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Publicado el 18/09/2008, por Josíé Antonio Fernández Hódar. Madrid
Por aversión al riesgo bursátil, muchos inversores se han metido en la boca del lobo comprando productos estructurados que no entendían.
Habrá que escribir muchas páginas y pasar muchos meses antes de que la crisis que está sufriendo el sistema financiero marque un antes y un despuíés en la historia de la banca; sobre todo, de la banca de inversión. Al final del primer semestre de 1984, cuando la Reserva Federal subió los tipos de interíés del 3% al 6%, muchos inversores, y no pocos comerciales que vendían el producto, se enteraron de lo poco fija que era la llamada renta fija. Pocos entendían que el valor liquidativo de un pagaríé de Renfe bajase con la misma velocidad con que subían los tipos, y con ellos, las nuevas emisiones.
La banca de inversión ha cometido otra exuberancia irracional, ofreciendo productos de ingeniería financiera, cada vez más sofisticados, que el cliente no entendía y, lo que es peor, es que ni el vendedor del mismo sabía la carga de profundidad que contenía el atractivo producto. Hablar ahora al inversor de vehículos de inversión estructurados, de obligaciones de deuda colaterizada y de otras lindezas a lo que conduce es a crear una situación de inquietud al no saber si su fondo de inversión puede estar o no contaminado, y que le invite a desinvertir de cualquier producto, al margen de la calidad o seguridad del mismo.
Las aguas regresarán a su cauce, pero ya no será lo mismo. Volverá a primar la seguridad sobre la rentabilidad, y recobrarán protagonismo las letras de Tesoro, los bonos del Estado, para mantener hasta su vencimiento, y los fondos de inversión sin experimentos, ya sean de renta fija, sin riesgo de emisor, variable, o fondos mixtos y que, tanto en unos como en otros, los derivados no sean un juguete en las manos del gestor, sino un magnífico instrumento de cobertura de la cartera de contado.
Debacle bursátil
Con el varapalo que está sufriendo la bolsa puede parecer una broma de mal gusto decir que las acciones son un activo seguro. Y lo son, salvo en los casos en los que la empresa quiebra y desaparece de la escena. Pero salvo casos muy aislados, como ocurrió a los accionistas de Galerías Preciados, tras la intervención de Rumasa, los riesgos se ven venir, y quien compra basura, ya sabe que se puede manchar la manos. De la misma forma que quienes cegados por la luz, pagan 70 euros por acciones que, pocos meses antes, valían 7 euros, caso de Astroc.
Hay que tener asumido que la inversión en acciones es lo que se denomina renta variable, y su rentabilidad dependerá de los resultados de la empresa; su precio, de la evolución de los mercados y, consecuentemente, puede bajar o subir. Pero si se entra en un valor de calidad y solidez, aprovechando los momentos en los que el miedo se pasea por las bolsas, se estará sembrando para recoger la cosecha en un futuro no lejano.
De esta crisis vamos a salir, como se ha salido de otras, pero va a hacer daño, sobre todo a aquellos inversores que hayan llevado a la bolsa un dinero que tengan necesidad de íél, o hayan comprado más allá de sus posibilidades de amortización.
Si se está en bolsa, no es momento de vender. Hay que aguantar el chaparrón, el tiempo que dure. Existe la posibilidad de vender valores de calidad, pensando en volver a entrar a precios inferiores. Es una opción, pero sabiendo que quien compre nuestras acciones, desde los precios actuales hacia abajo, va a ganar dinero con ellas.
Pero si se va entrando sin prisa, poco a poco en valores como Telefónica, Repsol, Iberdrola o en un banco de solera, estamos comprando un activo seguro, porque ni van a quebrar, ni su valor será nunca cero. Se cobrará un buen dividendo y si bajan, tranquilos, que ya subirán