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Autor Tema: ¿Por quíé el capitalismo es fabuloso?...  (Leído 244 veces)

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¿Por quíé el capitalismo es fabuloso?...
« en: Diciembre 25, 2013, 01:25:13 pm »
Por...  Chris Berg


Cada año la glamorosa revista de negocios FastCompany publica una lista de las que considera son “Las 50 empresas más innovadoras del mundo”. Los nombres en la lista son los que uno esperarí­a. En 2012 la empresa lí­der fue Apple, seguida de Facebook, Google y Amazon.com. ¿Nota algo en común? En el top 10, solamente hay dos empresas que no son primordialmente empresas digitales. Una, Life Technologies, está en el sector de ingenierí­a geníética (la otra —trate de no reí­rse— es el Movimiento Occupy. FastCompany lo describe como “Transparente. Experto en tecnologí­a y diseño. Local y global. Audaz”). No solo la mayorí­a de las empresas en la lista son digitales, sino que todas son llamativas y únicas, y casi todas tienen nombres muy conocidos.

Todos, desde Forbes hasta BusinessWeek, otorgan premios a las empresas más innovadoras. Todos los premios son un tanto similares y predecibles. Pero estas listas tienen un efecto perverso: sugieren que el gran íéxito del capitalismo y de la economí­a de mercado es inventar tecnologí­a de punta y que si queremos observar el progreso capitalista, deberí­amos estar pendientes de un diseño elegante y la moda popular. La innovación, nos dice la prensa, está en inventar curas para el cáncer, paneles solares y redes sociales.

Pero la verdadera genialidad de la economí­a de mercado no es que genera productos destacados y altamente publicitados que causan colas en las tiendas, ni los grandes avances míédicos que salen en las noticias nocturnas. No, la genialidad del capitalismo se encuentra en las cosas pequeñas —las cosas en las que nadie se fija.

Una economí­a de mercado se caracteriza por una sucesión infinita de cambios y ajustes imperceptibles y repetitivos. Los economistas de libre mercado desde hace mucho han hablado acerca de la naturaleza no planificada, ni coordinada, de la innovación capitalista. Lo que no han enfatizado es lo invisible que es. Una excepción es el gran Adam Smith.

En su obra La riqueza de las naciones, el ejemplo que utilizó para ilustrar la división del trabajo fue una fábrica de alfileres. Describió cuidadosamente el proceso complejo mediante el cual se fabrica un alfiler. La confección de la cabeza de un alfiler “requiere dos o tres operaciones distintas”. Colocar la cabeza en el alambre es “un trabajo especial”. Luego los alfileres deben ser esmaltados. La producción de un alfiler, concluyó Smith, es una tarea de 18 pasos.

Smith estaba argumentando a favor de la especialización, pero igual de importante fue su selección de ejemplo. Serí­a difí­cil pensar en algo menos impresionante y de menor consecuencia que un alfiler. Smith querí­a que sus contemporáneos pensaran acerca de la economí­a no mediante la observación desde las grandes alturas de un palacio o de un salón de clases, sino observándola desde abajo hacia arriba —para que reconozcan cómo la economí­a de mercado es el agregado de millones de tareas pequeñas. Esta es una lección que muchos todaví­a no han aprendido. Deberí­amos tratar de reconocer las sutilezas de las cosas aparentemente mundanas.


El capitalismo significa eficiencia


La repisa de libros Billy de Ikea es un mueble de hogar casi desechable que ha sido producido de manera continua desde 1979. Se ve exactamente igual a cómo se veí­a hace más de tres díécadas. Pero es mucho más barata. El modelo estándar —que mide casi dos metros— cuesta $59,99. Sin embargo, desde una perspectiva ingenieril, la repisa de libros Billy es tremendamente distinta a sus ancestros.

Durante estos 30 años la repisa Billy ha cambiado minuciosamente pero de manera importante. La estructura de la pared trasera ha cambiado una y otra vez, conforme la empresa trataba de reducir el peso de esta pared (el peso cuesta dinero) a la vez que aumentaba su resistencia. Incluso los pernos que sostienen las repisas movibles de libros han experimentado cambios dramáticos. Los pernos hasta hace poco eran unos sencillos cilindros de metal. Ahora tienen una forma sofisticada, estrechándose hacia un receptáculo en una de las puntas, sobre el cual se sostiene la repisa. Los corchetes que mantienen unido el marco tambiíén son piezas complejas de ingenierí­a.

