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Autor Tema: Los barones ladrones: ni barones ni ladrones...  (Leído 103 veces)

OCIN

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Los barones ladrones: ni barones ni ladrones...
« en: Agosto 17, 2016, 06:27:27 pm »
Por... David R. Henderson


David R. Henderson explica...  que los supuestos "barones ladrones" como John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt no crearon monopolios, sino que más bien los destruyeron beneficiando a los consumidores estadounidenses con precios más bajos.


Uno de los mitos más comunes acerca de la libertad económica es que, inevitablemente, conduce a monopolios. Pregunte a las personas por quíé creen eso y la probabilidad de que apunten a los trusts de finales del siglo XIX que obtuvieron grandes cuotas de mercado en sus industrias será alta. Estos trusts son el principal ejemplo para la mayorí­a de las personas que sostienen este punto de vista. Pregunte por los nombres especí­ficos de los villanos que dirigí­an estos trusts y es probable que apunten a personas tales como Cornelius Vanderbilt y John D. Rockefeller. Incluso tienen una etiqueta para Vanderbilt, Rockefeller y otros: barones ladrones.

Pero una lectura cuidadosa de la investigación económica sobre los “barones ladrones” conduce a una conclusión diametralmente opuesta: los llamados barones ladrones no eran ni ladrones ni barones. No robaron. Por el contrario, obtuvieron su dinero a la antigua: se lo ganaron. Tampoco eran barones. La palabra “barón” es un tí­tulo nobiliario, tí­picamente otorgado por un rey o establecido por la fuerza. Pero Vanderbilt, Rockefeller y muchos otros a quienes se referí­an como barones ladrones, comenzaron sus negocios de cero y no se les garantizó ningún privilegio especial. Por otra parte, no solo ganaron su dinero y no se les garantizaron privilegios, sino que tambiíén ayudaron a los consumidores y, en un caso famoso, destruyeron un monopolio.

Considere el caso de Cornelius (“Comodoro”) Vanderbilt. Incluso el excelente y reciente libro Por quíé fracasan los paí­ses, del profesor de economí­a de MIT Daron Acemoglu y del cientista polí­tico y económico James A. Robinson, concibe de manera equivocada la historia de Vanderbilt. Y no solo equivocada, sino espectacularmente equivocada. Afirman que Vanderbilt era “uno de los más notorios” barones ladrones que “apuntaban a consolidar monopolios y a prevenir que cualquier otro potencial competidor entre en el mercado o haga negocios en igualdad de condiciones”.

De hecho, fue el competidor de Vanderbilt, Aaron Ogden, quien persuadió a la legislatura del estado de Nueva York para garantizar a Ogden un monopolio legal sobre los viajes en ferry entre Nueva Jersey y Nueva York. Y Vanderbilt fue una de las principales personas que desafió aquel monopolio. A la edad de 23 años, Vanderbilt se habí­a convertido en el administrador del negocio de un empresario de ferry llamado Thomas Gibbons. El objetivo de Gibbons era competir con Aaron Ogden cobrando tarifas bajas. De este modo, estaban violando deliberadamente la ley  –y ayudando a los pasajeros a ahorrar dinero. En el caso Gibbons contra Ogden, la Corte Suprema de EE.UU. dictaminó que, de hecho, el gobierno del estado de Nueva York no podí­a conceder legalmente un monopolio sobre el comercio interestatal.1 En resumen, Cornelius Vanderbilt no fue un hacedor de monopolios en este caso, sino un rompedor de monopolios.

¿Quíé hay de John D. Rockefeller? Acemoglu y Robinson tambiíén están equivocados acerca de este. Escriben que por 1882, Rockefeller “habí­a creado un monopolio masivo” y que para 1890 Standard Oil “controlaba el 88% del petróleo refinado en EE.UU.”  Echemos un vistazo a los hechos.

Desde el principio, Rockefeller sabí­a que se encontraba en desventaja frente a sus competidores. La sede de su compañí­a se encontraba en Cleveland, a 150 millas de las regiones productoras de petróleo de Pennsylvania y a 600 millas de Nueva York y otros mercados del este. Por lo tanto, Rockefeller se enfrentó a costos de transporte más altos que muchos de sus competidores. Para compensar esa desventaja, construyó un oleoducto para transportar su propio petróleo y lo utilizó para ejercer presión a la baja sobre las tarifas de los ferrocarriles. Consiguió las tarifas más bajas en la forma de descuentos en vez de recortes en las tasas absolutas. ¿Por quíé? No creo que los historiadores económicos estíén seguros de por quíé, pero he aquí­ mi hipótesis: los ferrocarriles dieron descuentos porque es la manera común en que los miembros de un cártel “hacen trampa” en el precio. Ellos pueden decir, sin mentir, a los clientes que no obtienen los descuentos que están cobrando a todos la misma tarifa. En la medida en que esto estaba ocurriendo, el mismo Rockefeller estaba rompiendo con el cártel de los ferrocarriles. Y romper cárteles se supone que es algo bueno, no malo.

