Por... ADRIANA COOPER
Hace casi diez años, estaba en el aeropuerto de ímsterdam esperando el avión que me llevaría hasta Bogotá. Faltaban varias horas para el embarque y tenía el corazón arrugado. Estaba en plenos veinte, esa íépoca de la vida donde algunos adioses son tan duros y a ratos creemos que aún es posible morir de amor. Cuando vi unas sillas reclinables donde es posible dormir, me sentíé con un aire de melancolía en el cuerpo. Al frente había un hombre alto que pasaba de los 45 y estaba vestido con un traje azul marino. Un rato despuíés y cuando se levantó de su silla, me preguntó si quería un cafíé del restaurante cercano.
A su regreso, me contó su historia en titulares. Nació en Sudáfrica y trabajaba para una empresa multinacional que lo estaba enviando a Brasil para comprarle tierras de explotación al estado brasileño. ¿Comprar? Le preguntíé sin entender del todo. Contestó con un sí.
Hace un par de meses me subí a un taxi en un hotel de Medellín. Comencíé a hablar con el conductor sobre las historias llamativas que escucha y vive a diario. Como si se tratara de un relato más, el hombre contó que horas antes subió a su carro un ejecutivo de una multinacional china. Hablaba español "con un acento extraño" y tenía los ojos rasgados. Según el relato, el hombre había llegado a la ciudad para ver las tierras de "explotación" que podía comprar en Antioquia. ¿Comprar? Le preguntíé sin entender del todo. Contestó con un sí.
El relato no es improbable. Y es que China anda comprando tierras por el mundo para alimentar a su población millonaria que consume aproximadamente el 20 por ciento de la comida mundial. Según varios reportes, ese país ya adquirió tierras en ífrica, Australia y Europa. En septiembre del 2013 se conoció un acuerdo mediante el cual el gobierno chino adquirió el 5 por ciento del territorio ucraniano. Esa extensión que equivale al tamaño de un país como Bíélgica o la mitad de Antioquia, será usada para la explotación agrícola.
Pensar que las multinacionales o gobiernos extranjeros se pueden apoderar de nuestras tierras y hacer con ellas lo que les venga en gana, produce horror. Creer que nuestras montañas, mares y bosques pueden venderse o alquilarse al mejor postor es un desatino. Y más porque muchos de esos compradores o empresarios no ven más allá del dinero. No les importa que los ríos se llenen de químicos y que en el futuro los animales estíén sólo en laminitas de álbum para que así puedan conocerlos nuestros hijos y nietos.
Por eso molesta tanto lo que pasa actualmente con la multinacional Drummond en Colombia. Esta empresa que se dedica a la explotación minera, fue sancionada en el 2013 con una multa de 7 mil millones de pesos por arrojar carbón al mar en Santa Marta. Ahora el Gobierno Nacional le puso freno a la carga de ese mineral en barcazas. Aunque muchos aplauden la decisión se les olvida que en los últimos años esa empresa ha hecho lo que ha querido. Y poco a poco está logrando que el mar de una de las bahías más hermosas de la tierra cambie de color. De seguir así ya no será azul. Pronto se teñirá de negro.