Para reemplazar sus antiguos suministros de carne, los Isleños de Pascua intensificaron su producción de gallinas, las que habían sido sólo comida ocasional. También se volcaron a consumir de la fuente de carne más grande disponible: los humanos, cuyos huesos se hicieron gradualmente comunes en los botaderos de Isla de Pascua. Las tradiciones orales de los isleños mencionan corrientemente el canibalismo: el peor insulto que podía espetarse a un enemigo era “La carne de tu madre se me pega entre los dientes”.

Sin leña disponible para cocinar estas nuevas golosinas, los isleños acudieron a la caña de azúcar, a pastos y juncos para alimentar sus fogatas. Todas estas briznas de evidencia pueden ensamblarse en una narrativa coherente del declive y caída de una sociedad.

Los primeros colonos polinesios se encontraron con una isla de tierra fecunda, con alimentos abundantes, materiales de construcción de calidad y en cantidad, amplios habitats, y todos los requisitos necesarios para el buen vivir, y con comodidad. Prosperaron y se multiplicaron. Después de unos siglos, empezaron a erigir moais en plataformas de piedra, tal como sus antepasados polinesios lo habían hecho. Con el paso de los años, los moais y las plataformas se hicieron más y más grandes, y las estatuas empezaron a tener coronas rojas de diez toneladas de peso –probablemente en una espiral de competencia entre los clanes rivales, intentando superarse con muestras de opulencia y poder. (De la misma manera, los faraones egipcios compitieron construyendo pirámides cada vez más grandes. Lo mismo hacen hoy los magnates del cine en Hollywood).

En la Isla de Pascua, como en la Norteamérica moderna, la sociedad se mantenía unida por un complejo sistema político para redistribuir los recursos localmente disponibles e integrar las economías de áreas diferentes. Eventualmente, la creciente población de Pascua comenzó a talar el bosque más rápidamente de lo que el bosque podía regenerarse. La gente usó la tierra para sus cultivos, y la madera como combustible, para hacer canoas y casas –y, claro, para transportar los moais. Cuando el bosque desapareció, los isleños se quedaron sin madera y sin cuerdas para transportar y erigir sus estatuas. La vida se puso más incómoda –las primaveras y los arroyos se fueron secando, y ya no hubo más leña para hacer fuego.

También comenzó a ser cada vez más duro encontrar con qué llenar los estómagos, alimentos que antes eran abundantes, como las aves terrestres, los grandes mariscos y las aves marinas, fueron desapareciendo. Ya que no había troncos para construir canoas capaces de navegar en el mar, la captura de peces declinó y los delfines desaparecieron de la mesa. Los rendimientos de las cosechas corrieron igual suerte, ya que la deforestación produjo erosión por la lluvia y el viento, el suelo se secó con el sol, y sus nutrientes fueron lavados por las lluvias.

La intensificación de la producción de gallinas y pollos, y el canibalismo reemplazaron sólo una parte de todos los alimentos perdidos. Estatuillas de esa época que todavía se conservan muestran gente con mejillas hundidas y costillas visibles, que sugieren que hubo una gran hambruna. Con la desaparición de alimentos excedentes, la Isla de Pascua ya no pudo alimentar a los jefes, a los burócratas y a los sacerdotes que habían logrado mantener funcionando a su compleja sociedad.

Los isleños supervivientes describieron a los primeros visitantes europeos cómo el caos y las disputas locales reemplazaron al gobierno centralizado y cómo una clase de guerreros se tomaron el poder de los jefes hereditarios. Las puntas de piedra de lanzas y dagas, fabricadas por los guerreros durante su auge en los 1600s y 1700s, todavía se encuentran por doquier en los terrenos de la Isla de Pascua. Alrededor de 1700, la población empezó a colapsar, reduciéndose hasta llegar a ser entre un cuarto y un décimo de lo que había sido.

La gente se fue a vivir en cuevas para protegerse de sus enemigos. Alrededor de 1770 los clanes rivales empezaron a derribar los moais de sus rivales, y a romperles las cabezas. Por 1864 la última estatua había caído, había sido profanada. Mientras intentamos imaginar el colapso de la civilización de Isla de Pascua, nos preguntamos por qué no miraron alrededor, porqué no comprendieron lo que estaban haciendo, y porqué no se detuvieron antes de que fuera demasiado tarde.

¿En qué estaban pensando cuándo talaron la última palma? Yo sospecho, sin embargo, que el desastre no ocurrió de un golpe, sino que fue un largo, triste y gradual declinar. Después de todo, hay que considerar esos centenares de estatuas abandonadas. El bosque del que los isleños dependían para hacer rodillos y sogas no desaparecieron de un día para otro, fueron desapareciendo lentamente, durante décadas. Quizás la guerra detuvo a los equipos de traslado de moais; quizás cuando los talladores hubieron terminado su trabajo, la última soga se cortó. En el entretanto, cualquier isleño que intentara advertir sobre los peligros de la deforestación progresiva habría sido acallado por los intereses creados de los talladores, los burócratas y los jefes, cuyos trabajos dependían de continuar con la deforestación.

Los madereros del área Noroeste de la costa del Pacífico, en USA, son sólo los últimos en una larga lista de los que gritan “¡El trabajo primero, los árboles después!”. Los cambios en el bosque, de un año al siguiente debieron ser difíciles de notar: sí, este año talamos este trozo de bosque aquí, pero los árboles están empezando a crecer de nuevo en ese sitio abandonado de allá.

Sólo los ancianos, al recordar la época de su niñez, de décadas atrás, podrían darse cuenta de las diferencias. Sus niños pudieron no haber comprendido lo que contaban sus abuelos, como ahora mis hijos de ocho años pueden entender lo que mi esposa y yo les contamos de cómo era Los Ángeles hace 30 años.

Continuará…