Por... íNGELA MARULANDA
Yo creo que los padres de la primera mitad del siglo pasado fueron los precursores del comunismo, porque en las familias de ese entonces la propiedad privada no existía. Todo era de todos y hasta las cosas personales había que compartirlas con los hermanos, los primos, los vecinos, los amigos, mejor dicho, con todo el mundo, aunque no nos gustara.
Además, como en ese entonces la austeridad era una virtud y la opulencia un defecto, nuestros antecesores tambiíén fueron los precursores del reciclaje: los zapatos viejos del mayor se volvían los nuevos del menor, el vestido de Primera Comunión de la primogíénita era el que usábamos las hermanas y primas de ahí en adelante; los sobrados de la comida del sábado se convertían en calentado para el almuerzo del domingo; y el pan viejo se reciclaba en la changua con huevo para el desayuno de los trasnochados. Además, todo lo que aun pudiera servir se reacondicionaba: el calzado se remontaba, las medias de nailon se zurcían y a los bluyines rotos se les ponían parches en la rodilla. Pero hoy ya nada se recicla ni se remienda sino que todo se desecha porque "eso ya no se usa".
Así mismo, todo había que compartirlo con los demás: los juguetes teníamos que prestárselos a los primos cuando iban a nuestra casa aunque no quisiíéramos; los caramelos de la piñata había que repartirlos con los hermanos para que no nos acusaran de antipáticos; las mejores presas del pollo eran siempre para los papás, seguidos de los hermanos mayores y, como resultado, los menores crecimos convencidos de que el pollo sólo tenía alas.
Por estos motivos durante la niñez soñábamos con "ser grandes" para poder tener derecho a la propiedad de nuestras cosas y no tener el deber de cedíérselas a nadie por obligación o por miedo a irnos para el infierno por egoístas.
Sin embargo, hoy gracias al consumismo pasamos de un extremo a otro y constantemente vivimos comprando cosas que no se necesitan, con dinero que no tenemos y para complacer a quienes ya no aprecian ni agradecen nada.
Por el bien de todos y del planeta, ojalá que compráramos menos y que recicláramos no solo las cosas sino tambiíén los valores de antaño (que se perdieron gracias al consumismo) como son la moderación, la humildad, la modestia, la sencillez o la gratitud. Si no tuviíéramos tanto, posiblemente los hijos valorarían más lo que tienen, serían personas más generosas, luchadoras, entusiastas y, seguramente, vivirían más agradecidos y satisfechos.