En 2011, pisos un 50% más baratos
S. McCoy
Pocos parecen recordar a día de hoy lo que fue la crisis inmobiliaria de principios de los noventa en España. Tras los excesos que trajo consigo la celebración simultánea de las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, el Tío Paco tardó poco en llegar con una rebaja que supuso que, sólo en 1992, los precios de la vivienda cayeran un 6,7%, excepción que hasta ahora había confirmado el aforismo de que “la vivienda nunca pierde valor†con el que muchos se han autoconvencido de sus locuras inversoras a lo largo de los últimos años. No recuerdan que los cinco años siguientes fueron de travesía en el desierto y, aunque nominalmente los precios repuntaron alrededor del 7%, en tíérminos reales, es decir: ajustados a la inflación, su valor se contrajo alrededor de un 18%. Cierto. Para muchos, aún siendo las dos caras de la misma moneda, no son elementos exactamente comparables ya que la píérdida absoluta de riqueza se percibe de un modo muy distinto a su merma relativa que, incluso, se podría considerar en tíérminos de coste de oportunidad. Una reflexión teórica interesante sobre la que algún día tendremos que volver.
Pero no es el objeto del artículo actual. El recuerdo de 1992, y del quinquenio de parálisis del ladrillo que le siguió, debería servir para poner en su justo sitio la primera crisis inmobiliaria del siglo XXI que hoy estamos padeciendo. La situación es esencialmente distinta a la de entonces, toda vez que la dimensión del problema es sustancialmente superior lo que exige una corrección más intensa en tiempo y forma. No hace falta irse por las ramas para darse cuenta que así es. Más allá de las evidencias macroeconómicas acerca del peso alcanzado por el sector en el modelo productivo español, basta con acudir a la realidad que se deriva de las fuerzas simultáneas de oferta y demanda en España. En efecto. El stock que figura en el escaparate del residencial español es cercano a los dos millones de unidades, resultado de ese exceso de producción de los últimos años que asombraba a Europa, toda vez que nuestra tasa de propiedad es de las más altas de la región, y permitía sacar pecho a nuestros políticos, los mismos que ahora se sorprenden de su colapso. Por su parte, entre los compradores cunde el desánimo como nunca antes. Para los que buscan su primera vivienda, la ausencia de financiación y la incertidumbre sobre su futuro laboral, con un horizonte de 20% de paro a 18 meses vista (1 trabajador de cada 5 que se dice pronto), actúan como freno a la voluntad adquirente. Colas como las que se han formado ante el bluff sabido de antemano del Pocero de Fuenlabrada deberían servir no como aníécdota digna de ser contada sino como signo de los tiempos que corren. Por lo que respecta a los inversores, son conscientes de que aún no ha llegado su hora. Cuando no se percibe ni potencial plusvalía, ni aparente rentabilidad, mejor mantenerse al margen.
Cualquier desequilibrio de oferta y demanda como el actual debería conducir, sin duda, a una rebaja sustancial de la variable de ajuste que es el precio. Y mientras que en los países que han vivido burbujas similares a la nuestra, íéste ha sufrido caída de doble dígito, en nuestra nación la estadística oficial señala que hay un incremento nominal, siquiera mínima, año sobre año. Ojo, estamos hablando del agregado, no de operaciones singulares. ¿Quíé está pasando? A mi juicio hay un cuadruple factor que a día de hoy está actuando como freno a la caída en el valor de la vivienda. Por lo que respecta a la primera mano, la actuación precipitada de los bancos a la hora de hacerse con promociones en curso para evitar procesos concursales, están permitiendo trasladar el exceso de precio del promotor a la entidad financiera sin pasar por el mercado. Aunque íésta se haga con los activos al valor de su deuda, hasta que el bien no salga a la venta, ese menor precio de adquisición no se traslada al cliente final. Por otra parte, la aparición de la figura del concurso voluntario de acreedores permite que la actividad de la firma siga de una forma supervisada en manos de sus administradores por lo que, de cara a garantizar la actividad futura de la entidad, nadie se atreve a hacer ventas a píérdida que pongan aún más el riesgo el futuro patrimonial cuando se pueden instar las quitas que sean oportunas a los financiadores. Hasta que las mismas se aprueban, no se renegocia el nuevo margen y, por ende, no se repercute a los pisos. En lo que a la segunda mano se refiere, el sistema garantista español es sin duda un freno a la caída del precio de las casas. En la medida en que el hipotecado responde ante el acreedor con todos sus bienes presentes y futuros, su voluntad de pago es muy superior al de los ciudadanos de naciones donde el riesgo se limita a la garantía aportada. Por último, el proceso de liquidación de la propiedad es terminal, en el sentido de que la ciudadanía aguanta su estatus hasta que es insostenible, produciíéndose entonces la liquidación por derribo de sus activos. A ese punto aún no hemos llegado. Aunque falta poco.
