EEUU, ida y vuelta al 'crash' financiero
Publicado en el Economista por Tomás Monge
"La Historia no se repite, pero a veces rima". La cita de Mark Twain, al que cualquier estadounidense ha leído hasta la saciedad en sus años escolares, seguramente resuena ahora insistentemente por todo Wall Street. La crisis de las hipotecas basura ha llevado al sector financiero a un paso del precipicio, como en 1929. Y como en 1929, entre las causas del desplome subyace una principal: el desproporcionado tamaño que alcanzó la burbuja del críédito.
Consecuentemente, el Fondo Monetario Internacional ya ha advertido de que Estados Unidos se enfrenta a su peor crisis financiera desde la Gran Depresión. Y, sin embargo, hay una comparación menos frecuente, pero tan relevante o más que las anteriores: la regulación del sistema bancario, tras años de relajación, ha desmontado el aparato normativo que Roosevelt construyó durante su mandato, hasta devolverlo a un estado con grandes similitudes al de... 1929. La Historia, 80 años despuíés, rima.
"Desde una perspectiva histórica, nuestros clientes nos piden que hagamos lo que siempre han querido de sus banqueros: darles buenos consejos y proveerles de los medios financieros para que puedan llevarlos a cabo", explicaba el año pasado, en una entrevista con The New York Times, Lloyd Blankfein, consejero delegado de Goldman Sachs y uno de los cinco hombres más influyentes del mundo financiero, según Forbes. "Hemos cerrado el círculo, porque esto es exactamente lo que Rothschild o John P. Morgan hacían en su apogeo", añadía Blankfein, que concluía que "lo único que provocó una aberración fue la ley Glass-Steagall".
Los días de gloria de JPMorgan y Rothschild fueron los de principios del siglo XX. Y entre las prácticas de estas megacorporaciones financieras, entre las que tambiíén se contaban National City Bank y Chase National Bank, estaba la de utilizar el dinero de los depósitos de sus clientes minoristas para prestarlo a grandes empresas, a las que luego aconsejaban para titulizar esa deuda en forma de bonos. Unos bonos que, a su vez, colocaban entre los mismos pequeños inversores que habían abierto los depósitos. Todo ello en un mercado suficientemente opaco como para escapar al control de las autoridades. Sin un análisis riguroso de estas prácticas de riesgo, la burbuja creció sin límites hasta que estalló en 1929.
Tras la crisis, la ley se endurece
La Ley Bancaria de 1933, conocida como Glass-Steagall por los apellidos de los senadores que la llevaron adelante, se diseñó precisamente para evitar tal concentración de poder. Cuatro años de imparable declive bursátil -el Dow Jones llegó a perder un 89% de su valor entre 1929 y 1932- y constantes escándalos financieros convencieron a los legisladores de la necesidad de un sistema más estricto y con muchas más barreras.
Se prohibió a los bancos comerciales acceder al negocio de la banca de inversión. Su actividad debería limitarse a la captación de depósitos y la concesión de príéstamos. Los depósitos pasaron a estar garantizados por el Estado pero, a su vez, se instituyó una fuerte supervisión gubernamental. El negocio de emisión de acciones y bonos quedó en exclusiva para la banca de inversión, cuya actividad estaría controlada por la Comisión del Mercado de Valores (SEC, por sus siglas en inglíés).
Las grandes corporaciones tuvieron que elegir y JPMorgan se decantó por la banca comercial. En un principio pensó que la ley sería sólo un parche temporal. Pero en 1934 se convenció de lo contrario y el hijo del fundador, junto con otros socios, puso en marcha Morgan Stanley. Es el mejor símbolo del efecto de la ley Glass-Steagall. Y todavía quedaba otra vuelta de tuerca: en 1956 se aprobó la Ley de Holdings Bancarios, que prohibió a los bancos comprar aseguradoras.
Con Fannie Mae apareció el mercado secundario
El New Deal de Roosevelt no se quedó ahí. En 1938 se fundó la Agencia Federal Nacional Hipotecaria, conocida coloquialmente como Fannie Mae. Un órgano depen- diente directamente del Gobierno con el que estimular el mercado hipotecario, especialmente la concesión de príéstamos a los hogares con menos recursos. Fannie no prestaba el dinero directamente al ahorrador. En realidad, su nacimiento fue tambiíén el del mercado secundario: compraba críéditos a los pequeños bancos locales, lo que permitía a íéstos ofrecer a sus clientes tipos de interíés asumibles. Todo ello, eso sí, con las espaldas bien cubiertas: Fannie Mae sólo compraba hipotecas sustentadas por la Agencia Federal de Vivienda primero; y por la Asociación de Veteranos de Guerra, despuíés. Una participación limitada y con el respaldo financiero del Tesoro, para el que no era una carga desmedida.
