Por... Orestes Betancourt
Orestes Betancourt considera que el boom de las materias primas marca una diferencia clave entre la dimensión económica del neopopulismo latinoamericano y los populismos del siglo XX.
Es irónico que en 1989, el economista Jeffrey Sachs en su trabajo Conflicto social y políticas populistas en América Latina, considerara a Venezuela como un modelo de democracia que, gracias a su estabilidad, había evitado caer en las trampas del populismo. Ad infinitum, el populismo latinoamericano ha demostrado su capacidad de reinventarse y sorprender al más cauto. Sinuoso, escurridizo, no tiene fronteras conceptuales claras y de ahí su peligro.
El origen del populismo en este lado del Atlántico tiene diferentes explicaciones. Dornbusch y Edwards (1992) en “Macroeconomía del populismo en la América Latina”, ese must read para todo latinoamericanista, aseguran que la raíz del populismo está en la creencia simplista de que la voluntad política es suficiente para resolver los problemas de profunda desigualdad y pobreza. Hija bastarda de las ideas de la Celac de los 50s y de la Teoría de la Dependencia, esta voluntad política se ha concretado, en mayor o menor escala, en medidas de sustitución de importaciones e industrialización nacional, proteccionismo, y en un estado intervencionista con pretensiones de hacedor de milagros. Por otra parte, el rápido proceso de urbanización en la región entre los 20s y los 40s sirvió de cantera de votos, de audiencia efervescente para el populista. “Dadme un balcón y seré presidente”, decía el ecuatoriano José María Velasco Ibarra.
Identificar al populismo exclusivamente con la izquierda o la derecha antes de 1990 es, si no un capricho, una simplificación, y allí están Velazco Alvarado (Perú, 1968-75) y José Sarney (Brasil, 1985-90) como ejemplos respectivos de izquierda y derecha. Después de 1990 los distingos son más claros. La literatura sobre el tema incluye a Carlos Menem (Argentina, 1989-99), Fernando Collor de Mello (Brasil, 1990- 92), y Alberto Fujimori (Perú, 1990- 2000) como casos del “populismo neoliberal” de los 90s. Sin embargo, la falta de nitidez y/o carencia de objetivos de redistribución de la riqueza como centro de la dimensión económica y discursiva de este “populismo neoliberal”, hace rechazar la existencia de esta ola populista. Hasta aquí, clasificar al populismo latinoamericano por etapas históricas y grupos homogéneos exige cierto ejercicio de malabarismo intelectual. Es a partir de los 2000, que los casos de populismo regional son exclusivamente de izquierda, uno más estatista, bajo la bandera del Socialismo del Siglo XXI, y con la mirada fija en La Habana. Este “neopopulismo”, llamémosle así, arranca en Venezuela con Chávez, sigue en Argentina con Néstor Kirchner, luego en Bolivia con Evo Morales y finalmente en Ecuador con Rafael Correa.
La larga noche chavista, y en estos meses la expresión es literal, es un ejemplo de populismo de manual. Pero desde hace muchos años Venezuela vive bajo dictadura, pura y dura. Aunque de mayorías, ¿no era Chávez un dictador, un dictador popular? ¿Cómo definir y enmarcar al populismo entonces? El populismo latinoamericano comienza en verbo encendido y termina desbordándose en dictadura allí donde se presume de ser más radical. Esta idea es importante siempre tenerla en cuenta. Así, entre estos confines, hay cuatro dimensiones, cuatro filtros necesarios para distinguir un régimen populista: el discursivo, el político-institucional, el de estructura social, y el macroeconómico –Martin Rode y Julio Revuelta hacen mención de ello en “The Wild Bunch! An empirical note on Populism and economic institutions”. Se necesita tomar en consideración las cuatro dimensiones como un todo para definir a un gobierno como populista. Hay administraciones democráticas que solo implementan políticas redistributivas, de la misma manera que un líder político adopta una retórica populista y/o socava la institucionalidad, sin que ello les haga populistas.
El Caracazo (1989), los cacerolazos que sacudieron Argentina en 2001, y la Guerra del Gas en Bolivia (2003), junto con la desigualdad y la desconfianza en las instituciones públicas, empedraron de buenas intenciones el camino electoral de un renovado populismo latinoamericano. Para transitar por ese camino de buenas intenciones electorales, primero, el neopopulista creó el discurso. Pontifica sus virtudes franciscanas: “nosotros no queremos ser ricos, ser rico es malo, es inhumano”, bramó un día Chávez mientras su hija María Gabriela Chávez amasaba su fortuna, el chófer Oscar Centeno apuntaba en sus cuadernos los millonarios robos de los Kirchners, y Morales maquinaba su nuevo palacio de gobierno con helipuerto y un piso presidencial de mil metros cuadrados. El neopopulista recita discursos maniqueos y simplistas que dibujan una lucha constante entre el pueblo y sus enemigos. Un pueblo homogéneo que, “del buen salvaje al buen revolucionario” –a decir de Carlos Rangel–, históricamente ha sido marginalizado y despojado de sus derechos políticos y económicos. El enemigo es la oligarquía y las instituciones financieras internacionales, la globalización y el imperialismo. El neopopulista de la “izquierda carnívora” –como dicen Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa– ve con ojeriza a la prensa independiente y al sector privado. Pronto, ricos y pobres por igual, son vende-patria y escuálidos –escuálido, ese otro calco retórico, uno de muchos, del desgobierno venezolano al cubano que emula con el gusano isleño. El pasado y sus instituciones, las que auparon al neopopulista por los votos, son el enemigo.