Pero, ¿por quíé los ferrocarriles darí­an exclusivamente a Rockefeller estos descuentos? Como se ha señalado, esto se dio en parte por su amenaza fidedigna de usar su propio oleoducto. Además, como señalan Reksulak y Shughart, íél construyó su primera refinerí­a estratíégicamente ubicada en un lugar que permitirí­a enviar el petróleo al Lago Erie y desde allí­ al mercado del Noroeste. Esto, indican Reksulak y Shughart, le permitió obtener menores tarifas de los ferrocarriles durante los meses de verano.2 Adicionalmente, Standard Oil proveyó instalaciones de carga y descarga y seguro contra incendios a su propio costo. Finalmente, Standard Oil proporcionó un alto volumen de tráfico ferroviario en periodos predicibles, una ventaja crucial para los ferrocarriles que tení­an costos fijos altos y bajos costos variables.

Una duda que siempre he tenido es cómo Rockefeller obtuvo “drawbacks” de los ferrocarriles. “Drawbacks” eran los descuentos basados en los enví­os que realizaban los competidores de Rockefeller. Reksulak y Shughart ofrecen una explicación plausible. Escriben:

“Ayudando a reducir el costo promedio del transporte ferroviario en las formas que hemos documentado, Rockefeller confirió una externalidad positiva sobre sus rivales, reduciendo el costo promedio de los ferrocarriles de administrar sus propios enví­os. Los ‘drawbacks’ eran una forma de los ferrocarriles de compartir esas ganancias con la compañí­a responsable por ellas”.3

Otra ventaja que Rockefeller creó fue el mismo producto. Su producto principal en ese entonces era el kerosene. El kerosene, si no era producido con una estricta especificidad, tení­a una desagradable tendencia a explotar y matar o herir a quienes lo utilizaban. Eso no es bueno, por decirlo suavemente, para una empresa que busca ganar cuotas de mercado. Rockefeller querí­a que los compradores supieran que su producto era seguro porque satisfací­a un riguroso proceso estandarizado de producción. De allí­ el nombre de su empresa: Standard Oil.

La parte más especulativa del razonamiento anterior es el por quíé Rockefeller consiguió descuentos en vez de rebajas directas en los precios. Pero lo que no es especulativo es cómo expandió su cuota de mercado. Hizo esto bajando los precios y casi cuadriplicando las ventas. El profesor de economí­a de la Universidad de Chicago, Lester Telser, en su libro de 1987, A Theory of Efficient Cooperation and Competition4, señala que entre 1880 y 1890 el la producción de productos petroleros aumentó 393%, mientras que el precio cayó 61%. Telser escribe: “El trust petrolero no cobraba precios altos porque tení­a el 90% del mercado. Consiguió el 90% del mercado de petróleo refinado cobrando precios bajos”. ¡Quíé monopolio!

Tampoco eran una casualidad los casos de Vanderbilt y Rockefeller. Si los trusts de finales del siglo XIX habí­an monopolizado las industrias donde se encontraban, como muchos creen, entonces en la medida en que esos trusts ganaban más cuotas de mercado, no deberí­an haber aumentado mucho la producción y deberí­an haber aumentado los precios. De hecho, ocurrió lo contrario. La producción incrementó marcadamente y los precios bajaron. En unas investigaciones pioneras en los años ochenta, el economista de la Universidad de Loyola, Thomas DiLorenzo, documentó estos hechos. En un artí­culo de 19855, DiLorenzo encontró que entre 1880 y 1890, mientras que el producto bruto interno real aumentó un 24%, la producción real en las industrias supuestamente monopolizadas (para las que habí­a datos disponibles) incrementó en un 175%, más de siete veces por encima de la tasa de crecimiento de la economí­a. Mientras tanto, los precios en estas industrias disminuí­an. Aunque el í­ndice de precios al consumidor cayó 7% en esa díécada, el precio del acero disminuyó 53%, el del azúcar refinado 22%, el del plomo 12% y el del zinc 20%. El único precio que cayó menos de 7% en las supuestas industrias monopolizadas fue el del carbón, que permaneció constante. 

¿Por quíé tenemos una visión tan distorsionada de la era de los llamados barones ladrones? Una razón es que la prensa popular de ese momento difundió esa visión. Curiosamente, Ida Tarbell, la famosa periodista de escándalos que dio a Rockefeller su mala prensa6, no era una observadora desinteresada. En su vida temprana, ella habí­a visto a su padre, un productor y refinador de petróleo, perder en competencia con Rockefeller. Su padre habí­a ido progresando, y su familia, como resultado de esto, disfrutaba de “lujos de los que nunca habí­amos escuchado”7. Todo eso llegó a su fin y Tarbell nunca perdonó a Rockefeller.