Ikea es una empresa masiva. Los cambios pequeños —incluso en los pernos de metal— son magnificados cuando esos productos son producidos en masa. Sin duda hay alguien, en algún lugar en la jerarquí­a del diseño de productos de Ikea, cuyo único enfoque ha sido reducir el peso y aumentar la resistencia de esos pernos. Esa persona se fue a dormir pensando en clavos y metales y en las compensaciones entre la resistencia y el peso. Su trabajo, aparentemente inconsecuente, ayuda a mantener los precios de Ikea bajos y sus ganancias altas. Con cada cambio diminuto a la forma de los pernos de metal de la repisa Billy, esta persona se gana su salario con creces.

Siendo masiva, sin embargo, Ikea tiene una ventaja: es capaz de contratar especialistas cuyo trabajo es obsesionarse exclusivamente acerca de cosas simples como pernos. Ikea es tambiíén conocida por sus innovaciones más destacadas —por ejemplo, muebles embalados en paquetes planos, lo que puede reducir a un sexto el costo de enví­o— y una muy reducida plantilla de empleados en sus tiendas.

Para los grandes minoristas, la innovación tiene que ver con la eficiencia, no con la invención. Las cadenas de suministro extremadamente sólidas puede que no ganen glamorosos premios de innovación pero son la fuente de gran parte de nuestra prosperidad moderna. No obstante, Ikea es grande y famosa. Así­ que permí­tame sugerir otro í­cono de la innovación y del dinamismo capitalista: la pizza.


El capitalismo sabe mejor a un precio menor

La pizza es una de las comidas más ordinarias y sencillas. A casi nadie se le ocurrirí­a buscar innovación e ingenierí­a en ella. En su versión más básica, la pizza es un pan delgado con tomates y queso encima —es la comida que los pobres de Nápoles exportaron, que luego ha sido reinterpretada incesantemente por el resto del mundo.

41% de los estadounidenses comen pizza por lo menos una vez a la semana, ya sea comprada, congelada y recalentada en un horno en casa, entregada a domicilio, traí­da del restaurante, o cocinada desde cero en casa. Todas estas opciones son más complicadas de lo que parecen. Mantener una pizza fresca mucho despuíés de que esta sale del horno para que pueda ser entregada a domicilio, o asegurarse de que llegue a estar crujiente en distintos hornos domíésticos luego de ser congelada durante semanas no es cosa fácil.

La humedad es la enemiga. Para las pizzas congeladas, esto significa que los ingredientes deben ser pre-cocidos precisamente para evitar que algunos ingredientes se quemen mientras que otros se están terminando de calentar. La pizza congelada resiste muchos abusos —es parcialmente descongelada cada vez que es transferida del productor al supermercado y al congelador en casa. Así­ que la masa tiene que estar precisamente regulada para soportar su contenido de agua.

El queso se congela mal, y los consumidores esperan que este se derrita de igual forma a lo largo de la masa, así­ que los productores se obsesionan con el rango pH del queso, y con su contenido de agua y sal. Además, por supuesto que todas estas decisiones son realizadas teniendo en cuenta el presupuesto del cliente y la rentabilidad del productor. Los consumidores de pizzas congeladas de tamaño familiar suelen ser extremadamente sensibles a cambios en el precio. Las oportunidades para innovar en procesos, equipos, automatización y quí­mica son virtualmente innumerables.

Se vuelve todaví­a más complicado cuando consideramos cambios en los gustos de los consumidores. El cliente de la pizza moderna no solo quiere queso, tomate y pepperoni. Conforme se vuelven más sofisticados los gustos culinarios, los clientes buscan sabores más sofisticados, incluso en las pizzas congeladas. Una cosa es dominar cómo se derrite el queso cheddar y el mozzarella. Lidiar con unos quesos más sabrosos como un brie o un gouda es una cosa totalmente distinta. Como el especialista en pernos de Ikea, hay cientos de personas alrededor del mundo obsesionadas con la manera en que el queso congelado se derrite en un horno casero. Este tipo de complicaciones son replicadas en cada ingrediente de este producto tan simple (¿Cómo adaptar un dispensador automático de pepperoni para que dispense queso feta?).

Los clientes demandan caracterí­sticas estíéticas tambiíén. Los productos congelados tienen que verse autíénticos. A los clientes les gusta que la masa de su pizza tenga pequeñas marcas de quemadura, incluso si los hornos domíésticos no las producirán naturalmente. Por esta razón los productores experimentan con todo tipo de tíécnicas de calentamiento para replicar el resultado visual de un horno de leña.

