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Autor Tema: Cómo Lula da Silva defraudó al mundo...  (Leído 136 veces)

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Cómo Lula da Silva defraudó al mundo...
« en: Agosto 10, 2016, 04:32:06 pm »
Por...  Mary Anastasia O'Grady


Mary Anastasia O'Grady...  dice que Lula da Silva le vendió al mundo la idea de que su socialismo no derivarí­a en problemas económicos, que esta vez serí­a distinto.

Durante el fin de semana, los Juegos Olí­mpicos de 2016 se inauguraron en Rio sin incidentes mayores. Esto parece casi un milagro despuíés de semanas de informes desalentadores sobre construcciones de mala calidad, fuerzas de seguridad mal preparadas y congestiones de tráfico monumentales. Está por verse si deportistas, visitantes y residentes locales pueden pasar las próximas dos semanas sin una catástrofe.

No se suponí­a que iba a ser así­. Cuando en 2009 Rio ganó el derecho a ser la ciudad anfitriona de estos Juegos tampoco se contemplaba que Brasil se verí­a como se ve hoy, con un díéficit presupuestario equivalente a 8% del Producto Interno Bruto, una inflación cercana a 10%, dos años de contracción económica y un pozo negro de escándalos de corrupción.

En 2009, Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores, llevaba más de seis años al frente del paí­s y era una especie de estrella mundial del rock. Su retórica denigraba el liberalismo económico de los años 90 mientras promoví­a una nueva y mejorada marca de socialismo con un toque de samba.

Buena parte de la región compró la versión 2.0 de Estado grande que vendió Lula da Silva. Las preocupaciones sobre el regreso del populismo latinoamericano de corte izquierdista y su potencial amenaza al espí­ritu empresarial y al crecimiento económico fueron respondidas con afirmaciones de que esta vez serí­a diferente.

Lula da Silva era un hombre de izquierda, pero no era Hugo Chávez, explicaba la creencia popular. Una portada de 2009 de la revista The Economist tení­a el tí­tulo de Brasil despega. El artí­culo citaba una proyección de la consultora PwC que decí­a que para 2025 Sí£o Paulo serí­a la quinta ciudad más rica del mundo. En su mayorí­a los expertos estuvieron de acuerdo: Brasil estaba en camino de asumir el lugar que le correspondí­a como una superpotencia económica global.

En 2011, despuíés de dos mandatos, Lula da Silva dejó la presidencia, que quedó en manos de su sucesora Dilma Rousseff, tambiíén del PT. Se suponí­a que los Juegos Olí­mpicos de 2016 habrí­an de mostrar el paraí­so socialista que habí­an cultivado: una utopí­a urbana que mezclaba vivienda asequible, grandes empresas industriales nacionales y redes ordenadas de transporte público para proporcionar una experiencia de vida tranquila y ambientalmente certificada.

En lugar de eso, apenas semanas antes de la inauguración los lavamanos se desprendí­an de las paredes en la Villa Olí­mpica. La delegación de Australia abandonó el lugar luego de haber encontrado, entre otras cosas, cables elíéctricos expuestos cerca de charcos de agua.

La Bahí­a de Guanabara, donde se llevan a cabo las competencias de natación al aire libre y náutica, es un gigantesco cultivo de bacterias. Una nueva lí­nea de metro que se suponí­a llevarí­a a los visitantes a los Juegos termina casi 13 kilómetros antes del destino final prometido.

La empresa de seguridad que fue contratada para requisar a los espectadores fue despedida hace 10 dí­as por no cumplir con el contrato. Los organizadores pasaron apuros la semana para contratar y capacitar un equipo de reemplazo.

El mundo parece anonadado. No deberí­a estarlo. Rio es un microcosmos del Brasil de Lula, donde la burocracia dirige las cosas de arriba abajo y los seres humanos son algo que se considera por añadidura. Lo único que falta en la analogí­a de Rio, hasta ahora, es la corrupción que floreció a nivel federal durante los 14 años de gobierno del PT.

Los polí­ticos de Brasil aspiran a la grandeza del primer mundo pero insisten en preservar instituciones del tercer mundo. No es porque no entiendan la eficacia de las instituciones independientes y los pesos y contrapesos. Es precisamente porque la entienden.

El presidente Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Social Democracia Brasileña, fue una excepción a la regla. Durante su mandato de ocho años antes de Lula da Silva, Brasil descubrió la estabilidad macroeconómica usando polí­ticas responsables del banco central, un tipo de cambio flotante y la meta de superávits fiscales. El banco central adoptó una mayor transparencia, previsibilidad y una meta de inflación, lo que generó confianza entre los mercados. El banco central tambiíén asumió un papel de supervisor de los bancos estatales para evitar el exceso de financiación del Estado o sus compinches.

Durante el gobierno de Lula da Silva y luego en el de Rousseff —quien ganó las elecciones en 2010 y 2014— el compromiso con la disciplina fiscal se erosionó gradualmente. La estatal Caixa Econí´mica Federal y el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) expandieron rápidamente el críédito. Esto era arriesgado y tení­a el potencial de aumentar la inflación, pero el banco central ignoró el problema.

Mientras Lula da Silva y luego Rousseff promoví­an Brasil como un paí­s de clase mundial, hicieron poco por reducir la carga del gobierno sobre los emprendedores. La clasificación del Banco Mundial de 2016 sobre la facilidad de hacer negocios en 189 paí­ses coloca a Brasil en el puesto 174 en la categorí­a de “apertura de una empresa”, 169 en la de “obtención de permisos de construcción”, 130 en “registro de la propiedad”, 178 en el “pago de impuestos” y 145 en “comercio transfronterizo”. Esto no suena a superpotencia.

A finales de julio, Lula da Silva fue acusado por un tribunal federal de Brasil de obstrucción a la justicia en una investigación de corrupción. Rousseff enfrenta un juicio polí­tico de destitución por maquillar las cuentas del gobierno y actualmente está bajo el enjuiciamiento del Senado. Si el fraude polí­tico por llevar a una nación a la ruina fuera un delito, los dos ya habrí­an sido condenados.


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