De hecho, prácticamente nada del impulso por las leyes antimonopolio provino de los consumidores. Gran parte de este provino de pequeños productores que habí­an sido desplazados del mercado por la competencia. No querí­an más competencia; querí­an menos. DiLorenzo cita a uno de los “destructores de trusts”, el congresista William Mason, quien admitió que los trusts eran buenos para los consumidores. Lo que no le gustaba era que cuando los grandes trusts bajaban los precios, las empresas pequeñas se quedaban fuera del negocio. Mason dijo:

“Los trusts han hecho los productos más baratos, han reducido los precios; pero si el precio del petróleo, por ejemplo, se redujera a un centavo por barril, no corregirí­a el daño causado a las personas de este paí­s por los trusts que destruyeron la competencia legí­tima y apartaron a hombres honestos de empresas legí­timas de negocios”.8

En resumen, los barones ladrones, al menos aquellos cuyas acciones tienden a ser destacadas, no eran ni ladrones ni barones.

Pero, ¿por quíé es así­? ¿Por quíé es que los trusts de finales del siglo XIX prosperaron, no monopolizando sino compitiendo ferozmente? Allí­ yace la lección de economí­a. Como el difunto economista de la Universidad de Chicago, George Stigler, quien ganó el premio nobel en 1982, señaló, “Los monopolios y y casi monopolios perdurables más importantes en EE.UU. dependen polí­ticas del estado”9. Esto es así­ porque si el estado no impide la entrada, las ganancias altas de las firmas con poder de mercado atraen a nuevos entrantes y nueva competencia, de la misma forma que la miel atrae a las hormigas. Como lo expresíé en el díécimo punto de mi artí­culo “Ten Pillars of Economic Wisdom”10, parafraseando a Stigler, “La competencia es una melaza resistente, no una flor delicada”.

Stigler se centró en la competencia de precios, pero el difunto economista austriaco Joseph Schumpeter enfatizó lo que vio, correctamente, como una fuente aun más importante de la competencia. Schumpeter escribió:

“En la realidad capitalista, diferente a su imagen en los libros de texto, no es ese tipo de competencia la que cuenta, sino la competencia que surge de la nueva mercancí­a, la nueva tecnologí­a, la nueva fuente de suministros, el nuevo tipo de organización (la unidad de control a mayor escala por ejemplo) —competencia que posee un costo decisivo o una ventaja en calidad, y que ataca, no los márgenes de las ganancias y las producciones de las firmas existentes, sino sus cimientos y sus vidas mismas”.11

El tíérmino memorable de Schumpeter para este tipo de competencia fue “destrucción creativa” –“creativa” porque la nueva mercancí­a, tecnologí­a, etc., creaba un nuevo producto o servicio y “destrucción” porque destruí­a al viejo. Piense de nuevo en Rockefeller. Creó un kerosene más seguro y un oleoducto para transportar su petróleo. Haciendo esto, destruyó a muchos competidores pequeños –y benefició a los consumidores estadounidenses. Nos convendrí­a tener más “barones ladrones” como estos.

Este ensayo fue publicado originalmente en The Library of Economics and Liberty el 4 de marzo de 2013.

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Referencias:

1. Burton W. Folsom, Jr. relata esta fascinante historia en The Myth of the Robber Barons, 6th ed. (Herndon, VA: Young America's Foundation), 2010, pp. 2-4.

2. Gran parte de los hechos en este párrafo provienen de Michael Reksulak y William F. Shughart II, "Of Rebates and Drawbacks: The Standard Oil (N.J.) Company and the Railroads", Review of Industrial Organization, 2011, Vol. 38, pp. 267-283.

3. Reksulak and Shughart, p. 280.

4. Lester Telser, A Theory of Efficient Cooperation and Competition. New York: Cambridge University Press, 1987.

5. Thomas DiLorenzo, "The Origins of Antitrust: An Interest-Group Perspective," International Review of Law and Economics, 1985, Vol. 5, No. 1: 73-90.

6. Ida M. Tarbell (1904). The History of the Standard Oil Company. New York: McClure, Phillips & Co.

7. Ver "Ida Tarbell", una biografí­a en "American Experience". PBS.org.

8. Congressional Record, Congreso No. 51, 1ra sesión, 20 de junio de 1890, p. 4100.

9. George J. Stigler, "Monopoly", en David R. Henderson, ed., The Concise Encyclopedia of Economics, 2nd edición (Indianapolis: Liberty Fund, 2008), p. 364.

10. David R. Henderson, "The Ten Pillars of Economic Wisdom", EconLog, April 12, 2012.

11. Joseph A. Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy (New York: Harper, 1975) [publicación original 1942], p. 84.


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