Un sistema con tan fuerte presencia del Estado no tardó en ganarse críticas. Ya en la díécada de los 30 se produjeron los primeros intentos de revocar la ley Glass-Steagall. El papel de Fannie Mae en el mercado hipotecario tampoco escapó a las ansias liberalizadoras. Y la agencia fue la primera en caer.
En 1968, y con la Guerra de Vietnam lastrando las cuentas públicas, el demócrata Lyndon B. Johnson, impulsó la privatización. Las hipotecas garantizadas por agencias federales quedaron en manos de una nueva empresa, Ginnie Mae, y Fannie se convirtió en una entidad cien por cien privada... pero con ventajas ligadas al dinero público. Quedó exenta del pago de impuestos federales, se le dio acceso a líneas de críédito del Gobierno y sus actividades quedaron fuera de la jurisdicción de la SEC, que no podría supervisarla. Beneficios privados con respaldo público.
El estatus de Fannie Mae y de su rival Freddie Mac, fundada en 1970 para evitar un monopolio, les dio una ventaja competitiva clara. El mercado dio por hecho que, pese a que oficialmente no existían garantías, el Gobierno no dudaría en intervenir si los problemas se volvían demasiado graves. Y, así, la cartera de hipotecas de las dos firmas creció a ritmos de víértigo durante díécadas. A mediados de los 90, Fannie Mae se fijó como objetivo que su cartera de bonos hipotecarios alcanzara el billón de dólares. Una parte importante, claro, en las ahora famosas hipotecas subprime, cuyo riesgo fue infravalorado de forma sistemática por el mercado.
Un nuevo camino legal
Al mismo tiempo, el sector bancario había ido ganando terreno en su lucha contra la ley Glass-Steagall. Desde la díécada de los 80 se fueron relajando parte de sus estipulaciones. Y en 1998 Citicorp -el antiguo National City Bank- obtuvo una exención temporal del Congreso para fusionarse con el gigante asegurador Travelers. Banca comercial y seguros bajo el mismo paraguas. Semejante conglomerado había de enfrentarse por fuerza con severos impedimentos legales derivados de la ley aprobada en 1933. Pero Sandy Weill, presidente del nuevo grupo, afirmó sin el mínimo atisbo de duda que "con el tiempo la legislación cambiará; hemos tenido discusiones suficientes como para creer que eso no será un problema".
Weill, por supuesto, jugaba con ventaja. Citicorp y Travelers contrataron para sus lobbies al ex presidente republicano Gerald Ford y al ex secretario del Tesoro de Clinton, Robert Rubin, y en menos de un año cumplieron su objetivo.
El Congreso revocó la ley Glass-Steagall en 1999 y los negros nubarrones legales desaparecieron del horizonte del nuevo gigante financiero. Un gigante que tambiíén se zambulló en las aguas de la banca de inversión -las antiguas firmas Salomon Brothers y Smith Barney ahora formaban parte del grupo- y de la gestión de activos.
Cierto es que la supervisión financiera era aún mucho más estricta que en 1929, pero en los 90 surgió el instrumento perfecto para esquivarla: los hedge funds. Unos fondos que las megacorporaciones de la nueva era expandieron hasta convertirlos en autíénticos colosos. Los financiaron, aconsejaron sus adquisiciones, colocaron sus participaciones entre sus depositarios... Todo demasiado parecido a 1929.
Y, no precisamente por casualidad, los hedge funds incluían entre sus inversiones las emisiones de bonos de Freddie y Fannie, cargadas de riesgo -y por tanto con alta rentabilidad- por la presencia de hipotecas basura. Como en un juego de naipes, la caída de una de las cartas propicia el derrumbe del castillo. Blankfein tenía razón cuando en 2007 decía que "el círculo se ha cerrado". Lo que seguro que no imaginaba es que, al mismo tiempo, se abrió un segundo círculo y, como en el primero, la gran banca estadounidense comienza la partida al borde del abismo.