La pizza que se retira en un restaurante parecerí­a ser algo menos complicado pero tiene casi la misma cantidad de complejidades. Algunas cadenas grandes de pizza están integrando lentamente el tipo de aplicadores de salsa e ingredientes que utilizan los productores de alimentos congelados. El queso es costoso y difí­cil de distribuir de manera uniforme. La cadena de pizzas Domino’s utiliza un equipo patentado, el “auto-queso”, que toma bloques estandarizados de queso y con la presión de un botón los ralla y distribuye uniformemente a lo largo de una masa.

Los problemas de humedad son incluso más endíémicos en las pizzas que se retiran de un restaurante. La pizza horneada tiene que sobrevivir, caliente y crujiente y sin daño alguno, por algún tiempo antes de ser consumida. Si la caja está cerrada, el vapor de la pizza caliente atraviesa el pan, haciíéndolo suave y desagradable. Pero una caja abierta perderá calor demasiado rápido. Los ingenieros han encontrado un balance. Las ventilaciones en la caja y los trí­podes plásticos en el centro de la pizza alientan el flujo de aire. Los que entregan las pizzas a domicilio las llevan en estuches grandes y protegidos para mantener el calor dentro pero reducir el riesgo de daño por causa del vapor.

Fácilmente podrí­amos replicar este análisis para casi cualquier alimento procesado o manufacturado que encontramos en un supermercado tradicional. Luego podrí­amos reflexionar acerca de la complejidad de servir comida, no en una cocina de casa, sino en un avión que vuela a más de 600 millas por hora y a 37.000 pies en el aire, y que es cocinada en un pequeño pasillo para cientos de personas simultáneamente.

Algunos de los logros logí­sticos más extraordinarios del mundo moderno pasan totalmente desapercibidos. Algunos —como la comida en un avión— los despreciamos eníérgicamente, sin reconocer el verdadero esfuerzo detrás de ellos.


El capitalismo se trata tanto acerca de la innovación como de la invención

Uno de los grandes ensayos en la tradición de libre mercado es “Yo, Lápiz” de Leonard Read. Read fue el fundador de un importante centro de estudios estadounidense llamado Foundation for Economic Education. En su ensayo, íél adopta la perspectiva de un lápiz ordinario de mina y pretende escribir su genealogí­a. Empezó como un árbol de cedro en Carolina del Norte u Oregón, fue cosechado, talado y enviado en un tren a un molino en San Leandro, California, donde fue cortado en “pequeñas láminas de menos de un cuarto de pulgada de grosor cada una”.

El argumento de Read: “Ni una sola persona sobre la tierra” sabe cómo hacer un lápiz por sí­ sola. La construcción de un lápiz está enteramente distribuida entre “millones de seres humanos”, desde los italianos que extraen piedra pómez para los borradores hasta los productores de cafíé que proveen las bebidas para los leñadores en Oregón.

Read estaba ilustrando de manera ví­vida un argumento importante de Friedrich Hayek —estas personas distintas logran, sin nada más que el sistema de precios, hacer algo extraordinariamente complejo. Ninguno de los mineros de piedra pómez pretenden hacer un lápiz. Ellos simplemente quieren intercambiar su trabajo por un salario. La mano invisible de Adam Smith se encarga del resto. Read publicó su ensayo en 1958. La fórmula quí­mica para el borrador del lápiz, conocido como el “plug”, ha cambiado repetidas veces a lo largo del último medio siglo. La producción es altamente automatizada, y las lí­neas de suministro son más sólidas.

Se agregan quí­micos para evitar que el borrador se parta. La producción de caucho sintíético en 2012 es muy distinta a la de 1958. Estos plugs diminutos se ven en gran medida iguales a sus antecesores pero han evolucionado de varias formas distintas. “Yo, el lápiz” captura de manera estupenda la complejidad de los mercados, pero no logra capturar su dinamismo. Los millones de individuos involucrados en la producción de un lápiz no están simplemente desempeñando las funciones asignadas por el mercado sino que están tratando de hacer su pequeño segmento, más fácil, más barato y más rentable. El mercado de lápices —lo más distinto a una empresa de tecnologí­a de punta como Facebook— todaví­a está lleno de emprendedores que tratan de deshacer modelos establecidos de negocios para reducir costos y racionalizar las cadenas de suministro. En 1991, 144 lápices de madera hechos en China se vendí­an al por mayor en $6,91. En 2004 ese precio habí­a caí­do a $4,48.

Además está la variedad de lápices disponible a los consumidores —no solamente los de madera de distintas formas, tamaños, colores y densidades, sino lápices mecánicos, jumbo para niños, rectangulares para carpinteros (los lápices rectangulares no se ruedan) y así­ sucesivamente. Para gran desventaja del capitalismo, no hay nada inherentemente emocionante acerca de los lápices. A los humanos les gusta lo novedoso. Nos gusta la invención. Nos gustan los avances en la alta tecnologí­a que cambiarán al mundo.