Por los votos y sin cuartelazos, muy a pesar del Chávez del 92, llega el neopopulismo a hacer vida democrática, y pronto, la democracia y sus instituciones estorban y ponen frenos a la voluntad milagrosa del caudillo. El liderazgo neopopulista es carismático y personalista. El plebiscito y el Aló Presidente son las nuevas formas de participación, de supuesta democracia directa y comunicación entre las masas y el ejecutivo. La volonté générale lo es todo y la legitimidad se cuenta en votos. Por el camino, la independencia de los órganos electorales y de la rama judicial sufre bajas mientras el ejecutivo, decreto en mano, gana terreno sobre el aparato estatal. Se aprueban nuevas constituciones en Venezuela, Bolivia y Ecuador y el estado crece, para nada una sorpresa, y el neopopulista busca la reelección indefinida. Cristina perdió su chance en 2013 cuando en las elecciones legislativas su Frente para la Victoria no alcanzó los dos tercios necesarios para cambiar la constitución y hacer un tercer término después de 2015. En referéndum, Morales y Correa perdieron sus chances en 2016 y 2018 respectivamente, con la diferencia de que Morales usó el Tribunal Electoral para burlarse de la voluntad de los bolivianos. Chávez, por su parte, después de perder en 2007, lo intentó en 2009 y así logró su entrada a la reelección infinita. La democracia representativa y sus instituciones, en mayor o menor grado, son el blanco del neopopulista. Total, la democracia burguesa es para los burgueses, susurra Lenin desde su mausoleo, y precisamente, quién más burgués que el neopopulista y su séquito para hacer de la democracia un traje a su medida.
El neopopulista se apoya en una corte de funcionarios públicos, sindicatos y movimientos sociales que se nutren a su vez de los estratos pobres. El kirchnerismo dependió de los fuertes sindicatos peronistas –si bien el apoyo de los segundos no siempre fue incondicional–, y Morales depende aún de movimientos campesinos históricamente sólidos. En menor medida el correísmo, y por supuesto, el chavismo, crearon movimientos sociales fieles al oficialismo que en el caso venezolano han degenerado en grupos de coerción y terror, los “colectivos”. Con el neopopulismo, las promesas de redistribución se dirigen a los pobres, no a una coalición de clases como hizo el populismo del siglo XX. Los grupos del sector no comercializable –clase media-baja urbana que reúne a empleadores y trabajadores de la industria nacional, los servicios y el sector público–, si bien son necesarios y partícipes, ya no son el centro de la agenda y discurso como lo fueron en el populismo del siglo pasado. Así la clase media-baja urbana queda reemplazada por los cerros de Caracas y los grandes suburbios de Buenos Aires. Pero a la larga, es a los pobres a quienes perjudican las políticas públicas de los neopopulistas.
Los años de oprobio y bobería neopopulista, como dijera Jorge Luis Borges del peronismo, son una colección resucitada de errores económicos del siglo pasado. La redistribución de los ingresos mediante un crecimiento económico a corto plazo basado en políticas expansivas –de orden fiscal, monetario, y salarial– sacrificó la estabilidad macroeconómica de estos países. Lo que se tradujo en incrementos substanciales de la deuda pública y de los déficits fiscales y de cuentas corriente, así como en una pérdida notable de los niveles de reservas internacionales. Se repiten los errores de los casos populismo del siglo pasado. El boom de las materias primas –que benefició a Venezuela y Ecuador con el petróleo, a Bolivia con el gas natural, y a Argentina con la soya, el maíz y el trigo–, sufragó en gran medida estas políticas redistributivas y de crecimiento insostenibles. Con el fin del boom, todos vimos que el rey, el caudillo latinoamericano en este caso, desfilaba desnudo.
El boom de las materias primas marca una diferencia entre la dimensión económica del neopopulismo y los populismos del siglo XX que no contaron con semejante flujo de caja chica. Pero esta no es la principal diferencia. Producto de su simbiosis con el Socialismo del Siglo XXI, la marca distintiva del neopopulismo es la intervención estatal en la vida económica –aunque también lo fue en otros casos previos como los de Salvador Allende y Velasco Alvarado por ejemplo. Además de usar políticas económicas expansivas, el neopopulista ha utilizado mecanismos de restricción e intromisión estatal para lograr su objetivo de distribuir ingresos directa o indirectamente. Por solo citar algunos ejemplos, se decretaron: controles de cambio y precios en Argentina y Venezuela –y de precios en menor medida en Ecuador y Bolivia–, tarifas a la importación en Ecuador y Bolivia, tarifas a la exportación en Argentina, y subsidios e incrementos forzados de salarios nominales en el sector privado en todos los casos. Estos cuatro países han experimentado, en mayor o menor medida, nacionalizaciones y expropiaciones, que en caso venezolano, llegan al hostigamiento y robo al pequeño productor privado. En su apoteosis populista–o neopopulista en este caso–, el “exprópiese” de Chávez dejó ver las costuras de la dictadura.
A diferencia de los populismos del siglo XX, el populismo latinoamericano más reciente es de un claro distingo de izquierda, por ello su distinción como neopopulismo. En los casos del siglo pasado y de este, son cuatro dimensiones las que les distinguen y le dan su esencia: la discursiva, la político-institucional, la de estructura social, y la macroeconómica. Allí donde el populista presume de más radical, no solo se desborda la dictadura, también la tontería económica, y Ecuador, Bolivia, Argentina y Venezuela son testigos de ello en ese orden.