor de la eurozona (representa el 57 % del PIB), lo que ha llevado a Hollande a anunciar un recorte de 60.000 millones en cinco años. Su deuda pública ha alcanzado el umbral crítico del 91 % del PIB (1,8 billones de euros), lo que la sitúa en riesgo de ataque especulativo, y el paro (10,8 %) lleva 17 meses en ascenso. Si Francia sufriera un "ataque" de los mercados de financiación como el que ha padecido España, es probable que no pudiera resistir como su vecino.
Menos Estado implica más libertad. Menos Estado genera menos impuestos y más dinero circulando, invirtiíéndose en proyectos con voluntad de obtener beneficios, de ser sostenibles. El Estado no tiene por quíé gestionar nada (salvo sectores puramente estratíégicos) ni convertirse en una empresa que tapone a la inversión privada. El Estado es la peor empresa conocida, siempre deficitaria. Sus criterios no atienden al mercado porque lo pagamos nosotros. El Estado debe administrar lo justo y marcar las líneas básicas. No necesitamos un señor, no somos vasallos. Ni siquiera los franceses.