Yo, el cerdo

El libro más profundo acerca del capitalismo publicado en la última díécada no es un tratado de economí­a o filosofí­a sino un proyecto de arte. En Pig 05049, la artista holandesa Christien Meindertsma muestra sin ambages fotografí­as de 185 productos distintos que son hechos a partir de un solo cerdo.

Cada parte de un cerdo sacrificado es vendida y preparada para otro propósito. Obviamente, sabemos del cerdo y del jamón pero, ¿cuánta gente sabe que los huesos de cerdo son convertidos en una goma que sirve para pegar papel de lija? ¿O que la grasa del cerdo es un componente de la pintura, que ayuda a que esta se esparza y tenga brillo? Partes del cerdo se encuentran en el yogurt, en los frenos de trenes, en el papel de fotografí­a, en los fósforos —incluso en las balas.

Una reacción al libro de Meindertsma es verlo simplemente como una re-interpretación moderna del ensayo de Leonard Read acerca del lápiz. Pero es más que eso. Pig 05049 revela lo que una economí­a de mercado intenta ocultar: las profundas complejidades de los productos individuales.

Ese cerdo fue dividido y enviado a fábricas y mercados alrededor del mundo. Sus partes acabaron en fósforos, cobre, crayones y cera para pisos. Estos productos son los más comunes que uno se pueda imaginar —¿quíé consumidor considera por más de un instante quíé crayones comprar, y mucho menos cómo se producen? Pero como Meindertsma indica, el olor distintivo de muchos crayones proviene de ácidos grasosos, que a su vez vienen de la grasa ósea de los cerdos, utilizada como un elemento para endurecer los crayones.

Pig 05049 fue publicado en 2007. La industria oleoquí­mica —esto es, la industria que deriva quí­micos de aceites y grasas naturales— es una de las más innovadoras del mundo. Como cualquier industria que experimenta rápidos cambios tecnológicos y cientí­ficos, tambiíén se está reestructurando, mudando su producción de Europa Occidental y EE.UU. a China, Malasia e Indonesia.

Seis años es un largo tiempo en un mercado competitivo. Así­ de simples como parecen ser, esos crayones están cambiando: los costos de producción se han reducido, las materias primas están siendo utilizadas de manera más eficiente y las lí­neas de suministro están siendo optimizadas. Amazon ahora enumera 2.259 productos distintos en la categorí­a de crayones para niños.




El gobierno no comprende la innovación


Si FastCompany tiene una visión distorsionada acerca de la naturaleza de la innovación en una economí­a de mercado, no está sola. Los gobiernos tambiíén la tienen. El gobierno federal de Australia tiene su propio Ministro de Innovación, y su Departamento de Industria, Innovación, Ciencia, Investigación y Educación Terciaria entrega subvenciones para invenciones y empresas nuevas. Su programa Comercialización Australia auspicia inventores que “han transformado una idea innovadora en una realidad”.

El programa Innovación Australia financia a quienes buscan fondos para convertir “sus ideas innovadoras en productos comerciales”. Este es el fetiche con la invención —la idea de que el progreso tecnológico ocurre cuando los soñadores tienen grandes ideas. Todo lo que la sociedad necesita hacer es subsidiar los sueños hasta que estos se conviertan en realidad.

Pero las ideas son la parte fácil. Hacer algo es difí­cil. Establecer una empresa, reducir los costos, adquirir y retener una porción del mercado: allí­ es donde las empresas ganan o pierden en una economí­a de mercado. La genialidad de la economí­a de mercado se encuentra en pequeñas innovaciones que se hacen para pulir y mejorar los productos y servicios existentes. La invención es algo maravilloso. Pero no deberí­amos pretender que es la invención lo que nos ha hecho ricos.

Tenemos una calidad de vida superior a la de nuestros ancestros gracias a las cosas pequeñas. Deberí­amos estar más conscientes de la continua, lenta e imperceptible destrucción creativa de la economí­a de mercado, de los refinadores que siempre están mejorando —aunque sea de manera imperceptible— nuestras pizzas congeladas, nuestras repisas para libros, nuestros lápices, y nuestros crayones


•... “Todo el mundo quiere lo máximo, yo quiero lo mínimo, poder correr todos los días”...
 Pero nunca te saltes tus reglas. Nunca pierdas la disciplina. Nunca dejes ni tus operaciones, ni tu destino, ni las decisiones importantes de tu vida al azar, a la mera casualidad...