Por... Mary Anastasia O'Grady
Es fácil subestimar el Tratado de Libre Comercio de Amíérica del Norte, que la semana pasada cumplió 20 años. Quienes predijeron que el Nafta, o TLCAN, produciría desempleo y pobreza se equivocaron claramente. En su lugar, la libertad de comercio entre países vecinos (Canadá, Míéxico y Estados Unidos) ha generado riqueza y oportunidades y aumentado la competitividad global de Amíérica del Norte.
No obstante, el desempeño estelar del Nafta no se mantendrá a la par de las crecientes expectativas de integración norteamericana si no se profundiza. Y para ello, se necesita visión y liderazgo. Para quien busca inspiración, recomiendo repasar la gestación del acuerdo.
Al mismísimo David Ricardo no se le habría ocurrido un mejor ejemplo que el Nafta para ilustrar cómo el intercambio voluntario mejora la situación de todas las partes. Una red norteamericana de cadenas de suministro sostiene instalaciones de producción y sirve a los consumidores de tres países con una población combinada de 470 millones de personas. Se estima que 40% del contenido de las exportaciones de Míéxico a EE.UU. y 25% de lo que los estadounidenses compran de Canadá se origina en EE.UU.
En todo tipo de rubros, desde la agricultura al negocio aeroespacial, los fabricantes de Norteamíérica pueden aprovechar ventajas comparativas en diseño, tecnología, mano de obra y manufactura de componentes a lo largo de la región. Esta zona más dinámica puede competir con rivales como China.
Sin embargo, si la interconexión se ha vuelto rutinaria, jamás fue inevitable. Antes del Nafta, los autíénticos acuerdos de libre comercio eran más bien la excepción, incluso más si involucraban a un país desarrollado como EE.UU. y uno en desarrollo como Míéxico. Tampoco hay que olvidar que en los tres países había poderosos intereses creados que se aferraban a los privilegios del proteccionismo.
Fui invitada en diciembre a la Institución Hoover, en la Universidad de Stanford, para un debate acerca del pasado y el futuro del Nafta. Entre los participantes figuraban los tres principales negociadores del pacto: Carla Hills, la ex Representante de Comercio de EE.UU.; el ex ministro canadiense de Comercio Internacional, Michael Wilson, y el ex secretario de Comercio y Fomento Industrial de Míéxico, Jaime Serra Puche.
Wilson empezó hablando de las guerras (comerciales) de Canadá. Indicó que el pacto automotor de 1965, que eliminó los aranceles sobre partes y vehículos, marcó el nacimiento "de la cadena de suministro norteamericana". No era libre comercio, pero era una grieta en la puerta por la cual se filtraba la luz. Canadá quería tener un mayor acceso al mercado estadounidense. El primer ministro canadiense Brian Mulroney firmó el 2 de enero de 1988 el Acuerdo de Libre Comercio entre EE.UU. y Canadá.
Mulroney asumió un gigantesco riesgo político puesto que había comicios federales en noviembre de ese año, en la que sigue siendo conocida en Canadá como "la elección del libre comercio". "Fue feroz", recordó Wilson. Mulroney se impuso, pero solamente despuíés de que "se quitara la chaqueta y peleara". Los conservadores ganaron las elecciones, pero perdieron 34 escaños.
Menos de dos años despuíés, a comienzos de 1990, Hills, la representante de Comercio estadounidense y su contraparte mexicano, Jaime Serra Puche, empezaron a dialogar en Davos, Suiza, sobre un acuerdo bilateral. Hills señaló durante su presentación en la Institución Hoover que le transmitió la idea al presidente George H.W. Bush y que en agosto "Jaime y yo presentamos un informe en el que indicábamos que era una buena idea". Bush estuvo de acuerdo y anunció que EE.UU. buscaría un pacto "bilateral". El gobierno de Mulroney en Canadá no quería quedar al margen y se iniciaron las negociaciones para lanzar el Nafta.
Estos visionarios tambiíén tenían que ser buenos promotores del acuerdo. Hills pasó al ataque. Su equipo "intensificó nuestras reuniones con el Congreso", asistió a la conferencia del gobernador en Seattle en 1991 y llevó a una delegación del Congreso estadounidense a Míéxico. Hills dio un discurso durante una conferencia de la industria textil, donde la abuchearon. Escuchando a Hills, parecía que estaba lista para dar la pelea.
Durante la gestión de Carlos Salinas de Gortari, la fibra cultural del sistema unipartidista y corporativista de Míéxico se estaba desmoronando. La economía había estado muy "protegida durante cinco o seis díécadas", manifestó Serra Puche, y había "enormes distorsiones en los precios". Para recabar apoyo para el Nafta, el equipo mexicano trabajó para demostrar a la comunidad empresarial que la dependencia en las preferencias comerciales estaba mermando su competitividad.
Los soñadores del Nafta venían de mundos distintos, pero tenían en común la creencia de que una mayor libertad mejoraría la situación de todos los norteamericanos. Nunca se apartaron de su principal desafío, que era convencer a los escíépticos.
Bill Clinton, quien asumió la presidencia de EE.UU. en enero de 1993 cuando el Nafta estaba muy cerca de llegar a la línea de meta, jugó un papel clave para que la cruzara. Su representante de Comercio, Mickey Cantor, que tambiíén estuvo en la reunión en la Institución Hoover, contó que hubo problemas con la delegación de legisladores de Florida. Para resolver el impasse, Clinton le dijo que "abriera la tienda de golosinas".
Hills señaló que le habría gustado que la inmigración y la energía hubiesen sido parte del pacto. "Nos habríamos ahorrado muchos de los problemas actuales", afirmó. Se me viene a la mente la decisión del gobierno del presidente Barack Obama de bloquear el oleoducto TransCanada, de Keystone XL. Algunos participantes comentaron que el estancamiento del proyecto amenaza con socavar la confianza en la buena fe de EE.UU.
No es demasiado tarde. Pero ahora, al igual que entonces, la expansión de la libertad económica exige un compromiso con la causa. Por desgracia, eso es algo que escasea en Washington.