¿Cuánto puede durar esta situación? Ya hemos defendido desde estas líneas lo que hemos llamado la teoría de la avalancha que hace referencia a la aportación marginal, un copo de nieve, como desencadenante de un proceso destructivo de magnitud muy superior. Ahora mismo la clave está en la capacidad de aguante de las entidades financieras que sustituyen activos rentables como los críéditos por bienes ilíquidos lo que restringe su capacidad de dar financiación adicional al mercado, incidiendo sobre la demanda. No hay rotación. Por otra parte, las entradas en mora de promotores suponen una merma paulatina de sus niveles de solvencia que, igualmente, les impide, si no quieren disparar sus niveles de apalancamiento, ser más activos en su acción prestamista. El crecimiento de las carteras de inmuebles de forma paralela al aumento de los impagos tiene un límite. Y habrá un momento, un piso más, un concurso adicional, en el que lo perentorio será limpiar el balance por el lado del activo con objeto de no poner en peligro la propia supervivencia, salvo recapitalizaciones dudosas impuestas por el regulador. No hay que olvidar que renunciar a un 25% de los ingresos del críédito promotor, al 5% de rentabilidad neta, a cambio de pisos, tiene para el conjunto del sector un impacto en el margen de intermediación del 10%, píérdida a añadir al deterioro natural del negocio consecuencia de la situación económica. Eso por no hablar del impacto que los críéditos sin garantía real pueden tener sobre el balance. El momento del basta ya está mucho más cerca de lo que muchos piensan y, cuando se produzca, su paso a la Atila provocará que pocos se acuerden de la distinción entre bajada real y nominal en nuestro país.
¿Cómo de profunda será la caída? Bueno no hay que olvidar que el precio de la vivienda sobre la renta bruta de la unidad familiar se mantiene, según datos del Banco de España, en máximos de siete veces frente a la media histórica de cuatro. Suponiendo la reversión del ratio a dicha media, sólo por el lado del numerador podríamos justificar una reducción de alrededor del 40% en el precio de los pisos. Sin embargo, en un proceso como el que actualmente está viviendo nuestro país, de enorme dependencia exterior sin recursos de tipo de interíés o de cambio para atraer capitales, cabe esperar un brusco ajuste de los salarios reales con objeto de ganar competitividad. Una reducción que algunos analistas sitúan en el 20%. La caída en el importe del denominador haría que la corrección tuviera que tener aún mayor profundidad pudiendo superar el 50% ajustados por la inflación. Ups. Si nos fuíéramos a otro indicador de sobrevaloración como es el rendimiento del alquiler, el cálculo saldría bastante parejo. Sin posibilidad de incremento de las rentas, el mayor retorno, que actualmente y según Credit Suisse, se sitúa en el 2%, tendría que venir por el lado del valor de la vivienda. Para que rendimiento doble, y al menos se acerque a los costes de financiación, el precio de las casas ha de reducirse a la mitad. Ojalá que este análisis fuera equivocado pero me da que no. Estuve el viernes desayunando con un banquero de pro con intereses notables en el sector. Y íél fijaba el límite del ajuste en el 30% a dos años. Ya se lo dice McCoy. Se queda corto. O no. Debate abierto