Por... Iván Alonso
Felizmente para la ciudad de Nueva York, el Comitíé Olímpico Internacional (COI) eligió a Londres como sede de los Juegos Olímpicos de verano del 2012. Solamente la base de concreto para levantar un nuevo estadio sobre las seis manzanas de un antiguo patio de ferrocarriles en el lado oeste de Manhattan habría costado 400 millones de dólares. Terminados los Juegos, el nuevo estadio, se calculaba, sería usado no más de 15 días al año por el equipo de bíéisbol de los Jets y uno que otro concierto.
Andrew Zimbalist, un economista de la Brookings Institution, en Washington, cuenta esta y otras historias de derroche asociadas con los grandes eventos deportivos —“megaeventosâ€, para estar a la moda— en su libro Circus Maximus, que acaba de ser publicado. El título alude, a la vez, al famoso escenario de carreras de la Roma imperial y a la feria de vanidades donde se junta el mundo de la política con el del deporte internacional.
Lo más saltante en la historia reciente de las Olimpiadas y los mundiales de fútbol es la forma como ha crecido el costo de organizarlos. Los Juegos Olímpicos de verano en Atenas, en el 2004, costaron 16.000 millones de dólares; los de Beijing, en el 2008, 40.000 millones; los Juegos de Invierno de Sochi, en Rusia, el año pasado, cualquier cosa entre 50.000 y 70.000 millones; los de Nagano, en Japón, en el 2006, no se sabe, porque el comitíé organizador ordenó quemar sus archivos contables. El Mundial de Sudáfrica costó como 6.000 millones. En el de Brasil, la mayor goleada no la sufrió la selección verde-amarilla, sino los brasileños, que tendrán que cargar con la mayor parte de los 15.000 millones que costó el evento.
Igualmente llamativa es la proporción en la que se excede los presupuestos originales. Las Olimpiadas han terminado costando de cinco a diez veces más que lo inicialmente presupuestado; los mundiales, de 15 a 20 veces más. Zimbalist atribuye este fenómeno a los incentivos que enfrentan los organizadores en diferentes etapas del proceso. Al principio, cuando hay que conseguir la aprobación tácita del público, aseguran que el costo será limitado. Luego, cuando la ciudad o el país han pasado el primer filtro del COI o de la FIFA, según el caso, comienza una carrera para ofrecer más que otros postulantes: más estadios, más hoteles, más infraestructura.
Inevitablemente, los organizadores aseguran que los costos están más que justificados por los beneficios que los eventos traerán, y hay toda una industria de consultores dedicada a identificarlos. Sin embargo, dice Zimbalist, “las perennes afirmaciones de que albergar las Olimpiadas o el Mundial es un motor del desarrollo económico no encuentran confirmación en los estudios independientesâ€.
Comparando meses similares antes y despuíés de los Juegos, el turismo bajó en Sidney, pero no en la vecina Nueva Zelanda. En Atenas hubo un aumento, pero más lo hubo en Turquía y Croacia. Por lo general, el número de turistas que llegaron para ver las competencias fue mucho menor que lo esperado. Y aunque aquellos que llegaron gastaron como se esperaba, buena parte de ese gasto se va en entradas y alojamiento, y termina en manos del COI o de la FIFA o en regalías para las cadenas hoteleras internacionales.
La lección no es que deban terminarse estos eventos. La lección es que los gobiernos anfitriones no deben financiarlos.